martes, 26 de julio de 2011

El primer paso




Debo a la conjunción de una imagen y unas paperas el nacimiento de un gusano de guayaba. La imagen fue llegando durante nueve noches seguidas de fiebre estridente, cada vez menos frugal, más delimitada. Las paperas las pesqué sin querer queriendo, como la mayoría de las cosas en la vida, que aterrizan sin estar programadas en nuestra agenda mental a corto plazo, pero cuando aparecen, lo revuelcan todo. Me levanté un domingo que debía ser de guayabito normal con la papada hinchada, sólo bastó verme en el espejo para saber que no había vuelta de hoja, que la consabida enfermedad había estado incubando en mí, como un alien terrorífico, pero que hasta ahora se hacía presente.

No tuve que ir al médico para confirmar la sospecha, el poder de la primera intuición bastaba para afirmar lo que después se hizo evidencia irrefutable. Y de repente el mundo se detuvo. Todas las actividades se borraron de la agenda, las reuniones, las tareas, los trabajos, los encuentros, los relojes se desvanecieron, quedándome solo con los restos en las manos de eso que uno llama la vida normal. Si acaso tuve tiempo de caminar los veinticinco pasos que hay de mi casa hasta la puerta de Cristina para compartirle mi suerte. Me propuse no visitar ningún matasanos. 

Detesto a los médicos, al sistema de salud, a las filas, los papeles y las esperas para que la final te digan lo que tú ya sabes que tienes y te manden lo que ya sabes que te mandarán: el milagroso ibuprofeno. Así que hice el ejercicio, tan común por estos tiempos de virtualidades, de mirar por Internet todo lo que se debe saber sobre la enfermedad, mejor eso que enfrentarse a ojos cerrados a lo por venir. En medio de esa primera fiebre de domingo por la tarde me sentí como Gary Cooper en Sólo ante el peligro (High Noon, 1952), sabiendo que el mal viene en el tren del mediodía y que la huída no es posible. En ese sentido casi que me preparé (resigné) para lo que serían mínimo dos semanas de quietud y muerte a manos de un enemigo invisible, dúctil, que migra entre glándulas y que en adultos tiene el 50% de posibilidades de atacar otros órganos como los testículos o el páncreas. No quedaba de otra que aferrarse a las posibilidades, sabiendo como siempre he sabido que la ley de Murphy juega a mi favor no se me hizo raro que el lunes amaneciese con una güeva hinchada, luego vino la otra. 

Terminé, no sin dificultad, un texto que estaba editando y luego sí me dispuse a morir de una enfermedad que no me mataría. La fiebre no se hizo esperar. No tengo idea de cuántos grados alcancé, pero seguro fueron tantos como es humano soportar. Los días se empezaron a repetir idénticos y las noches inadjetivables. Por mi mente pasaron las imágenes dantescas del infierno, deliré, vi cosas espantosas, otras policromías entre Quiroga y Poe de locura, amor y muerte; me tropecé con hombres que desde hace tiempo caminan bajo la tierra y llegué a estar convencido una mañana de haber perdido el sentido de la realidad. Puedo escribir que pasé seis días seguidos sin que el escalofrío y la fiebre cedieran un milímetro, cada vez más tenaces y devoradores, me estaba quemando a medianoche y al mismo tiempo un frío polar me corroía los huesos. Entonces me ensopaba en sudor como un caballo de carreras y se me venía un dolor de cabeza que me trepanaba el cráneo. 

Con la garganta constantemente reseca, la temperatura corporal más caliente que la cosa política bogotana y una cadena de dolores más extensa que el prontuario de los Nule, se me fueron yendo las noches en pensamientos superfluos, en vaguedades sin sentido, en kilómetros de gasas que jugaban con las luces mortecinas de la oscuridad, cual los usados por Visconti en la recreación de las Noches blancas (Le notti bianche, 1957). Y entre tantos chócoros que se inventariaban en mi cajón de costurero, se me fue haciendo evidente la idea de que lo mío era un constante devenir entre los islotes de la enfermedad y las aguas malsanas de los accidentes. 

Entonces, entre relatos de mi madre y los recuerdos propios, supe que de niño casi me mata la alferecía, que un clavo incrustado en un poste me rayó el parietal derecho dejándome una zanja blanca donde no volvió a crecer el pelo (como los rastros del caballo de Atila); y que un amago de poliomielitis me dejó las piernas torcidas y lo que parecen ser dos tobillos en lugar de uno, que siempre me hacen caer en las situaciones más pendejas, de esas caídas sumo una decena de luxaciones. Después tuve una fiebre reumática que me dejó un tiempo privado de caminar, luego vino el sarampión con sus caldos de leche con boñiga de vaca para que brotara rápido.

Mientras, se me acumulaban los pequeños males, las gripes mortíferas, tantas veces rayando con la neumonía; los dolores en los huesos, el codo derecho que siempre se salía de lugar, las jaquecas que me hacían llevar a todas partes un frasquito con las gotas de novalgina, los dedos de la mano que se torcieron con el tiempo, un frenillo que me hizo lengua de trapo y los accidentes derivados de la práctica del fútbol, que iban desde la simple insolación, hasta las contusiones, las raspaduras constantes en las rodillas o las dislocaciones más serias. Mi mamá odiaba que saliera pa’ la cancha, porque acababa los únicos zapatos que tenía para ir a la escuela y sobre todo porque cada domingo variaba el dolor de atención. Y era seguro que siempre llegaba muriéndome a la casa, pero no me valía porque el siguiente domingo volvía a estar muy temprano en el peladero, con la ropa limpia y dispuesto para otra maratón de futbolito. 

En esas, fui creciendo entre dolores y golpes bajos de la vida campesina. Un día me picaron las avispas y en la carrera me caí sobre un tronco que me abrió en pecho una cicatriz hasta curiosa; otro día mi hermana mayor me quemó con un mazacote de plástico hirviente dejándome lunares eternos marcados en el torso; en una ocasión me picó una araña venenosa que se había refugiado entre mis botas y en tres ocasiones fui víctima de los aguijonazos de negros alacranes, pero siempre escapé a tiempo de las serpientes peligrosas, de esas para las que ni siquiera el suero antiofídico es buen antídoto y que mataron a muchos conocidos, entre ellos a Alvarito Meza, un chico con el que jugábamos en el mismo equipo de fútbol y que fue mordido por una mapaná mientras volvía a su casa después de un domingo de campeonato. Alvarito, que era el novio de mi hermana Araminta, se llevó entre su ataúd las camisetas sin estrenar de medio equipo con los colores del tiburón. 

Mi accidente más serio también se lo debo al fútbol, jugábamos en una cancha enlagunada en el colegio, me caí sobre un guijarro que me rompió el cuero cabelludo y me afectó una arteria, la sangre se vino a grandes chorros que me bañaron en un segundo, los compañeros me llevaron a mi casa y de ahí a donde Gómez, un veterano enfermero homosexual odiado por todo el pueblo porque el cura una vez lo acusó de pervertir adolescentes. El viejo me salvó la vida, pero creo haber perdido toda la sangre de entonces. La recuperación de la anemia derivada fue más difícil que soportar la mamadera de gallo en el colegio porque ahora dizque era “el mozo de Gómez”.

Después, me pegué un machetazo a la altura de la rodilla derecha que me tuvo incapacitado el tiempo suficiente para leerme El Quijote, pero que me dejó impedido para arrodillarme, un motivo extra para hacerme agnóstico. En Aguachica, una camioneta me estrelló, sin arrollarme, y extrañamente no me partió la pierna, aunque me desgarró todos los músculos de la rodilla hacia abajo. En Bogotá me recibió, tan pronto llegar, un reumatismo severo, luego vino la varicela en época de exámenes finales, una lumbagia crónica que me derribó un tiempo, una parálisis facial que me dejó cierta descompensación estética a un lado de la cara, una infección en las vías urinarias que me puso a mear sangre, y mejor no cuento lo del priapismo. 

También soy superviviente del conflicto colombiano, viví desde adentro las incidencias de la guerra, crecí viendo pasar las balas, como la protagonista de cierta película japonesa (Love exposure, 2008). Un día al salir de un partido, unos sicarios dispararon contra un hombre que caminaba a mi lado, el tipo se fue de bruces con el cráneo reventado y yo sentí que el ángel de la muerte me había rozado con una pluma negra. Todavía tengo esa impresión. En mi época de estudiante, las balaceras entre Ejército y guerrilla se libraban a menos de 100 metros de mi casa, y fui desfilando frente a cada civil recién baleado. Un día, mataron a mi tío Cesar y ya nunca volví a ser niño. Después vino el terror paramilitar y ocurrió que estando de vacaciones, fui interceptado e interrogado durante media noche por tres tipos diferentes, pero siempre con preguntas parecidas. Mi primera ventaja: decir siempre la verdad. Mi segunda ventaja: no pensé que fueran paramilitares, si no el miedo seguro no me habría dejado hablar. 

Tiempo después conocí la cara más cruda del conflicto, viví la experiencia de dejar matar a un hombre sin hacer otra cosa que guardar silencio; enterrar a otro en un estado tal de descomposición que todavía tengo su olor impregnado en la nariz; pasar muchas veces por el retén de los paras con el miedo constante a quedarte para siempre; ver a un hombre dejado por muerto por la guerrilla levantarse con el pecho destrozado y caminar kilómetros en busca de ayuda; encontrar un villorrio habitado sólo por cerdos, burros, gallinas y perros porque la gente había huido esa mañana de prisa y con lo primero que el miedo les dejó empacar.

En fin, puedo escribir que he conocido todas las formas del miedo y que he muerto unas tantas pequeñas muertes que me han traído hasta aquí. Hasta estas noches de fiebre en una ciudad distante en que me cuestiono por la vida y por el mundo. He pensado en todo ello durante estas largas desveladas, he reflexionado sobre el valor de la memoria y la necesidad de escribir, de contar lo que ha sido una vida pasada entre la enfermedad y la borrasca. Entonces es que me vino la imagen del gusano de la guayaba, que crece donde nadie lo espera, que va comiendo su porción de la fruta, sin descanso día y noche, hasta que viene un animal más voraz que se lo consume en un solo bocado frutal, sin distinguir siquiera donde empieza lo uno o termina lo otro. Yo soy ese mínimo gusano, y este blog, mi pequeño reino de la guayaba.

5 comentarios:

  1. interesante tu manera de describir tus experiencias, aunque un poco melancolicas....

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  2. Buscando acerca de si se pueden comer los gusanos de la guayaba me encontré con esta entretenida historia, muy interesante tu forma de escribir felicidades...

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  3. Sin querer me comi unos gusanos de guayaba y buscando en internet si hacen daño, encontre tu blog, me encanto! Es interesante como la busqueda nos lleva a lugares inesperados que nos dan lindas sorpresas

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  4. Sin querer me comi unos gusanos de guayaba y buscando en internet si hacen daño, encontre tu blog, me encanto! Es interesante como la busqueda nos lleva a lugares inesperados que nos dan lindas sorpresas

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