Un ensayo descriptivo en el que intento evidenciar,
a partir de una lectura caleidoscópica de los olores asociados a ciertos
lugares de Usme, la forma en que las sensaciones olfativas construyen
identidades, aunque estos rasgos de lo propio estén permeados por una lógica
macabra de la geopolítica que excluye a poblaciones enteras hacia las fronteras
de las metrópolis y les obliga a vivir en ambientes signados por la depredación
de los recursos naturales, la contaminación ambiental y la instauración de unas
marcas del biopoder en su percepción de mundo.
Introducción
El acto de habitar en Usme implica la
conciencia de saberse residente de un mundo fronterizo que se aprende a través
de los sentidos, en el que las cosas y los escenarios que constituyen el
espacio imaginado tienen una marca de origen diferente de los de la otra
ciudad, la ciudad del Norte. La localidad Quinta es un universo anexado a la
gran urbe por esa dinámica del crecimiento capitalino hacia la frontera, como
una célula que se hincha y permea su propia membrana contenedora, dejando un
espacio límite en que se funde lo propio y lo extraño, la razón y la sinrazón,
lo moderno y lo antimoderno. Esta configuración del territorio, generada por
complejos flujos y reflujos históricos, es compartida con otras localidades del
Territorio Sur, pero adquiere en Usme ciertas desemejanzas que le dan un
carácter de cosa única a este espacio delimitado al suroriente del Distrito
Capital.
Esas particularidades se perciben de
forma directa a través de los sentidos, antenas del cuerpo que comunican con el
mundo y que en su diálogo con el afuera construyen realidad. Así, para el
lugareño, el territorio vivencial se torna en una mano que tacta, un ojo que
ve, una lengua que gusta, un oído que escucha y un olfato que huele. Y es de
esos olores que se impregnan en las fosas nasales y se asocian a ciertos
lugares, fragancias que viajan con nosotros en el recuerdo de la tierra, aromas
que pueden producir una epifanía que nos devuelve la película y el mundo
perdido, de los que quiero escribir en este viaje descriptivo llevando, como en
los dibujos animados, el olfato como faro guía por la periferia sur que se
configura en la tierra usmeña; convencido, además, de que no existe una
relación inmanente entre la experiencia sensorial y la constitución de lo
social, que la percepción física del mundo es la forma como el biopoder se
inscribe en los cuerpos, de tal manera que la imagen que construimos de la tierra
que hoyan nuestros pasos está mediada por configuraciones sociales y
exclusiones históricas, que nos trajeron de naufragio en naufragio por el río
de una historia que otros escribieron por nosotros.
En ese sentido, si el verbo “husmear”
significa en su primera acepción una mejor percepción del espectro de olores
dispersos en el ambiente, en este viaje por el topos local vamos a “usmear”, sin hache, como un acto cartográfico
e identitario que intenta dar cuenta de nuestro lugar en el mundo desde la
experiencia olfativa.
Génesis
En el principio Chiminigagua creó el
mundo de la nada, en un tiempo en el que todavía no existían el Estado, la
familia, ni la propiedad privada. Después envió a sus aves negras para que
volaran en todas direcciones sembrando la luz en sus dominios, pero para
nuestro infortunio, el pájaro luciferino que enviaron hacia el sur de Bacatá
murió de fatiga en pleno vuelo, por lo que su cuerpo mastodóntico, encallado en
el valle del Tunjuelo, estuvo descomponiéndose durante muchas lunas e inundando
el territorio con una fetidez intolerable para nuestros antepasados. Así pues,
en medio de la oscuridad de los primeros días, porque es obvio que el dios
tenía otras tareas más apremiantes que ponerle la luz y los demás servicios
públicos a estas periferias, los chibchas de la comarca dieron en llamar Usme a las tierras olvidadas, tenebrosas
y malolientes del Sur, así como llamaron “pájaros de mal agüero” a todas las
aves de negro plumaje que cruzan su cielo.
Por supuesto que este es un relato
apócrifo de mi cosecha, que intenta dar cuenta, desde una explicación
mitológica común a nuestros imaginarios, del origen de las exclusiones
históricas del Territorio Sur, así como de su asociación con olores en los que
el lector no querrá meter sus narices. Ahora bien, para seguir en el terreno de
la leyenda, tiempo después de aquellos aconteceres, los hombres, con la ayuda
del dios Sué, se colgaron ilegalmente
de la luz e inventaron las palabras para ordenar ese mundo que se les había
dado. Lo mío y lo tuyo, lo uno y lo otro, el amor y el odio, fueron
constituyendo dualidades de sentido desde los cuales interpretaron la realidad.
Y las palabras dejaron de explicar las cosas para funcionar como herramientas
al servicio del poder, así como la experiencia de habitar la tierra dejó de ser
un acto íntimo de comunión con los elementos para convertirse en caída
incesante hacia la nada, expulsión del paraíso, pérdida de la inocencia. Tras
el pecado genésico, los hombres levantaron un mundo en que la experiencia
estuvo mediada por la condición social y las comunidades primitivas,
indiferenciadas originalmente, se dividieron entre ricos y pobres, ellos y
nosotros. Así, mucho tiempo después del
séptimo día, algún demonio vio que aquello era bueno para sus intereses y separó
las aguas entre el Norte y el Sur. A los hombres de las tierras allende la Primera de mayo les heredó la fragancia
de los perfumes parisinos y a nosotros, además de la picada radioactiva, nos
legó un incienso de oprobio que se hizo lugar de enunciación. En ese sentido,
los olores ya no nos pertenecen como experiencia primaria del mundo, sino que
son parte de la estructura dominante que llevamos entre pecho y espalda,
artilugios hegemónicos del biopoder que dormitan bajo la piel y nos van
constituyendo como seres enajenados de cualquier tarea revolucionaria por
cambiar el establecimiento.
Una
pizca de historia con dos cucharadas de clavitos macerados
García Márquez recuerda, en Vivir para contarla, a una vecina
impregnada de un olor a valeriana, que enloquecía a los gatos, y que siguió
evocando el resto de la vida con un sentimiento de naufragio.
En esta escena iniciática, el escritor plantea que al igual que una imagen, un
olor puede marcar fenomenológicamente la fijación de un lugar, un evento o una
persona en la memoria. En ese sentido, en contravía de esta frase macondiana
que habla de fragancias infantiles, mi primer encuentro con Usme, ocurrido en
el año 1997 está signado por el hedor de la inmundicia. El olor a excrementos
se me presentó en aquella época como un fuerte estímulo sensorial que viajaba
desde las puertas de la percepción nasal hasta el cerebro, en una travesía
subterránea de un impulso que la materia gris prefijó para siempre al paisaje
local, constituyendo un cronotopo de
la identidad.
Tiempo después, la hediondez subía de
las cárcavas, profundos huecos que se incrustan en el mapa como fosas lunares
dejadas por la expoliación cementera de recursos naturales, cicatrices
incurables de la tierra que con su podredumbre nos dicen que la llaga de la
naturaleza sigue abierta, incurable, que supura su fétido lenguaje de aromas
perturbantes. Y sigue subiendo ese miasma irrespirable en días calurosos y se
explaya enérgico con su nube de mosquitos por los barrios del Danubio y La Fiscala; y reposa sobre la troncal de los articulados rojos; y rodea
el fortín del Batallón de Artillería,
ofuscando la guardia taciturna de las garitas; y supongo que llega hasta los
patios profundos de La Picota y quizá
los prisioneros encuentren en este aire pestilente el recuerdo de una libertad
lejana, como un mensaje cifrado de esperanza que les enviase el mundo exterior.
Las cárcavas son la cara sin
maquillaje del umbral que conduce a Usme, unos espejos de agua maloliente por
los que se entra a la madriguera del conejo blanco, que de a poco se incorporan
a un paisaje de ruina y óxido, adquieren carta de naturalidad y se quedan a
vivir entre el ensueño y la pesadilla. Pareciese que siempre han estado allí, que
su olor es mítico, ancestral, como si cuando Bachué desaguó la sabana estas
lagunas hubiesen quedado lejos del alcance de su báculo prodigioso. Y esas
fosas comunes del capitalismo expoliador han borrado otros recuerdos, el de las
viejas haciendas coloniales con sus casas de tapia pisada o el más reciente del
Colegio San Antonio arrasado de la
faz de la tierra por las inundaciones del año 2002.
Ha pasado una década desde entonces y,
en tanto tiempo, el contacto con este tufo cenagoso ha sido obligatorio para
los más de 300.000 habitantes de Usme, que entran o salen de la Localidad a
diario. Un vaho que emana de las excavaciones producidas por las cementeras y se
estanca como una nube vaporosa sobre las avenidas Caracas y Boyacá
atrapando en su malla de corpúsculos orgánicos a todas las narices. Nadie está
exento de este efluvio espectral, al punto que la gente se ha ido acostumbrando
tanto a la situación, que ya nadie parece notarlo. El olor está ahí porque sí,
sin explicaciones, ¿para qué?, y se va integrando a una forma de ser y vivir, pues
el biopoder penetra en nuestra sensibilidad por las costuras del sentido, como
si los usmeños estuviesen acostumbrados a las dañinas pestilencias, a la
basura, a las aguas negras. Ya ni siquiera los más escrupulosos usan el pañuelo
de los primeros tiempos, cuando más hacen un leve gesto de taparse la boca
cuando sopla el viento desde las cárcavas, por el mero hecho de mostrar cierta
afectación, pues no existen pulmones para resistir sin respirar los varios
kilómetros de travesía por el bosque enmarañado del olor a mierda.
Aunque ya nadie pregunta por el origen
de este bálsamo nauseabundo, que en tardes soleadas alcanza cotas insospechadas
de hediondez, siempre es bueno recordar que el agua empozada proviene del río Tunjuelo, el mismo que se origina en la
represa La Regadera sumando
varias fuentes que nacen en el páramo de
Sumapaz y abastece de agua a más de 300.000 habitantes de la Ciudad; pero, a
medida que penetra en lo urbano, el río es sometido a todo tipo de vejaciones
ecocidas: alcantarillados que vierten sus aguas negras en el cauce, el paso por
el embalse seco de Cantarrana, la desembocadura de quebradas contaminadas con
todo tipo de residuos y, finalmente, la recepción de todos los lixiviados
producidos por el relleno Doña Juana,
un flujo promedio de 25 litros por segundo de un líquido viscoso generado por
la descomposición de las 7.500 toneladas diarias de basura que depositan el
Distrito y otros municipios de la Sabana en los predios del vertedero. Así que
el Tunjuelo anegado en las cárcavas, no es más sino una mezcla heterogénea de
desechos orgánicos, basura local e importada, aguas muertas, cuerpos en
descomposición, residuos de la explotación minera, heces de una ciudad que da
la espalda a su mugre y a sus pústulas.
Una
vecina malhumorada
Una vez se llega al Portal Usme, especialmente en esas noches
en que las brisas que bajan desde la Hoya
del Tunjuelo se expanden por los valles de la cuenca baja, se empieza a sentir
un viento que huele diferente, como el hálito huero de un dragón antediluviano
que respirase bajo la tierra. Y con esta idea de una gran criatura macilenta
que sostiene el mundo, uno observa hacia los cerros occidentales que se
levantan al otro lado del río y se encuentra con la figura de una gran mujer
tendida bocarriba con sus impudicias lamidas por las nubes. Ella es Doña Juana. Así se ha llamado desde
tiempos inmemoriales esa formación orográfica intermedia, y uno supone que a
los nativos de estas comarcas les debía parecer familiar la imagen de una mujer
que es la tierra, pachamama ahora vuelta depósito de basura, que va dejando
escurrir por su entrepierna un caudal negro de lixiviado, quintaesencia de toda
la bazofia capitalina.
Un día, a finales de la década del
ochenta, ese cerro tutelar se convirtió en basurero, no “relleno sanitario”
como eufemísticamente le designan las autoridades distritales, en una medida
institucional que se suponía transitoria, pero que se hace eterna, pues cada
determinado tiempo se aprueba una nueva expansión. Así fue como miríadas de
volquetas empezaron a cruzar la ladera día y noche en un constante flujo que no
lo para nadie. Luego se levantaron los socavones contenedores y la fetidez fue
tomando diversas formas. El basurero fue entonces un fruto maduro que se nutrió
de los procesos industriales de producción mercantilista, del rebasamiento de la
resiliencia natural, de todas las formas de contaminación instituidas, de los
ciegos caminos del consumo desaforado. Estuvo durante mucho tiempo silencioso,
pero alimentaba un rencor de desperdicios en su seno. Iba creciendo con cada volquetada
de desechos que deglutía y, desde su atalaya, observaba a la Ciudad
indolente, masticando un odio visceral. Desde su panóptico, el basurero veía
pasar el río espumoso de químicos agroindustriales; las chimeneas a lo lejos
cegando el cielo de humo renegrido; las filas hormigueantes de trabajadores
corriendo a su labor diaria, como bestias subyugadas al salario; los
embotellamientos de vehículos con sus tubos asmáticos expeliendo dióxido de
carbono, los buldóceres despellejando la corteza de los cerros. El basurero vio
el apocalipsis de una metrópoli que rebasa cualquier idea del desarrollo humano
y supo que su destino era el de fungir como ángel exterminador, así que hizo
sonar su trompeta cuando creyó llegado su momento.
La explosión odorífera se produjo un
septiembre negro del año 1997 cuando miles de toneladas de desperdicios
quedaron expuestas a cielo abierto, debido a un deslizamiento en cuña de uno de
los baluartes naturales de la montaña. La vieja Juana se desparramó dejando sobrexpuestas
las miserias que almacenaba en su estómago y una podredumbre visceral fue
recorriendo como una mancha de gas mostaza todos los rincones del Sur y aún más
allá. El olor siguió el rumbo de los vientos alisios y pareció que todas las
tierras de la cuenca baja del Tunjuelo se cubrían con un aire viciado que sólo
podía anunciar enfermedad y daño, como si además de las exclusiones históricas,
el destino manifiesto de los habitantes de estos territorios fuese vivir y
respirar la impureza, que se mantuvo en el aire durante meses, mientras bajo su
efecto nocivo los hombres y mujeres trabajaban, comían y hacían el amor.
Han pasado los años y las toneladas de
desechos siguen llegando, mientras los habitantes de los barrios circunvecinos
al basurero, con su sistema olfativo ya insensible a la fetidez tradicional que
inunda sus casas, sólo en tardes vaporosas acompañadas de lluvia –muy frecuentes
en Usme- sienten un efecto extraño en el aire, algo así como una emanación
mucho más densa, ácida y nauseabunda; fenómeno éste al que irónicamente designan
con la frase “Doña Juana se malgenió”, “se alborotó” o “se rebotó”, metáforas
populares en que se funden los humores de la montaña con las consecuencias de
los ánimos femeninos.
Ese hedor tan particular llega hasta
el portal de Transmilenio, frontera invisible con la otra fragancia de las
cárcavas, entonces uno presiente que el aroma del relleno, como una colonia antigua,
tiene muchos componentes esenciales e invisibles; por lo que, quizá, con el
olfato hiperdesarrollado de Jean-Baptiste Grenouille, protagonista de El Perfume (novela de Patrick Süskind) se
podría tomar una muestra ínfima de su esencia y disgregar la sumatoria de
olores planetarios. Seguro en ella se hallarían ciertas trazas de sangre hospitalaria,
semen encapsulado de los prostíbulos de gente bien, carne de los mataderos
clandestinos de caballos, leche en polvo importada de Nueva Zelanda, cunchos de
un café “Juan Valdez” del Centro, algún pañal desechable de marca internacional
y unas lentejas canadienses que un pobre despreció en un comedor comunitario.
Un perfume puede contener al mundo.
De
Este a Oeste, de Norte a Sur
Algunos habitantes de Usme suelen
decir que son el “norte de Villavicencio”, por aquello de que lo del norte es lo
mejor, para indicar que se ubican en la frontera de Bogotá, equidistantes de la
capital metense como de los centros del poder distrital. En ese sentido, el
barrio Puerta al llano, representa
esa imagen del eufemismo que embellece y denota cierta evasión de la realidad
marginal. Y es en este barrio donde se ubica otro foco de emisión odorífera de
la Localidad: el matadero oficial.
A pesar de que este tiene licencia de
funcionamiento, a diferencia del matadero de Usme, ello no le exime de haberse
convertido en una fuente de contaminación para los habitantes del sector. El
olor a muerte se hace presente en el aire: la sangre, la carne y los
excrementos de las reses, contrastan con el olor a campo, que se puede
percibir en un lugar que todavía tiene zonas de expansión. Los residuos que se
vierten directamente en la Quebrada
Yomasa flotan sobre las aguas, formando un lecho sanguinolento que recuerda
ciertas coloraciones de caño Cristales,
pero la imagen lúdica se torna bofetada cuando se observa cómo su olor
pestilente penetra la cotidianidad de un colegio que se encuentra a unos pocos
metros del matadero. Y junto al olor, las moscas, propias de los focos de
contaminación, asombran por su magnitud, aunque no falta el infante que distrae
sus horas tratando de cazarlas con una malla para atrapar mariposas.
Este olor de beneficiadero vacuno bien
lo conocen los habitantes de Usme Pueblo, sector que en las asociaciones de
citadinos se reconoce por la venta de carne al por mayor y al detal. Allí, en
medio del casco urbano, se ubica el otro matadero de la Localidad. Una vieja edificación
que cuenta la historia de días mejores, a la que se siguen trayendo vacadas
para el sacrificio y donde se repiten escenas dantescas de sangre, sudor,
cuchilla y músculo, que pareciesen tomadas de aquél relato del escritor Esteban
Echevarría. El matadero se resiste a desaparecer, quizá porque las personas que
allí trabajan y que devengan su subsistencia del oficio de matarifes se
resisten con él a seguir siendo considerados una especie en vía de extinción,
últimos ejemplares de una raza de hombres madrugadores que enfrentaban la res
sin mediación, le apuñalaban profundo el pecho, sentían la sangre caliente
correr por el brazo y luego la tasajeaban, mientras se regodeaban en el aliento
tibio de la carne recién pelada. Esta faena se repite como en un círculo
mecánico e infernal, pero es necesaria para que todas las mañanas,
especialmente los fines de semana, cuando despunta el sol en el horizonte, se
empiecen a parquear lujosos camperos que vienen a buscar un buen trozo de carne
fresca para el asado familiar. Entonces, uno se imagina la escena en la terraza
y no deja de sentir cierto escalofrío cuando la contrasta con el performance del
sacrificio del novillo.
Es domingo en Usme. Avanzo por la
estrecha calle principal como por un mercado chino. Aquí no hay gatos o
culebras en exposición, pero hay tanta carne colgando de oxidados ganchos de
hierro, olores diversos de cada modalidad expuesta para la venta a como cae la
tarde; murillo, falda, lomo, costilla, cada pieza tiene su tufillo particular;
y en los zapatos se empieza a cuajar una costra silente de agua sanguinolenta
que escurre desde todas partes y se va por las calles en cualquier dirección, a
falta de un sistema de desagüe, mezclándose con los meados de los borrachos que
orinan contra cualquier pared su ebriedad de chicha y pola. Estos olores se
entremezclan con el humo que brota de las parrillas que asan el chunchullo
afuera de los piqueteaderos, fritanga, chicharrón, bofe y demás entresijos extraídos
de las vacas, cerdos y cabras que se distribuyen desde el sur más sur de la
ciudad; además de la papa criolla, la arepa, el plátano asado o el guacamole
para picarse al gusto.
Hay una decena mal contada de piqueteaderos,
más otras tantas chicherías y famas,
que configuran una verdadera economía gastronómica y febril. La materia prima
se encuentra al alcance de la mano, los clientes vienen de afuera por el placer
de untarse de pueblo, acto que debe consistir en respirar este aire enrarecido;
los otros son vecinos de Localidad que viven y trabajan en este espacio con sus
batas que fueron blancas alguna vez, ahora manchadas de todos los fluidos
animales. También están los nuevos usmeños, esos que llegaron con la fiebre de
las casas baratas de la Operación Nuevo Usme, que miran por encima del hombro a
los antiguos residentes y que sienten especial predilección por el exotismo
gastronómico del lugar. Así se va configurando un espacio mortecino y vivaz de
la Ciudad, en que confluyen diversos olores que son uno solo, el olor de Usme
Pueblo. Un aroma tan particular que cuesta creer que en el fondo no es más sino
el producto disuelto de una configuración del poder geopolítico sobre el cuerpo
de los hombres y mujeres que residen en la frontera siempre excluida y siempre
palpitante de Bogotá.
Las
calderas del diablo…
En el sector del Danubio Azul, en
contraste con un nombre que nos remite a los valses de Strauss mientras las
luces de Viena se reflejan en un río anchuroso y apacible, sólo se respira un
humo negro que viene de las chimeneas donde se cuecen a fuego lento los ladrillos
con los que se construirán las casas del norte, los edificios con el toque Salmona,
los adoquinados de los nuevos parques más allá de la calle doscientos, el
material que le seguirá dando a la Capital ese color anaranjado que es una marca
de la casa. Bogotá, más que una urbe de concreto y acero, es una ciudad hecha
de tierra caliente, de agregados pétreos compuestos en formas atractivas para
el ojo ciudadano, pero allá al sur, donde Transmilenio llega por un solo carril
y los jóvenes se revientan las entrañas a cuchilladas, un poco más arriba de
donde termina el llano y comienza la loma, se levantan las calderas del diablo.
De allí, de esos hornos crematorios que no se detienen, ni de noche, ni de día,
sigue saliendo el hollín en grandes bocanadas de humo ceniciento, que se
suspende en el aire y se disuelve en la pituitaria de los habitantes del
sector.
Algunos cuentan que todo empezó con
las ladrilleras, que ellas fueron las que ampliaron el horizonte de la Ciudad hacia
este sector y que los barrios llegaron después, pero sin importar la antigüedad
de las unas o los otros, lo evidente es que llevan casi medio siglo de
coexistencia desafortunada. Desde Morenas
hasta la parte alta de Yomasa se
extiende una franja que separa los barrios del Parque Entrenubes, en la que históricamente se posicionaron
diversas empresas de extracción minera, así como de manufactura de ladrillos y
otros productos derivados de la tierra.
Sin embargo, más allá de las
escoriaciones generadas en los cerros, el humo de ébano, que se extiende como
un polvillo de hollín sobre las casas, los árboles y las vidas de los
habitantes de la zona, también ha penetrado en sus pulmones, al punto que los
vecinos de estas empresas se hicieron fumadores, contra su voluntad, de los
residuos de la producción ladrillera,
con el agravante de que sus casas siguen siendo levantadas con lo que se
encuentra más a mano, que en su mayoría no es con los ladrillos que ven pasar
en grandes camiones hacia los depósitos de las compañías que los venden en el
norte, a familias que respiran su tranquilidad de lavanda y pino.
Transmilenio
o el aroma de los otros
Siete personas de la Localidad
atraviesan la ciudad a 24 kilómetros por hora apretujados en un espacio de un
metro cuadrado. ¿Quiénes son ellos? Mujeres lactantes, viejas verdes, obreros
de construcción, no importa, son “desconocidos”, una especie de seres de otra
esfera que sólo por azar confluyen en el mismo ínterin. No se hablan, pues
siempre fue de dudosa aceptación dirigirle la palabra a extraños. No se miran,
porque a esa distancia una mirada es como un disparo. Se comprimen sin tocarse.
El cuerpo, prisionero de prendas variopintas no da lugar a la experiencia del
otro, a menos que se caiga en el inveterado ejercicio del bluyineo. No se oyen,
pues las palabras son un murmullo ininteligible que nadie puede atrapar en el
aire, secretos de cotidianidad que a nadie importan. Pero, allí, donde la
proximidad atrofia los otros sentidos, elimina la singularidad del mundo y
establece un régimen de deshumanización del prójimo, es decir del próximo,
siempre nos quedará el olfato.
En la mañana, todo es olor de colonias
que se venden en oferta a través de catálogos diversos, aromas de champús de
rositas y manzanilla, pulcritud, rocío de la noche anterior, ducha fría que ha
dejado una inconfundible esencia de piel húmeda en los rostros de obreros y
estudiantes. El viaje se hace en el efluvio de fragancia que emana de esos
cuerpos apretujados por el sistema, pero todavía contentos, felices de tener
otro día para laburar, para ganarse el pan con su mano de obra barata, pero
eficiente. Las mañanas son un agradable cóctel de frescura que embriaga las
narices, porque eso sí, desde que existen los articulados, la gente se acicala
más para subirse en los diablos rojos, donde todo el mundo lo ve y lo aspira.
Sin embargo este paisaje se vuelve
distinto cuando el viaje es de regreso, nocturno y en horas pico. Los rostros
sonrientes de la mañana han perdido su alegría matutina. Desaparece la nube de
olores cosméticos y, en cambio, sobrevive un tufillo de aguas nauseabundas, efluvios
fisiológicos, sudor acumulado de una jornada de duro esfuerzo, trabajo mal pago
que se transmuta en olores insolentes. Miasmas de la clase obrera que se
apretuja en las estaciones, que se mete a la fuerza donde ya no cabe un alma de
más, que recuesta su cansancio contra el otro y que actúa como una fuente de aromas
diversos acumulados durante el día, los cuales comparte con la proximidad, en
un intercambio de esencias de la Ciudad que viajan hacia el sur a menos de 24
kilómetros por hora.
Coda
Tu
nombre me sabe a hierba, de la que nace en el valle a golpe de sol y agua, canta Joan Manuel Serrat y
me le robo ese verso para dar un panorama de lo que las veredas de Usme evocan
al ser nombradas. Allí en el borde urbano-rural, se percibe un aroma de vapor
de agua, tan prolija en Usme; la fragancia de la tierra húmeda que producen los
alimentos para los citadinos, el humo de los fogones de leña y la exhalación
del sancochito campechano en la olla hirviendo; la boñiga fresca en el corral,
los cagajones de caballos, la cagarruta de las ovejas, que sólo pueden oler a
cucuyina o yaraguá; la leche recién ordeñada que espumea en el balde de
aluminio y que se transporta a la ciudad para venderla al detal. Una sumatoria
de esencias inaprensibles para el olfato conquistado por el biopoder de la
Ciudad. En fin, son 181 Km.2 de olor a pasto, a flores, a resinas
vegetales, a estiércol animal, a tierra abonada, a rocío levantándose con el
sol. Aromas que conforman un aire liviano, tan fácil de respirar, que nos hacen
olvidar por un momento que la zona rural también es Bogotá.
Y más allá de los campos engalanados
con hombres laboriosos, se levanta sobre cimientos arcaicos el páramo de
Sumapaz. Allí todavía las palabras significan y los aromas cuentan un mundo
ancestral. Allá todavía las personas respiran el aire puro, lejos de la
mundanal corrupción urbana, pero tal vez, no por mucho tiempo, pero esa es otra
historia.