miércoles, 17 de octubre de 2018

Equinodermis



Un caballo malherido llamaba a todas las puertas
Federico García Lorca


UNO


Corre el caballo golondrino un amanecer de año nuevo
lleva en sus lomos a un borracho que es mi viejo
sus relinchos se acercan
estremecen la cama de alambres trenzados
y mantienen despierta la madrugada
Mi tío César está de parranda familiar
los sobrinos que vinieron del destierro
aúllan cuando él se desprende por los barrancos
un caballo que apura en tropel la vida
Sobre el camino polvoriento
de un verano interminable
corre su tranco largo de caracoles imposibles
La cocina chisporrotea
hay chicha de maíz fermentado
y tamales en cosecha
entonces, piafando como el corcel que le habita
desmonta su jinete en la enramada
Ha bebido aguardiente sin descanso
y la voz se resiente de su canto escandaloso
que compite con las notas desparramadas del acetato

Mi tío César está de fiesta
el amanecer se anuncia en el horizonte
con una luna de sangre
que me hace llorar todavía
¡Siempre es posible que se caiga el cielo!
Que nadie duerma
que los ojos acompañen la alborada
Suenan los acordeones
y mis hermanas siguen revoloteando
mariposas en torno al fuego de los años dulces
Los gritos se prolongan en un ay ombe
que nace muy adentro
Las lágrimas me abrasan en el sueño
Hay algo premonitorio
en esta danza de hombres sudorosos

Una cierta cuchillada sin nombre
el pulso tembloroso de un rayo que escruta el cielo 
Mi tío César gira poseído de licor
en el epicentro de la rumba
una marioneta despeinada en un solo de tambores
La botella va y viene
salta mano a mano
uno y otro trago
Boca a boca se consume
en un largo beso colectivo
en un abrazo de mocos hermanados
El compadre Chepo anega la espera de un hijo
prometido en la baraja
Raulito Moncada se arranca con las uñas
un dolor de sangre reposada
y Emel que libera su carcajada de plátano maduro
Hay caldo para bajar tanto aguardiente
La risa como un escarabajo de colores
aletea por todos los rincones

Mi tío César está en su carnaval meridiano
pero no cae
resiste la borrasca como una ceiba milenaria
ebrio de música, caldo y aguardiente
mira a lo lejos un firmamento que se viste de naranja
cada vez más claro
más expuesto al amarillo
El viejo se desbarranca arrullado por el sueño 
madre atiza la fogonera
los leños de quebracho se astillan
revientan en copos luminosos
la llama sigue crepitando
y en la olla hierve un vientre de sancocho
Se anuncian visitas, amores, peleas...
el año que se va, el año que viene
un calendario de fiesta y cosecha
la saturnal campesina que mi tío César ya no espera
Rompe los zapatos en la rueda del parrando
rompe la vida a los veintiocho
es el caballo golondrino
en la mitad de un corral humano
El relincho amanece en sus labios
como una promesa de amor distante
Vive la última fiesta
Las sombras que apaga el sol mañanero
encuentran de nuevo el camino a casa
saltando de piedra en piedra
sobre un arroyo teñido de sangre


DOS

Es domingo en Chimila
diecisiete de octubre
mi tío César corre con zancadas de caballo alebrestado
con toda la sangre empujándole las piernas
perseguido por una jauría verde oliva
cercado por la lluvia que se empoza en la garganta
es un potro alazano que niega toda rienda
El golondrino se pone sus cascos familiares
y hace retumbar los callejones con su estrépito de herraduras

Ay, Chimila, quién te ha visto en el preludio de los aguaceros
Quién conoce tanta sombra bajo los almendros

Corre entre la música de la tarde
que apaga un enjambre de rabiosas balas
con los dientes remangados
la espuma se condensa en las bocas
un grito sin desgarro
una lágrima que acompaña su veloz marcha
una cruz que rasguña el aire
un sortilegio
un ángel que cierra los ojos
un tahúr jugándose la vida en la carrera
La última evasión
la única respuesta
Toda la existencia puesta en las canillas
Recuerda la embestida de un toro en el potrero
huye con la fuerza de zancas juveniles
la brisa le rompe las alas del sombrero
pierde la camisa, pero salva la frontera del martirio.
Ahora se atraganta de polvo y viento
tratando de llegar primero
aferrarse a una cruz de palo verde
esperar el primer canto de los gallos
y derrotar al diablo en un cruce de caminos

Ay, Chimila, quién te ha visto desde los altos corazones
Quién conoce tanta sombra bajo los higuerones

Corre mi tío César
y yo escucho fútbol en la radio
Los sobrinos se alejan por la carretera
Le hemos dejado solo
con sus piernas a prueba de muerte
desandando sus caminos
enfrentando la rabia de los enemigos
abofeteando los uniformes con su risa de novillo
gritando que este es un país libre
y yo voy adonde quiera

Las aguas se precipitaron de un salto
atisba la amenaza
lo encadenan
lo fustigan a patadas
El caballo golondrino despierta en un botalón antiguo
el miedo ancestral le espolea los ijares
la calle es una estepa alfombrada de verdura
revienta las amarras
y eleva sus patas al sol
despliega las alas
bordea las nubes
escupe desde arriba
devora la fragancia de las buganvilias
se lanza al infinito
tachonando de colores la calzada polvorienta
ahí va el golondrino
vence la talanquera y esquiva los disparos

Ay, Chimila, quién te ha visto con la sangre en los colmillos
Quién conoce tanta sombra bajo los tamarindos

Una exhalación
un espabilar de velas
un instante que revienta todos los relojes
un grito que detiene el bamboleo de las sillas mecedoras
un repique de campanas
corre mi tío César
veloz hacia la nada
al encuentro con un beso de fusiles
que relamen la rodilla
y destrozan los huesitos del metatarso izquierdo
El asfalto que recibe la caída
y una mancha púrpura le sigue
otro disparo le crucifica el pecho
y se retuerce en el centro de la ronda
suena la música
y se transporta a una fiesta de azahares
los rostros conocidos miran su agonía
así se matan los perros, grita el comandante
pero el caballo golondrino sigue galopando
bajo un aguacero torrencial de octubre
que lava sus heridas
y con su sangre riega los jardines
y no se detiene en el tiempo
y penetra la memoria
y de dos saltos terribles, desafiantes
se instaura en el poema y se hace palabra caminante.


[Publicado originalmente en el poemario "Memomía", 2011].


domingo, 28 de enero de 2018

Los venideros o sobre los riesgos del amor libre y la escritura automática o sobre lo que pasa con tu vida de escritor cuando llegas al tercer piso y no te han invitado al festival de poesía de Medellín

Los venideros es el título de una antología de poetas sureños editada por el Colectivo Surgente, pero también podría ser muchas otras cosas. Por ejemplo, unos seres de luz. Una raza alienígena en eterna lucha contra los gramáticos, los supersayayines y los payasos de restaurante. Fácilmente identificables porque andan despeinados, desgalamidos y cargan unos celulares con inteligencia propia. Los celulares, valga la aclaración.

Los venideros podría ser el nombre de un pequeño motel donde no corra el reloj ni, pasada una hora, la administradora quiera tumbar la puerta. Siempre es una señora con unos kilos de más y una cara de pocos amantes, así como quien ha pasado muchas navidades y pocas nochebuenas, quien en venganza por su mala vida golpea con saña la puerta de los mancebos demorados.

Los venideros también pueden ser esos familiares que vienen de lejos, te desalojan de la cama y te mandan a dormir con tu hermanito menor. Las estadísticas para el posconflicto dicen que estos venideros han desplazado por más de una noche al 90% de la infancia de este país y de allí, de esas noches incómodas, de patadas y lucha a cara de perro por un pedazo de cobija, por al menos uno de los cuatro tigres de la manta, más una pizca de lectura de Benedetti y muchas canciones de Romeo Santos, surge una entidad mórbida llamada el poeta venidero.

El poeta venidero, entiéndase varón y mujer, es un pobre poeta que ni siquiera hizo carrera para pobre común y corriente, sobre todo corriente cuando le acechan los acreedores, que está convencido que la poesía sí paga o, por lo menos, paga más que otras labores mucho más heroicas como el mototaxismo, la venta por catálogo de productos Avon o el oficio de pasear morrocoyas.

Los venideros son poetas del Porvenir, o sea de ese barrio usmeño que queda ahí más arribita de Altavista. También pueden ser del Porvenir II sector, pero esos son más barrocos y rococós, en tanto han pasado media vida imaginando formas de trabarse con unos sparkies, lo que técnicamente se llama empeparse.

Los poetas venideros, viniendo a cuento, no vienen a la poesía. La poesía es la que los desencama y los convence de que existe un lenguaje que va más allá de las palabras. Sí, los manoseos.

En un país de godos, los venideros son los godots, así con te de tejemaneje, de la poesía. El público los espera, saliva de expectativa, se come las uñas a falta de algún sanguchito y ellos liándose con alguna metáfora o con un bareto.

Los venideros escriben muy poco, porque son demasiado sexis para el oficio. Según las últimas cifras del Dane tienen tanto atractivo sexual como los choferes del SITP o las impulsadoras de Herbalife.

Los venideros son poetas malditos, pero no malditos geniales, sino malditos verdaderamente estropeados por la vida, que se roban el wifi del vecino y sueñan con tener una musa que los inspire o, cuando menos, una moza que los mantenga.

Las lenguas viperinas afirman que los venideros han sido arruinados sistemáticamente por tragos nobles como el coco chévere, el moscato pasito y el vincoca. Por eso la recomendación es que si van a tomar, no escriban. Y si van a escribir paguen primero la ronda o empeñen la cédula.

El poeta venidero, a diferencia del poeta clásico, no usa palabras como atanor, fallebas, mamparo, radiobaliza, arcén, verdín, musher o gurrupleta. Su lenguaje no tiene nada que envidiarle al de doña Gloria, la del Metrocable, la poeta que sí lo mama en reversa. Por eso, la crítica especializada los califica como poetas sefardíes, o en su defecto, poetas séfiros, sátiros, sinsontes, zócalos, epicíclicos, traslúcidos o chuchumecos.

Está demostrado que a los poetas venideros, como a los niños y a Rafael Novoa, les encanta el Sun Tea. Al punto que han inventado el verbo suntear, el cual conjugan así: yo sunteo, tú sunteas, él suntea y hasta ahí. Está visto que la papeleta de dos litros no alcanza para que nosotros, ustedes y ellos alcancen a suntear.

Hay quienes dicen, incluido el presidente Juanpa, que esos tales poetas venideros no existen. Otros criticones afirman que los venideros desde que pusieron en práctica la política del amor petrista han quedado literalmente petrificados y que ya no producen ni un verso, ni una rima, ni una lástima.

Finalmente, una recomendación, no te enamores de un poeta venidero, ni de los otros tampoco, o tus hijos tendrán orejas de elfo, bigotes femeninos y cola de marrano o, lo que es peor, cola de Kim Kardashian.

miércoles, 17 de enero de 2018

La intuición del estar vivo

El artista sureño, al menos como concepto, nos llena de asombro. Un fenómeno capaz de convencer a los escépticos, a los teóricos del determinismo y a los profetas de la pornomiseria. Hay algo ahí que nos obliga a descentrar la mirada de la obra en sí, aislada del mundo, y más bien fijarla en los creadores. ¿Quiénes son esos sujetos que sujetan el pincel y los colores y las palabras y las formas? ¿De qué extrañas aguas emponzoñadas han llenado la mirada? ¿Qué les mueve a hacer una apuesta casi siempre a pérdida? Uno podría ensayar hipótesis, elucubraciones economicistas, reduccionistas a priori, pero en vez de eso, más bien vamos a hablar de un botón en su compleja complejidad.

John Eduardo Castiblanco, más conocido en los altos fondos del arte local como Kenshin Himura, como el samurái de un manga, es un ejemplo que ilustra la cuestión de cómo echa raíces el arte allá donde los recibos de servicios públicos vienen con subsidio estratobajero.

Conozco al personaje en cuestión hará unos ocho, siete, diez años, qué importa. Nótese que escribo personaje en vez de persona, porque Kenshin Himura es la primera creación del artista Castiblanco, una criatura que terminó por adquirir vida propia. Ha muerto el hijo de vecina, viva el artista. Por entonces, tal vez 2010, ya superada la barrera de los treinta años, John Eduardo no era lo que dice un artista, quizá tampoco pensaba serlo. Lo suyo eran el cómic, la patineta, el ambientalismo y las clases de ciencias sociales que dictaba en un colegio de barrio popular. Era el profe Castiblanco, cuando ser el profe era chévere y hasta sexy y todavía profe no era una palabra para nombrar técnicos de fútbol. No falta sino ver que su tesis en la Universidad Distrital iba sobre el proceso independentista haitiano. ¡Imagínense algo más alejado de las artes plásticas! De Toussaint L'Ouverture a Toulouse-Lautrec hay mucho margen, mucha vida. Ya entonces dibujaba cómics a lo nipón, matachitos de los tantos que esbozan millones de chavales alrededor del mundo. Mucho ojo grande, pelo en rebeldía, chicas de figuras estilizadas, que poco tenían que ver con la idiosincrasia de la saporrita sureña. Un arte hecho sobre moldura y papel calcante.

Era evidente, tal vez lo sigue siendo, que ese camino no conduce a Roma, que a la vuelta de la esquina el pintor en ciernes se estrella con el letrero del Private Property, Not Trespassing. También era evidente que Castiblanco dibujaba por puro placer, por mamar gallo, por tomarse a broma la vida.

Y entonces, si esta historia venía bien, qué pasó, dónde se torció todo. ¿De dónde le vino al susodicho ese afán del arte, esa urgencia por crear una obra que ya está ahí, al alcance de la mirada, reclamando su espacio, tocando la puerta de las galerías? No soy quien va a conjeturar respuestas al enigma, pero creo con claridad meridiana que todo ha sido un camino de aprendizaje empírico, el clásico método del ensayo y el error. Prueba, fracaso, más pruebas, insistencia, hasta que por algún lado suena la flauta. Un primer acierto, una sola nota bien y todo se desencadena. Un pequeño paso en la dirección correcta y el creador encuentra su hilo de Ariadna. Lo demás es trabajo en serio y en serie. Soplar y soplar el vidrio caliente  hasta que la botella tenga forma de botella, de cáliz de la amargura, de lámpara de los deseos. 


Lo que vino después, el vino, es lo de siempre. Puertas que se abren, el establecimiento que bendice, valora, categoriza todo lo que crece salvaje en los montes, los hierbajos que se domestican en el jardín de las curadurías, el silvestrismo legitimado. Pero, mientras eso pasa, mientras la segadora del campo artístico, tan presta a la burocracia, no haya nivelado todas las espigas, estamos ante un arte que surge de la entraña de un hombre que, como suponía Borges, quizá es todos los hombres que habitan estos territorios al sur del sur.

Adorno dijo que nada en el arte contemporáneo es evidente y que esa es la mayor evidencia de su existir. Pasa eso con las obras de Kenshin Himura. ¿Cuánto hay en ellas de artificio, cuánto de artesanía, cuánto de juego de niños? Quizá hay de todito, como en cualquier miscelánea, máxima creación del comercio barrial. La miscelánea junta esto y aquello y aquesto. La novedad con la tradición, el exotismo con la ropa de todos los días. El barroquismo de su arte deriva de la práctica popular de la mezcolanza, del salpicón, el refajo, el tuti-fruti, el calentao, el sancocho trifásico. Su estética es eso y un poco más, una sumatoria de técnicas, de materiales, de estilos. Una apuesta que es todo movimiento, salto de matones, agua que si no se mueve se pudre. Ahí radica su excepcionalidad, ahí también su peligro.

Ahora recordemos, es importante hacerlo, que el artista en ciernes se hace a golpe de riñón, que su intuición creadora le viene de una infinidad de vertientes, sin pasar por la apisonadora de las academias. Y para un artista que bebe de todas las fuentes, un poco de cómics, otra pizca de videojuegos, otro tanto de cine caspa, pero también de cine de autor, de la música rockolera, la oralidad que sobrevive entre las baldosas, el cotidiano del barrio y la tienda y el salón comunal y el jardín infantil, iglesia y potrero y guaro y fotonovela, todo eso que es la vida en este sur de aullido y soponcio encuentra expresión en una obra que se resiste al calificativo en cuanto lo que gana para sí es una totalidad de la existencia, sin orden, agolpándose en los callejones, en los patios, en las escombreras donde el óxido lo tiñe todo de ruina y reciclaje.

Así pues, el trabajo de Himura, porque el arte es sobre todo trabajo, sin esperanza y sin pausa, pasa por depositar un voto de confianza en el espectador, el que mira y ve lo que quiere o buenamente puede ver, el vecino que pasa frente al cuadro, que vitrinea, pare un poquito, pille esta vuelta, venga y le digo. Oiga, mire, vea. Vea como el título de aquella revista de kiosko convencida de la facultad de mirar que tiene el hombre del subsuelo. Y es seguro que ese hombre, esa mujer que ve, algo siente, algo vislumbra, quizá una imagen descolorida entre el chiquero, ese rostro familiar a contraluz, un recuerdo de otro tiempo que salta de la memoria al cuadro y lo llena de olores y sabores y retacha de figuraciones propias. 

Y así hasta el infinito. Su obra no es más sino la vindicación de la confianza en que el arte, cuando es arte verdadero, es siempre un encuentro con ese otro que también es el mismo, un diálogo en que todos somos uno en el rito antiquísimo de una mirada común que es tiempo congelado en las venas. 

Eso me parece que es. Eso es.   

miércoles, 26 de julio de 2017

Siempre viva, siempre usmeña


Yenny Perdomo  nunca se fue de Usme.

Hay personas así, imprescindibles, que luchan y luchan y vuelven a luchar, hasta que un día la muerte los sorprende en el oficio, sacando sus castañas del horno, maquinando los días venideros, haciendo caminos con sus pasos. Entonces, la muerte, esa amante loca, apura de dos sorbos grandes su vida, pero ellos no se van, no se entregan, no se dan a la tierra tan fácilmente. Resisten hasta donde es posible la resistencia y caen, como los árboles añosos, de un solo golpe, sin aspavientos, para ni siquiera dañar los tallos nuevos con su caída.

Hay personas así, que no se van porque no les viene en gana y Yenny era de esas, por eso nunca se fue de Usme.

El camino no fue fácil, nunca ha sido fácil si naciste al sur del ecuador capitalino, si la bienestarina forjó tus huesos, si supiste desde temprano que eras de los más, de los nadies, de los que apenas tienen sus sueños a cubierto de los aguaceros. El suyo, ser artista plástica — ¡Madre de dios! ¡Niña, pero cómo se te ocurrió tal despropósito!— en un tiempo en que nadie quería, ni pensaba, ser eso. Cuántas veces te dirían que los artistas se mueren de hambre, que mejor otra cosa, un oficio dinerario, una carrera tecnológica en el Sena. Pero no, viviste lo suficiente para demostrarte, para demostrarles, para demostrarnos, que la muerte no era el arte, que el arte era la vida.

Después hizo de todito, sin huir a ninguna parte. Porque Yenny, amigos míos, nunca se fue de Usme.

Por sus obras la reconocimos. Un día cualquiera de un año olvidado amanecieron sus estructuras metálicas, en hilera sobre la avenida, llenándose de barro y tiritando de frío, sorprendiendo al transeúnte, una fractura en el hueso poroso de la calle, el humo y el tráfago cotidiano. Entonces, Jaime Barragán me contó de ella, de la ferretería familiar, del trabajo para extraerle la belleza inconsciente al metal. Y también me contó que ahí estaba, al alcance de media cuadra, porque nunca se había ido de Usme.

Después nos conocimos, no sé cómo, no sé cuándo. En una de esas. En algún mitin, reunión, debate, foro, festival o francachela. Sin presentaciones. Y coincidimos en ideas, en trabajos, en proyectos. Algunas veces nos tomamos unas cervezas con todo el parche, otras veces un tinto en su casa, otras más, en la emisora. Y hablábamos de las cosas que se hablan al amparo de la neblina, un poco de lo tuyo, otro poco de lo mío y un poco más, ingenuamente, de cómo cambiar el mundo. Y siempre, sin afugias, de esta Localidad que sentía como su casa, un nido que le dolía adentro, al que le quemó tantos años, porque, perdonen que me repita, Yenny nunca se fue de Usme.

Alguna vez nos encontramos en el pueblo y fuimos hasta la casita que había comprado en la vereda La Requilina. Entonces, soñaba construir algo así como un refugio para artistas del mundo, un albergue de libertad en torno a los sembradíos de arveja. Antes o después, empezó su trabajo con los campesinos, porque cada vez se iba identificando más con las botas, la ruana y el sombrero. Ya no quería vivir en Santa Librada, sino allá arriba, con otras mujeres y esa otra familia que le abría su alma de par en par, cada vez más cercana al polen y a las raíces.

En el último tiempo, se hizo el silencio. Ya no supe nada de las cosas en que andaba, pero la imaginaba allá, en lo suyo, lejos del mundanal ruido, incluso del arte, construyendo de otras maneras, sembrando nuevas cosechas. Hasta ayer que la fatal noticia me pasmó la sangre de asombro y me llenó el pecho de sombras.

Ahora que lo pienso y que lo escribo, concluyo que, a pesar de todos los pesares que sumados son la vida, hay algo elemental que palpita en su memoria, que dice de ella más de lo que dicen mis palabras. Lo evidente, lo que se hace necesario comprender en su sentido más radical y profundo es que ni siquiera la muerte la alejará de nuestro lado.


Porque vos, Yenny Perdomo, nunca te fuiste de Usme. Nunca lo hiciste. Nunca.

viernes, 3 de junio de 2016

El retorno de los escarabajos

Urán, Chaves y Quintana. (Fotografía: Colombiasport)
Hubo un tiempo, por allá en los ochenta, cuando los escarabajos enamoraron a Europa. Pocos sabían en el pelotón de dónde habían llegado, pero había rasgos que les caracterizaban. Un color de piel aindiado, unas fisonomías obreras, un hablar bajito, monosilábico, que rehuía de la cámara. En un principio eran un exotismo que se permitía cualquiera de las grandes vueltas. Pero, pronto, muy pronto, después de que Alfonso Flórez reventara los pronósticos del Tour de L’Avenir y Pacho Rodríguez subiera a un podio de Vuelta de España con el que nadie contaba, tras un par de exhibiciones soberbias cuando la carretera iba cuesta arriba, se prendieron las alarmas. ¡Cuidadito con los colombianos! Hinault fruncía el entrecejo, Delgado miraba de reojo, Lemond cuidaba su rueda.

Aquellos primeros años fueron de fiesta, incluida una ronda española de Lucho Herrera. Los amantes de la bicicleta neutrales los amaron enseguida. ¿Cómo no les iban a querer si no más había que ver con qué entusiasmo dinamitaban las carreras? ¿Con qué valentía se lanzaban a ataques suicidas sin respeto por ningún nombre o camiseta? ¿Con qué ganas se atragantaban de nubes en Los Alpes o se rompían la cara en esas bajadas diabólicas cubiertas de nieve? ¿Cómo no les iban a querer si llevaron una emoción de trópico y panela a unas carreras de tres semanas donde primaba el respeto y nunca se alteraban las quinielas? No más hay que ver cómo aquellos desarrapados venidos de quién sabe dónde le rompían las piernas a los grandes capos y cómo un Hinault fatigado le rogaba al jardinerito de Zipaquirá que no arrancara, que lo esperara, que de por dios no le hiciera eso, en un tour donde los meros criollos demostraron que era humano y atacable. O cómo sólo las motos pudieron contener a un Fabio Parra desbocado rumbo a la meta en el tour del 88 y cómo Reynolds tuvo que negociar con los rusos para evitar que el mismo Parra les arrebatara una vuelta a España del 89 en que los colombianos de Kelme y Postobón daban exhibiciones un día sí y otro también. Pero aquella épica acabó pronto, en los temprano noventa, después que Indurain, el último grande, fuese humillado por un cuarentón Bjarne Riis que iba hasta la coronilla de sustancias. Entonces, el cielo de las bielas se cubrió de nubes muy negras, se contaminó de tóxicos y jeringas y dinero. Y en esas, perdieron los escarabajos y perdió el ciclismo.

Aquellos fueron los años oscuros de Pantani, Ulrich y, sobre todo, del texano Armstrong. Años en que corredores del montón se tornaban, de la noche a la mañana, en máquinas de acumular triunfos y millones, como nunca se había visto. Y el ciclismo profesional se hundió tanto en la miseria moral que cuando la Operación Puerto empezó, hace diez años, a destapar toda la maraña de corrupciones y los que habían guardado silencio empezaron a cantar, la verdad fue emergiendo de a poco y esa verdad era tan incontestable y tan mugrienta que el oprobio les cubrió a todos. Tanto que, por ejemplo, a Armstrong le quitaron sus siete títulos del Tour de Francia, pero la UCI no pudo adjudicárselos a nadie más, porque se sospechaba que los siguientes en la clasificación iban tan dopados como el primero. Entonces, declararon aquellos siete tours desiertos, como si nunca se hubieran corrido, como si fuera necesario desde los escritorios borrar la historia de un solo manotazo. Entonces vino la purga, el mea culpa, las sanciones. Y de aquella noche horrible también vino la salvación para un deporte en el que ya nadie quería creer.

El ciclismo de ahora, ese que en los últimos años ha visto surgir a una camada de todoterrenos como Nibali, Froome o Nairo, es un deporte renovado y, al mismo tiempo, antiguo, ochentero si se quiere. Las carreras retoman el lustre de antaño y los aficionados vuelven, entre desconfiosos y esperanzados. Y en la carretera se siente una sana emoción que hace tiempo no se sentía, porque sobre la bicicleta ya no viajan atletas frankestenianos, sino hombres de carne y hueso y lágrimas. Nadie volvió a ganar ninguna de las grandes vueltas con las minutadas de Armstrong y compañía, sino que hay pelea y caídas y sufrimiento y azar. Así, por ejemplo, las últimas versiones del Giro, la Vuelta y el Tour solo se definieron en la penúltima etapa y nadie las ganó con fuerzas de más. Hay qué ver cuánto sufrió Froome en Alpe d’huez, aun arropado por los espartanos del Sky, cuando Nairo y Anacona soltaron uno de esos ataques que quedan para los libros de historia; o cuánto sufrieron Aru y los astanas en las sierras de Madrid para dejar en la cuneta a un joven Doumolin sin equipo; o cuál fue la cuota de sudor y pena con que Vincenzo, el tiburón de Messina, se adjudicó un último Giro que siempre parecía estar más y más lejos, el que nunca agradecerá suficiente a la mala fortuna de Kruijswijk y a la mala salud de Chaves.

En esta época de un ciclismo limpio, competido y competible, es que los escarabajos tienen una nueva oportunidad sobre la tierra. Pero ya no son los mismos corredores ingenuos de los ochenta. De aquellos campesinos que tenían problemas para expresarse en español y que se alzaban como cóndores en la montaña para sucumbir como palomas en los abanicos, queda más bien poco. En la travesía por ese largo desierto del planeta Armstrong, los ciclistas criollos aprendieron muchas cosas y se hicieron más peligrosos y más sabios. Aprendieron a ser capos de equipos World Tour. Urán, Chaves y Nairo no son simples gregarios en equipos de segunda línea, sino superatletas con mucha gente que trabaja para ellos, empezando por los ocho del pelotón que les llevan en volandas. Aprendieron a guardarse energía para las batallas definitivas, a correr con inteligencia, a solventar con dignidad las pruebas contra el reloj. Y también aprendieron a estar un paso más allá de la humildad, que tantas veces se confundía con provincianismo. No más era un gusto ver al chavito Chaves en el Giro manejar los medios como si de un experto relacionista público se tratase. Les hablaba a los italianos en italiano, a los españoles en español y a la prensa global en inglés, siempre con una sonrisa y un discurso que distaba años luz del saludo al patrocinador y a la familia, señas de identidad de los viejos escarabajos.

Y lo mejor es que detrás de esos tres gigantes viene una nueva camada de escarabajos en proceso de metamorfosis, ciclistas que cada vez se parecen más a los deportistas élite del mundo mundial que a aquellos muchachos de cachetes colorados que alegraron nuestra infancia y nos hicieron sentir el corazón lleno de un orgullo patrio que se jugaba pedalada a pedalazo. Son otros tiempos, sin duda, es otra historia, pero los amantes de antaño y los recienvenidos seguro vamos a estar ahí, alentando a los nuestros, ondeando la bandera del juego limpio y sintiendo la emoción de ver a esos hombres que, dueños de una dignidad a prueba de kilómetros, luchan en sus caballitos de acero contra todos los elementos.