lunes, 1 de agosto de 2011

Toda la vida al campo

Afirmaba un crítico, de cuyo nombre no quiero acordarme, que las buenas películas eran aquellas que empezaban una vez corrían los créditos finales. Aunque este no es el criterio más objetivo para calificar la calidad de una obra fílmica, debo empezar diciendo que Toda la vida al campo, tiempo después de su visión, sigue revoloteando en  torno a mi cotidianidad como una mariposa audiovisual. Esto no lo consigue apelando a recursos ya ensayados por el cine de masas, tales como las imágenes perturbadoras, los  monstruos que amenazan saltarse de la pantalla o las historias que exploran los tabúes sociales, al contrario, lo logra porque contiene una simpleza de lo cotidiano que se acerca mucho a la vida desnuda de un habitante local.

Ahora bien, si la palabra película se deriva del latín pelis que significa “piel”, vemos que, en el documental Toda la vida al campo, las personas –no personajes- dejan la epidermis en la pantalla, asumen una corporalidad que traspasa la imagen hasta ese espacio en que los cuerpos se llenan de nervios, músculos y sueños. Así, pues, el principal mérito del documental es la fotogenia de los seres que deambulan por su relato, que en términos de Jean Mitry es esa cualidad del objeto para hacerse imagen en el espacio-tiempo; una fotogenia que nace del color de sus rostros, la melancolía de sus ojos o esa risa tan desparpajada y sincera; es en esas imágenes donde el documental señala una Verdad que es la última aspiración del arte verdadero, una verdad intangible como el agua entre las manos, pero en la que radica su gracia, en este caso, el talento etnográfico y videográfico de unas jóvenes realizadoras que han entendido el valioso principio de estar sin estar, leves fantasmas tras el visor, en ese dejar ir la conversación, la reminiscencia, sin apagar la cámara, con lo cual construyen un relato en el que se ven caer las hojas y nacer los pensamientos.

En este trabajo audiovisual, fundamentado en el diálogo con los campesinos, no asistimos a la típica entrevista construida en series de preguntas-respuestas, sino que se borda el paisaje del sueño, de la nostalgia agazapada que aflora frente a la cámara cuando la gente tiene la palabra, en ese sentido se cumple lo que decía Max Ophüls en tanto “esta forma de relato se basa en el hecho de que la ligazón que hace avanzar una historia es a menudo misteriosa, puede ser la expresión de un rostro, una duda o una tonalidad de voz. Se obtiene una percepción de la complejidad de la vida que tiene algo de gozoso, aunque el tema sea deprimente o dramático”. Siguiendo esta idea, detrás de esas escenas uno presiente la actitud de las realizadoras, pacientes, tranquilas, sin apurar la búsqueda de lo espectacular, lo que, en términos de Robert Bresson, implica “respetar la naturaleza del hombre sin quererla más palpable de lo que ella es”, tentación irresistible de todos los cineastas pequeños, siempre con el apremio de que la historia que cuentan sea más grande que la vida.

La presencia de las realizadoras se mantiene a la sombra, engaña a los actores –en tanto modelos que prestan su vida al relato- y nos engaña a nosotros como espectadores, pues en algún momento dejamos de percibirla, hacemos como si no estuvieran, en tanto se limitan a la humildad de quien registra el mundo sin tocarlo, asumiendo el papel de las “espigadoras”, bella imagen con la que Agnés Varda define el trabajo del documentalista, como “aquel o aquella que recoge todos los trocitos de lo real, las briznas de realidad y que, después, tras el bricolage operado por la cámara y el montaje, debe devolverlos, listos para ser empleados de nuevo, con un nuevo sentido”. Así, por ejemplo, existe una escena de una conversación entre abuela-nieta, la anciana recuerda fragmentos de su juventud, pero habla con la otra en unos códigos que son familiares, sabemos que en esta conversación no puede haber otro interlocutor, las dos se ubican en el extremo izquierdo de la imagen, dejando un amplio vacío a la derecha, cualquiera diría que están mal enfocadas, que la toma está desequilibrada, pero en ese vacío se incrustan las montañas, el cielo azul a lo lejos, el valle del Tunjuelo que se extiende desde el páramo, como un colofón a la historia de la abuela, entendemos que ese es su espacio vital, su lugar en el mundo, sin embargo, tras la imagen queda ese fondo como metáfora de los lugares innominados, de la corriente subterránea de un diálogo que se construye de jirones, sobreentendidos, dobles sentidos y silencios; entonces lo que se intuye es la subtrama de una memoria tan extensa y tan frágil como el mismo paisaje que se reinventa en el ejercicio del recuerdo, en el eufemismo picaresco de la abuela que nos estimula la risa con su anécdota amorosa.

Ahora bien, es de señalar que el documental está dividido en dos segmentos polares, de una parte, más de la mitad del metraje se dedica a la presencia de sus protagonistas campesinos, a contarnos el “así fue” de sus vidas, de unas costumbres que se lleva con su empuje la modernización del campo. Esta es la parte que más me gusta, en ella vemos a unas personas que van creciendo frente a la cámara a medida que se adentran en su memoria, creando y recreando su pasado en un estatismo digno de los maestros de la quietud (Ozu, Dreyer o Bresson) ahí donde falla la acción, queda la palabra, pero no es el mero vocablo como signo transparente que nombra el todo, sino ese diálogo que se puebla de fantasmas, que no transmite una acción precisa, sino un estado en el mundo, la sensación de un tiempo congelado en la imagen, la instantánea de un pasado que se hace ceniza. En ese sentido, la nostalgia no es un ente que se pueda filmar, como bien lo exploraba Alexander Sokurov en una sencilla pieza documental titulada “Una vida sencilla”, la nostalgia es un estado de ánimo que traza las cotas del ser como las fronteras de un mapa, pero no deja ver los accidentes internos, los espacios de luz y de sombra, lo intangible que amenaza la realidad más concreta; es la forma en que el relato se construye con los fragmentos rotos del espejo de la memoria, en palabras de cierto nobel colombiano.

Ahora bien, estos seres humanos –porque la humanidad en el audiovisual también es una categoría estética y ética- deambulan por el documental, no se presentan como simples datos discretos, sino que entran y salen del documental, con un tempo que no es el del relato común al “modo de representación institucional” (MRI en términos de Noël Burch), por ende hegemónico. No existen voces en off, ni otros elementos extradiegéticos que delimiten su fisicidad; entonces uno sospecha que los subtítulos que anuncian sus nombres están de más, en tanto lo que su fotogenia alcanza es una universalidad no necesariamente vinculada a un lugar de enunciación usmeña; actúan como símbolos vivientes de un mundo que se pierde, viejos restos de un modo de vida que se agota, habitantes de un tempo que no se mide con los segundos que hacen valioso el tiempo en televisión, sino con la naturalidad de quien calcula el paso de la vida en el humo de un tabaco, la jornada de labranza o el ordeño de una vaca. En ese sentido, es en esa quietud donde surge la verdad del cine; cuando la imagen deja de contar el tiempo entonces hay otra cosa que atraviesa la percepción, nos adentramos en una cronotopía de lo rural, en su sentido de la historia, en su lenguaje pleno de malabarismos lingüísticos y humor cotidiano, en sus tabúes, rituales y prácticas, en otras palabras, en eso que se llamaría el patrimonio intangible de las comunidades agrícolas condenadas a desaparecer. Así, pues, asistimos al encuentro con unos héroes que se saben los últimos mohicanos de su estirpe, seres en esa transición hacia la nada, pero que no miran el futuro con rencor, ni quieren que todo vuelva a ser como antes, quizá porque comprenden que la vida fue generosa, mientras fue posible, y que ahora les llega el tiempo del relevo, una entrega de los acumulados a una generación que vivirá otras cosas, mientras el mundo sigue girando; personas humildes que saben que lo suyo fue dedicarle toda la vida al campo.

Finalmente, si analizamos el documental desde los postulados del MRI, se le pueden hallar ciertas falencias, entre ellas, creo que la más importante es el problema de moverse en la divisoria de aguas entre lo antropológico y lo sociológico. En ese sentido, es mi parecer que la falla radica en que las autoras no se decantan por una sola mirada, en tanto, de una parte tienen a estos campesinos llenos de vitalidad, de una esencia que permea su registro, que desestabiliza la narración planeada; y de otro lado la necesidad de hablar de un “tema”, en este caso la expansión urbana de Usme. En ese sentido, puedo creer que con esta idea original se acercan a los hombres que trabajan la tierra para que les cuenten lo que piensan, esperando quizá unos discursos idílicos y anti-modernos, pero se encuentran con unos seres que tienen más pasado que presente, que no están atravesados por una ideología que niega el progreso, sino que no apunta hacia el porvenir, que se aferran al azadón porque es su línea de contacto con la tierra, pero que no plantean la destrucción de las máquinas como soñaban los proletarios dieciochescos. Este encuentro inicial se diría que deconstruye su idea básica, las personas le ganan su espacio al “conflicto”, pues, mientras las realizadoras filman, van complejizando su tema, se acercan a una realidad que no es la propia y se van impregnando de una sensibilidad que después llega hasta el montaje. Pero, como al final debe existir un conflicto narrativo – típico discurso de la academia de la que vienen- pues entonces meten a marchas forzadas el tema de la expansión, se rebuscan las imágenes y ciertos personajes de papel que se ven como simples marionetas desprovistas de vida en comparación a las personas que les han precedido. Al final uno se queda con la sensación de que las autoras sufrieron una leve confusión que impide redondear el relato; una oportunidad desaprovechada para elevar a estos campesinos a su justa dignidad en el audiovisual televisivo, para tener una obra total, aunque quizá esto sea mucho pedir. Por supuesto que estas vacilaciones son excusables en los jóvenes realizadores, entendiendo que quizá en las costuras del documental se patentiza el discurso de García Espinosa sobre la riqueza del cine imperfecto. Quizá en ese sentido estamos ante una narrativa postclásica, en términos de David Bordwell, en tanto la película está llena de costuras, abierta e inacabada, como para volver al terreno a rodar una continuación de la historia; pues, en últimas, uno cree que no se dijo todo lo que se iba a decir sobre la expansión urbana y que estos campesinos, condenados a cien años de nostalgia, merecen una segunda oportunidad en el documental colombiano.

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