miércoles, 27 de julio de 2011

¿Quién es Barragán?



La pregunta surgió de una forma casi natural, cualquier día viajando en un cebollero con olor a pueblo, de esos que vienen por Lomas con todo el tráfago de la décima recién levantada, se me ocurrió que esa era una buena pregunta, quizá porque la cuestión sobre la identidad es una marca de origen de lo periférico. Así, pues, un interrogante de sólo tres palabras se convirtió en la punta de lanza de la campaña de expectativa de Jaime Barragán y en ese ejercicio de ir estampándola en muros, paredillas o postes de la Localidad, parecía que a cada nuevo golpe de spray las posibilidades semánticas de la susodicha frasecita se iban multiplicando.  
Los primeros transeúntes que se enfrentaron a los murales zanjaron la cuestión con un vacilante “Barragán debe ser un político”, pero parecía que esta respuesta dictada sin duda por el sentido común en un año de elecciones, lo único que hacía era abrir un abanico de muchos dobleces y posibilidades. Listo, convengamos en que el man es un político, pero entonces, de qué partido, por qué no sale por televisión, por qué no tiene una publicidad tradicional, o a qué aspira: a ser edil, concejal, alcalde mayor, presidente de una junta o simplemente alcalde de Usme, como nos dijo el comandante de policía del Danubio, muy poco enterado el pobre de que el ejecutivo local no se define por voto popular. 
Así que ante estas perspectivas de un orden mayéutico inacabable, era mejor dejar las cosas de ese talante. Claro, no faltó quién recurría a los muralistas con la pregunta de eso qué es o pa qué es, pero su desconsuelo era mayor cuando la respuesta era ¿usted qué cree?, típico efecto boomerang, ante lo que algún furibundo peatón nos increpaba con un “si no saben quién es, pa qué se ponen a pintar”. Una reacción muy común frente a inquietudes que pueden traspasar la esfera más cotidiana del ser y el saber, como las preguntas ¿Existe dios? ¿Qué hay después de la muerte? ¿Dónde está Javier?, o ¿por qué mataron a Betty, si era tan buena muchacha? 
Después empezaron a aparecer los que sí conocían a Jaime, los que de algún modo sabían quién era la persona en cuestión, los que llamaban a decir “he visto los murales”, como si en ello hubiesen descubierto una verdad, tan cercana a la del que cree encontrar en un meado de borracho la imagen de la santísima virgen o en el anca de una rana, seguramente no venenosa, el número en el que caerá el chance, y corre entusiasmado a contarle a su vecindario.
¿Qué significaban esas reacciones?, mi humilde idea es que Sócrates tenía razón, que creemos saber muchas cosas, que atesoramos datos, informes, canciones, ideas sobre el mundo, pero que son las preguntas sencillas las que en verdad nos cuestionan los supuestos saberes, al punto de obligarnos a repensar lo pensado, a echarle cacumen a cuestiones que pueden ser baladíes como ¿de qué color es un mango cuando no está verde ni maduro?; en ese sentido, lo que creo es que nos acostumbramos a ver a Jaime Barragán en Usme, que empezaba a convertirse en parte del paisaje de la Localidad, como la estatua de la Usminia o esos viejos comunitarios que todo el mundo los reconoce, pero ya nadie sabe dónde viven o qué hacen en su otra vida. Lo que en la campaña llamamos el lado B de la existencia.
Así, pues, aquella pregunta logró que muchos supieran que existe un tal Barragán, y para ellos ya llegará su respuesta, porque bienaventurados los pacientes, de ellos será el reino de los cielos, que los otros reinos ya los perdimos. Pero, para los que ya creíamos saber quién es Barragán, lo que nos dejó fue un poso de inquietud, ¿de verdad quién es este tipo? ¿Por qué se lanza?, luego, ¿no era un artista? ¿Por qué con este partido? ¿No dizque era liberal? ¿Quién le financia la campaña?, con lo que caemos en la pesadilla de todos los científicos, que cada vez que tapamos un agujero del saber humano, se nos abren mil ventanas. 
Pero no nos desesperemos, que algo se podrá hacer, al fin y al cabo Sócrates no se tomó la cicuta en vano. Frente a esta pregunta, lanzada al aire, en un principio sólo escuchamos el lejano eco de nuestra propia voz, los muros nos devolvieron las palabras con un efecto acústico extraño, entonces fue cuando empezó mi búsqueda de Barragán, cómo hace algún tiempo estuve tras los pasos de Nelson Cruz, con la ventaja o desventaja de que Jaime está vivo y entre nosotros, eso hace que todavía no cuaje su mitología y viva sólo en las diferentes versiones.
Me pasó lo de Shakira, que busqué en el armario, en el abecedario, debajo del carro no, porque no tengo, pero sí en el negro, en el blanco, en los libros de historia, en las revistas Surgentes y hasta en la radio. Sucedió que recordé cómo fue que en un principio Jaime me cayó mal, aún sin conocerlo, pues se me hacía odioso alguien de quien todo el mundo hablaba tantas bellezas, como que de esa gente no existe, no debería ser tan brillante el maldito. Imaginé un personaje arrogante, rodeado de su pequeña corte de aduladores, el artista en su urna de cristal paseándose entre terciopelos por las calles de Usme.
Lo curioso es que no recuerdo la escena exacta de cuando le conocí, debió ser en el año 2005, tal vez en la época de Arte en espacio público, lo que sí recuerdo es que tan pronto escucharlo también me embobé con el susodicho artista local, me gustó su forma de transmitir sus saberes, sus proyectos alternativos, su calidez humana, pero sobre todo el hecho de encontrarme con un hombre sereno en el debate, sin la intransigencia de los líderes afiebrados de estas tierras y claro en las ideas, en las que se mezclaban eclécticamente los saberes populares con los acumulados de la academia, sin que lo uno pesase más que lo otro.
Después vinieron dos proyectos colectivos, la revista Surgente y la tertulia sabatina. En esos días soleados nos fuimos conociendo, hablando de lo divino y lo humano, proyectando futuros posibles, y entonces se fue para México. Todavía me acuerdo de su despedida, hubo tanta gente, abrazos, lágrimas y parabienes, que ese día me convencí, parafraseando mal a Calamaro, que Barragán no era una persona, era un hombre atado a la gente. Desde la gran Tenochtitlán nos fue enviando sus crónicas, las andanzas del neoñero que tanto revuelo causaron entre nuestros lectores. Su mirada se hacía cada vez más crítica, se fue llenando de ríos más profundos y palabras antiquísimas, y a su regreso puedo recordar la emoción sincera del re-encuentro; después se nos fueron acumulando los días, las conversaciones, los proyectos, las palabras hasta llegar a la cuestión del debate electoral.
Debo decir que yo era de los que no quería que se lanzase a este valle de lobos. Me sigue pareciendo que una persona tan bonita no debería enfrentarse a la odisea de lo electoral, un camino culebrero, siempre lleno de celadas, ninfas y monstruos de un solo ojo. La memoria de Nelson Cruz debería enseñarnos eso. Pero Jaime se jugó su suerte. Ya sabíamos que es un hombre que apuesta en serio, que si fuese un conformista se habría quedado de ayudante de panadería, de ruso o de simple vendedor de perritos calientes; pero le jugó a la vida a cara de perro y ha ganado siempre; así que es imposible resistirse a la tentación de apostar con él y por él. Pero esta tentación no nace del discreto encanto de la tiranía, sino de la confianza plena en su palabra, siempre respaldada por los actos, en su coherencia política y por la idea de que Jaime es lo mejor de nosotros mismos.
Buscando respuestas le he preguntado a otros, como en los viejos capítulos de Yo sé quién sabe lo que usted no sabe. Por ejemplo, el pedagogo Gabriel Suárez nos responde desde el populoso sector del Danubio Azul, para decirnos que “Barragán no es una persona, es un movimiento, que si se quiere puede considerarse artístico, puesto que a través de su obra, que es su propio actuar, logra trascender en la vida de quienes se vinculan y se mueven con y a través de él, logrando contagiar ese amor por el arte como práctica social, responsable e ineludible. Pero Barragán también puede considerarse un movimiento social, ya que a gracias a la relación que se establece desde el lazo afectivo, se comienza a hacer parte de una gigantesca red de orden social, pluricultural y heterogénea que lo rodea, y que fácilmente permite entrar en contacto tanto al ignaro como al erudito, logrando a nivel individual un desarrollo intelectual propedéutico y a nivel colectivo el establecimiento de un modelo pedagógico integral, que busca la construcción de un ser social comprometido con su contexto histórico y cultural. Barragán, es sin lugar a dudas el tipo de persona que con su mirada ingenua y su actuar pausado, al mejor estilo del filósofo Gómez Bolaños, actúa sin querer queriendo y logra permear hasta lo más profundo de los corazones de aquellos que tenemos la posibilidad de conocerlo y creemos en su palabra, no porque consideremos que tiene la razón, sino porque estamos seguro de que así es”…. Bonitas palabras de Gabriel aunque salgo corriendo a buscar en wikipedia lo que significa propedéutico, pa’ no pecar de ignaro.
Rafael Silva que fungió como gestor juvenil de Usme durante once años, nos escribió desde algún perdido lugar de Rafael Uribe, para decirnos que "Barragán es un artista políticamente incorrecto. Pero no sé a qué temerle más: a sus desafiantes puestas en escena o a la camorra de una Junta Administradora Local"; mientras que Ana Mery González, dice: “tal vez podría responder con base en las imágenes de la primera vez que lo vi en el club juvenil del barrio El Curubo  y la última en la tertulia política sobre expansión urbana... con 14 años de distancia recuerdo al mismo chico sereno y respetuoso del pensamiento ajeno, atento y tranquilo. Barragán es un hombre tranquilo, es un hombre confiable". Asimismo, el jesuita Jorge Atilano nos escribe desde México que: "Barragán es un artista comunitario, un tejedor de esperanza que enseña coherencia de vida, capacidad de transformar e integración de lo diferente". Y Carolina Calderón escuetamente, pero con un convencimiento absoluto que da la amistad, responde: "Barragán es la persona por la que yo voy a votar". Y punto.
Finalmente, en la búsqueda de Barragán, sigo revisando los viejos correos electrónicos, he buceado en sus monumentales álbumes de fotografías, hemos hablado de sus antiguas gestas juveniles, de lo que pudo haber pasado si un día hubiese aceptado una candidatura a edil por el partido liberal. Me he encontrado en su memoria un pedazo grande de las luchas populares del sur, que también son las luchas de las personas que habitan estas laderas; y allá en el fondo del paisaje sigo atisbando al mismo muchacho que creció con las calles de esta parte de ciudad, que se atrevió a ensayar el vuelo, que desafió una vida de privaciones para intentar ese sueño tan sureño de “ser alguien”, que ayudó a levantar una casa y una familia, que sería lo mejor que uno puede decir de un hombre, y que nos vendió un sueño colectivo, el sueño de los neoñeros que apuestan por el arte, por la política, por la cultura, por la gente. 
Sí, señores y señoras, yo puedo considerarme un apóstol del barraganismo, con los ojos claros y abiertos al sol, un gregario más de esta cofradía conformada por todos los que aspiran a otro tipo de hacer política, a la recuperación de la res pública para todos, a la construcción de otra localidad, ciudad y mundo que todavía son posibles. Y apuesto por Barragán, porque aunque con todo lo dicho todavía no respondo a la pregunta de quién es, por lo menos sé que yo soy uno de los convencidos con su ejemplo.

Editorial de media semana...


Escribir un blog siempre me pareció un ejercicio de exhibicionismo mayor. Y también de estupidez. 

Los blogs crecen como arroz (menos el arroz Casanare que no crece echándole levadura, ni multiplicándolo por la tabla del diez), cada pelagato que siente que tiene algo qué decir monta uno, como pasó con la venta de minutos a celular y las cabinas de Internet. "Eso es flor de un día" dijeron los expertos y debían tener razón, porque el auge de las redes sociales parece que le restó brillo a lo que parecía ser un caballo del apocalipsis.

Ahora bien, el bloggerismo perdió la bendición de las inmensas mayorías debido a su mismo formato, nadie quiere leer más de 140 caracteres, como lo demostró Twitter, ni quiere esforzarse en construir un párrafo que desarrolle una idea más allá del verbo + sujeto + predicado que era la estructura básica de la oración en mis tiempos de colegial; seguramente, eso también hay que replantearlo después de la explosión digital. Ahora la frase sería algo como "Foto + comentario", por supuesto el comentario no pasa de una línea y está lleno de consonantes extrañas en mayúsculas, signos y emoticones. Por supuesto que frente a esta estandarización de la estupidez colectiva, hecha un esperanto gráfico común, que termina echando por el piso aquello de que una imagen vale más que mil palabras, el blog se refugia en ese intersticio que siempre queda en los muros del poder, espacio donde se pueden atrincherar los francotiradores ermitaños, esos que prefieren huir de Babilonia, antes que venderse a los camelleros del desierto de lo real. 

Así fue como, hastiado del pequeño espacio de Facebook que siempre decía que me sobraban palabras, y convencido de tener mi lado exhibicionista y estúpido, decidí emigrar a tierras más venturosas y montar un blog donde escribir a mis anchas, así nadie me lea ¡qué carajo!, que uno dice eso y no falta el desparchado que se toma su tiempo para fisgonear un poco lo que por ahí se escribe. A mí me ha pasado, de casualidad descubro un blog que me gusta y puedo leer una, dos, tres y hasta diez entradas de un solo golpe. Claro, parto del condicional que "me guste" y no estoy muy seguro que esta quincalla de palabras vayan por ese buen camino. 

Ahora, una pregunta que me ronda ¿de qué escribiré? seguramente de cosas que me gustan y otras que se me atravesarán por ahí. En ese sentido, creo que en este muro se verán textos sobre fútbol, cine, literatura, política, televisión, vida de barrio y otra serie de hierbas malas, que por azar se irán mezclando en mi batidora mental. 

Ahora sí: ¡Arriba el telón! .....

De cómo fue que me morí

A la alborada del décimo día con paperas y viendo que éstas no se tomaron suficiente confianza como para despacharme al mundo de los muertos, pues decidí, como hombre responsable de mis actos, que hoy era un buen día para morirse. Todavía no se sabía nada sobre el deceso del Joe, así que no me podrán tildar de copietas, más bien fue él quien llegó tarde a una fecha ya escogida por mí, pero igual, yo no soy tan egoísta como para no compartir mi día con otro, si cabremos todos en el infierno, cómo no lo haremos en los obituarios. En últimas, Shakespeare y Cervantes se fueron el mismo día o, más recientemente, como para los que no tienen tan buena memoria, Antonioni y Bergman, también sellaron sus cuentas con la vida con los mismos ocho dígitos del calendario.

Pero no quería anunciar mi muerte con los estridentes pedidos de auxilio, comprensión o simple solidaridad de mi amigo Brushenico, no quería hacer alarde de palabras que conmovieran a algún despistado feisbusnauta que seguro intentaría convencerme de que la vida vale la pena. No, señor, la vida no vale la pena después de diez días con una terrible fiebre, encerrado, sudando como un caballo, y lo que es peor, con las güevas hinchadas. El que me diga que esto vale la pena es porque manda mucho “huevo”. Así que preferí morirme en silencio, como un verdadero varón, como pa que no fuese alguien a salir con la originalísima literariedad de que esto era la “crónica de una muerte anunciada”. Últimamente me caen mal toda la panda de garciamarquianos, y por supuesto que me incluyo. Debe ser que la fiebre y el desvelo me tienen viendo el mundo patasarriba ¿o será bocabajo? En fin, el cuento iba de cómo fue que me morí. 

Pero antes de declararme muerto, tenía una última cosa por hacer, por supuesto no era redactar una carta de despedida, o cumplir un último deseo; simplemente quería evaluar si lo vivido había valido la pena. No lo creerán, pero para una mente acostumbrada a pensar en proyectos, esto era importante. Así que echando para atrás el carrete, como en las viejas caseteras, empecé a sentir ese zumbido tan particular de los días que se acumulaban en kilómetros de cinta y experiencias, qué culpa que mi memoria no sea digital con lo cual sólo digitar “uno” y “play” habría empezado el CD desde el principio. La cosa es que se me fue la primera hora con ese zumbido que de nostálgico pasó a insoportable y cuando hice la prueba como por ver qué tanto había atrasado, no era mucho, seguía en los últimos años. Así que aborté ahí mismo, pues si seguía por esa senda, me tocaría aplazar por lo menos un mes mi muerte, y no estaba dispuesto a darle tantas largas a un asunto tan urgente. Mejor intentar otra fórmula para evaluar el sentido de estos 33 años. Eso sí, no quería preguntarle a Yahoo, pues sus respuestas además de a destiempo, difícilmente son las que buscamos. 

Pero bueno, decía mi mamá que la cabeza no se hizo sólo pa’ acabar sombreros (advirtiendo que nunca pude acabar alguno, que con este cabezón no encontré uno de mi talla), así que me inventé una básica relación económica en que dividía mi dinero en efectivo D, entre todos mis días vividos R, todo calculado a la fecha de hoy. Entonces: $ 582.000 / 12.181 días = 47.8 $/día. El resultado no puede ser más descorazonador, cada uno de mis días no vale más que la moneda de menor valor en circulación. ¡Ni siquiera cincuenta pesos! ¿Y qué compra uno con cincuenta pesos? Ni una menta, porque ahora venden tres por doscientos. Así que con el convencimiento pleno de que mi vida, al menos como proyecto económico, había sido un fracaso era mejor morirse de una y no seguir desbalanceando la maltratada economía nacional, que me paga subsidios de estrato dos.

Entonces fue que me declaré oficialmente muerto en mi muro de Facebook, en últimas tengo derecho, que yo recuerde entre las cláusulas que uno acepta no aparece el que está prohibido hacerse el muerto o el marica, ya es bastante con regalarles toda nuestra información ¿o no? Hoy fue un buen día para morirse. Me declaro de aquí en adelante en permanente estado de descomposición, al menos hasta que me reintegre completamente a la tierra. Asimismo, todo lo que diga ya no podrá ser usado en mi contra, me tendrán que perdonar todas las deudas y mi palabra tendrá el valor de la nada. Les agradezco toda la cerveza que me invitaron y lamento no haberles permitido disfrutar más de las bondades amatorias de este cuerpo mío, ahora pasto de gusanos virtuales. Eso sí, nadie asegura que resucite al tercer día, o que algún malvado científico me reviva por alguna extraña circunstancia para apoderarse del mundo o, lo que es peor, que vuelva como un muerto viviente y me les quiera comer el cerebro en cualquier calle de Santa Librada un día de estos.

martes, 26 de julio de 2011

El primer paso




Debo a la conjunción de una imagen y unas paperas el nacimiento de un gusano de guayaba. La imagen fue llegando durante nueve noches seguidas de fiebre estridente, cada vez menos frugal, más delimitada. Las paperas las pesqué sin querer queriendo, como la mayoría de las cosas en la vida, que aterrizan sin estar programadas en nuestra agenda mental a corto plazo, pero cuando aparecen, lo revuelcan todo. Me levanté un domingo que debía ser de guayabito normal con la papada hinchada, sólo bastó verme en el espejo para saber que no había vuelta de hoja, que la consabida enfermedad había estado incubando en mí, como un alien terrorífico, pero que hasta ahora se hacía presente.

No tuve que ir al médico para confirmar la sospecha, el poder de la primera intuición bastaba para afirmar lo que después se hizo evidencia irrefutable. Y de repente el mundo se detuvo. Todas las actividades se borraron de la agenda, las reuniones, las tareas, los trabajos, los encuentros, los relojes se desvanecieron, quedándome solo con los restos en las manos de eso que uno llama la vida normal. Si acaso tuve tiempo de caminar los veinticinco pasos que hay de mi casa hasta la puerta de Cristina para compartirle mi suerte. Me propuse no visitar ningún matasanos. 

Detesto a los médicos, al sistema de salud, a las filas, los papeles y las esperas para que la final te digan lo que tú ya sabes que tienes y te manden lo que ya sabes que te mandarán: el milagroso ibuprofeno. Así que hice el ejercicio, tan común por estos tiempos de virtualidades, de mirar por Internet todo lo que se debe saber sobre la enfermedad, mejor eso que enfrentarse a ojos cerrados a lo por venir. En medio de esa primera fiebre de domingo por la tarde me sentí como Gary Cooper en Sólo ante el peligro (High Noon, 1952), sabiendo que el mal viene en el tren del mediodía y que la huída no es posible. En ese sentido casi que me preparé (resigné) para lo que serían mínimo dos semanas de quietud y muerte a manos de un enemigo invisible, dúctil, que migra entre glándulas y que en adultos tiene el 50% de posibilidades de atacar otros órganos como los testículos o el páncreas. No quedaba de otra que aferrarse a las posibilidades, sabiendo como siempre he sabido que la ley de Murphy juega a mi favor no se me hizo raro que el lunes amaneciese con una güeva hinchada, luego vino la otra. 

Terminé, no sin dificultad, un texto que estaba editando y luego sí me dispuse a morir de una enfermedad que no me mataría. La fiebre no se hizo esperar. No tengo idea de cuántos grados alcancé, pero seguro fueron tantos como es humano soportar. Los días se empezaron a repetir idénticos y las noches inadjetivables. Por mi mente pasaron las imágenes dantescas del infierno, deliré, vi cosas espantosas, otras policromías entre Quiroga y Poe de locura, amor y muerte; me tropecé con hombres que desde hace tiempo caminan bajo la tierra y llegué a estar convencido una mañana de haber perdido el sentido de la realidad. Puedo escribir que pasé seis días seguidos sin que el escalofrío y la fiebre cedieran un milímetro, cada vez más tenaces y devoradores, me estaba quemando a medianoche y al mismo tiempo un frío polar me corroía los huesos. Entonces me ensopaba en sudor como un caballo de carreras y se me venía un dolor de cabeza que me trepanaba el cráneo. 

Con la garganta constantemente reseca, la temperatura corporal más caliente que la cosa política bogotana y una cadena de dolores más extensa que el prontuario de los Nule, se me fueron yendo las noches en pensamientos superfluos, en vaguedades sin sentido, en kilómetros de gasas que jugaban con las luces mortecinas de la oscuridad, cual los usados por Visconti en la recreación de las Noches blancas (Le notti bianche, 1957). Y entre tantos chócoros que se inventariaban en mi cajón de costurero, se me fue haciendo evidente la idea de que lo mío era un constante devenir entre los islotes de la enfermedad y las aguas malsanas de los accidentes. 

Entonces, entre relatos de mi madre y los recuerdos propios, supe que de niño casi me mata la alferecía, que un clavo incrustado en un poste me rayó el parietal derecho dejándome una zanja blanca donde no volvió a crecer el pelo (como los rastros del caballo de Atila); y que un amago de poliomielitis me dejó las piernas torcidas y lo que parecen ser dos tobillos en lugar de uno, que siempre me hacen caer en las situaciones más pendejas, de esas caídas sumo una decena de luxaciones. Después tuve una fiebre reumática que me dejó un tiempo privado de caminar, luego vino el sarampión con sus caldos de leche con boñiga de vaca para que brotara rápido.

Mientras, se me acumulaban los pequeños males, las gripes mortíferas, tantas veces rayando con la neumonía; los dolores en los huesos, el codo derecho que siempre se salía de lugar, las jaquecas que me hacían llevar a todas partes un frasquito con las gotas de novalgina, los dedos de la mano que se torcieron con el tiempo, un frenillo que me hizo lengua de trapo y los accidentes derivados de la práctica del fútbol, que iban desde la simple insolación, hasta las contusiones, las raspaduras constantes en las rodillas o las dislocaciones más serias. Mi mamá odiaba que saliera pa’ la cancha, porque acababa los únicos zapatos que tenía para ir a la escuela y sobre todo porque cada domingo variaba el dolor de atención. Y era seguro que siempre llegaba muriéndome a la casa, pero no me valía porque el siguiente domingo volvía a estar muy temprano en el peladero, con la ropa limpia y dispuesto para otra maratón de futbolito. 

En esas, fui creciendo entre dolores y golpes bajos de la vida campesina. Un día me picaron las avispas y en la carrera me caí sobre un tronco que me abrió en pecho una cicatriz hasta curiosa; otro día mi hermana mayor me quemó con un mazacote de plástico hirviente dejándome lunares eternos marcados en el torso; en una ocasión me picó una araña venenosa que se había refugiado entre mis botas y en tres ocasiones fui víctima de los aguijonazos de negros alacranes, pero siempre escapé a tiempo de las serpientes peligrosas, de esas para las que ni siquiera el suero antiofídico es buen antídoto y que mataron a muchos conocidos, entre ellos a Alvarito Meza, un chico con el que jugábamos en el mismo equipo de fútbol y que fue mordido por una mapaná mientras volvía a su casa después de un domingo de campeonato. Alvarito, que era el novio de mi hermana Araminta, se llevó entre su ataúd las camisetas sin estrenar de medio equipo con los colores del tiburón. 

Mi accidente más serio también se lo debo al fútbol, jugábamos en una cancha enlagunada en el colegio, me caí sobre un guijarro que me rompió el cuero cabelludo y me afectó una arteria, la sangre se vino a grandes chorros que me bañaron en un segundo, los compañeros me llevaron a mi casa y de ahí a donde Gómez, un veterano enfermero homosexual odiado por todo el pueblo porque el cura una vez lo acusó de pervertir adolescentes. El viejo me salvó la vida, pero creo haber perdido toda la sangre de entonces. La recuperación de la anemia derivada fue más difícil que soportar la mamadera de gallo en el colegio porque ahora dizque era “el mozo de Gómez”.

Después, me pegué un machetazo a la altura de la rodilla derecha que me tuvo incapacitado el tiempo suficiente para leerme El Quijote, pero que me dejó impedido para arrodillarme, un motivo extra para hacerme agnóstico. En Aguachica, una camioneta me estrelló, sin arrollarme, y extrañamente no me partió la pierna, aunque me desgarró todos los músculos de la rodilla hacia abajo. En Bogotá me recibió, tan pronto llegar, un reumatismo severo, luego vino la varicela en época de exámenes finales, una lumbagia crónica que me derribó un tiempo, una parálisis facial que me dejó cierta descompensación estética a un lado de la cara, una infección en las vías urinarias que me puso a mear sangre, y mejor no cuento lo del priapismo. 

También soy superviviente del conflicto colombiano, viví desde adentro las incidencias de la guerra, crecí viendo pasar las balas, como la protagonista de cierta película japonesa (Love exposure, 2008). Un día al salir de un partido, unos sicarios dispararon contra un hombre que caminaba a mi lado, el tipo se fue de bruces con el cráneo reventado y yo sentí que el ángel de la muerte me había rozado con una pluma negra. Todavía tengo esa impresión. En mi época de estudiante, las balaceras entre Ejército y guerrilla se libraban a menos de 100 metros de mi casa, y fui desfilando frente a cada civil recién baleado. Un día, mataron a mi tío Cesar y ya nunca volví a ser niño. Después vino el terror paramilitar y ocurrió que estando de vacaciones, fui interceptado e interrogado durante media noche por tres tipos diferentes, pero siempre con preguntas parecidas. Mi primera ventaja: decir siempre la verdad. Mi segunda ventaja: no pensé que fueran paramilitares, si no el miedo seguro no me habría dejado hablar. 

Tiempo después conocí la cara más cruda del conflicto, viví la experiencia de dejar matar a un hombre sin hacer otra cosa que guardar silencio; enterrar a otro en un estado tal de descomposición que todavía tengo su olor impregnado en la nariz; pasar muchas veces por el retén de los paras con el miedo constante a quedarte para siempre; ver a un hombre dejado por muerto por la guerrilla levantarse con el pecho destrozado y caminar kilómetros en busca de ayuda; encontrar un villorrio habitado sólo por cerdos, burros, gallinas y perros porque la gente había huido esa mañana de prisa y con lo primero que el miedo les dejó empacar.

En fin, puedo escribir que he conocido todas las formas del miedo y que he muerto unas tantas pequeñas muertes que me han traído hasta aquí. Hasta estas noches de fiebre en una ciudad distante en que me cuestiono por la vida y por el mundo. He pensado en todo ello durante estas largas desveladas, he reflexionado sobre el valor de la memoria y la necesidad de escribir, de contar lo que ha sido una vida pasada entre la enfermedad y la borrasca. Entonces es que me vino la imagen del gusano de la guayaba, que crece donde nadie lo espera, que va comiendo su porción de la fruta, sin descanso día y noche, hasta que viene un animal más voraz que se lo consume en un solo bocado frutal, sin distinguir siquiera donde empieza lo uno o termina lo otro. Yo soy ese mínimo gusano, y este blog, mi pequeño reino de la guayaba.