viernes, 25 de mayo de 2012

Balada de un festival imaginado


Nunca he estado en el paraíso de las imágenes. Mis ojos, vigías horadantes, no conocen la única playa del cielo a la que, año tras año, las mareas arrastran lo mejor del cine mundial, los directores que de verdad valen la pena, la ambrosía de los dioses que escriben su mitología en celuloide. Cannes está muy lejos de mis ojos, sin embargo puedo imaginar los naufragios felices en su arena.

De las tierras bañadas por el Danubio, vuelve Michael Haneke a la carga con una historia de amor senil protagonizada por Emannuelle Riva, aquella francesa perdida en las ruinas atómicas de Hiroshima mon amour, junto al octogenario Jean-Francois Trintignat, uno de esos actores que hemos visto envejecer de película en película. El tercer vértice del triángulo lo conforma Isabelle Huppert, esa profesora de piano que con un mínimo gesto transmite un estado del alma. Haneke barrió hace tres años con La cinta blanca, un filme escoba que rasga la mirada con sus imágenes de lija, una puñalada visual, una inmersión sin escafandra en el problema del mal. Así que la expectativa no puede ser mayor. Sus acciones cotizan muy alto. ¿Qué conejo saltará de su sombrero mágico? 

Y de la rivera más cercana, retorna Alain Resnais que se resiste a la muerte y al olvido con una película que se titula algo así como No has visto nada en la que, si le creemos a las reseñas que llegan de la otra orilla, se mezclan magistralmente el teatro y el cine. Un canto de amor a la tragedia griega, a unos actores que son ellos mismos y a la herencia de Melies y los Lumiére. Resnais es el cine en mayúsculas y con erre de Rebeldía. Nunca se afilió a ninguna corriente, ni partido, aun cuando compartió efervescencias con la Nueva Ola. Los suyo es el magisterio del arte sin velos, ni cortapisas. Es uno de esos viejos pistoleros que siempre se guardan una bala para el final. Y pareciese que vuelve a Cannes a despedirse, a cerrar un ciclo empezado hace más de cuatro décadas cuando frente a la tragedia de la bomba y el amor, un japonés le repetía a su amante en Hiroshima: “No has visto nada”. Estoy por creer que un premio a estas alturas se queda pequeño para su talante. Una palma ya no agrega nada a su corona de laurel.

Cruzando el anchuroso Atlántico, desemboca en la alfombra roja Carlos Reygadas con su nueva película: Post Tenebras Lux, sin duda otra trampa de cazar ojos tendida por el director mexicano más radical de los últimos tiempos. De todos los tiempos, si excluimos a Buñuel. Este enfant terrible, amado en Francia, entre sus paisanos cultiva el milagro del desprecio colectivo. Y lo odian porque no lo comprenden. Pero ¿cómo entender a un cineasta que traduce a Trakovski y Dreyer en clave tercermundista? ¿Cómo hablar hoy de fe, resurrección, milagros y totalidad? ¿Cómo filmar con las lentes en cruz y el vade retro impreso en la claqueta para evitar la tentación de los amores perros? En una tierra de extremismos, Reygadas es el capo de las salas, espanta a los fieles con sus imágenes de la belleza, como si de una performance de la muerte se tratase. En sus tres incursiones a la costa mediterránea nunca regresó con las manos vacías y ya se sabe que en Cannes las palmas se ganan por puntos, nunca por nocaut. 

Jacques Audiard viene con sangre en los ojos. El ángel de la gloria le tocó el hombro cuando trajo El profeta, se aferró a su encanto un momento, escuchó el restallar de los aplausos, pero siguió de largo dejándole alguno de esos premios de consuelo y en la boca el sabor amargo de lo que se creía casi seguro. Pero ahora lo intenta de nuevo. Sus películas precedentes avalan sus aspiraciones. Está naciendo un astro en el horizonte del cine francés que no tuesta palomitas para artistas, ni rinde homenajes facilones al cine gringo. Audiard –como Dumont, Kechiche, Guediguian, Cantet o Beauvois- es el futuro del cine francés. Encanta y sorprende por partes iguales. Sólo se espera que las señales no sean equívocas y que aquél profeta no sea una simple voz en el desierto.

De Latinoamérica regresa Walter Salles, uno de esos directores inclasificables. Su obra es irregular, puede filmar una pequeña joya como Línea de pase o volcarse en un esperpento hollywoodense como el remake de Dark Water, una floja cinta de terror japonés. Salles se despacha con una adaptación de “On the road”, la novela culmen de la generación beatnik. Veremos cómo salva su acercamiento a Kerouac, aunque tratándose de viajes, Salles es un seguro autoestopista del cine. Junto a Carlos Sorín, debe ser el director con más kilómetros de camino filmado. Seguro le lloverán críticas de los fieles, le tacharán de hereje, pero ya sabemos que al brasilero le gusta chamuscarse cuando apuesta por el cine en serio, como aquella vez que desmitificó la imagen del Ché en sus Diarios de motocicleta. Sin duda tiene la mejor plataforma para reflotar su carrera como un heredero digno de Glauber Rocha, aunque su estética ya no sea la del hambre, sino la del lulismo fílmico en ascenso. Ojalá no desaproveche esta opción. Es ahora o nunca.

Desde los mares vikingos, vuelve Thomas Vintenberg, uno de los supervivientes del Cine Dogma. Quizá el único que salió vivo de aquella celada cinefílica. Le costó más de una década demostrar que lo suyo iba más allá del agujero negro abierto por su apuesta iconoclasta, en la que quedó atrapado sin remedio su compañero-jefe Lars von Trier, enfermo de algún tipo de megalomanía. Este joven director ya demostró que además de espantar públicos burgueses con La celebración, una palma de oro merecida, podía contar buenas historias; en tanto sus recientes películas, como Dear Wendy, hablan de su buen pulso detrás de la cámara. Volcado en un cine de corte más clásico, después del experimentalismo dogmático, su mirada se asienta a la sombra de una cinematografía nacional en la que Dreyer y Kierkegaard actúan como faros guía.

El ejército persa vuelve a asolar las playas galas. Abbas Kiarostami, como un Jerjes contemporáneo, ha comandado la conquista iraní de la alfombra roja. En un tiempo en el que nada sabíamos de Irán, más allá de las referencias perversas sobre la revolución islámica, Kiarostami nos enamoró con sus pequeñas historias. Todos fuimos a la búsqueda de la casa de nuestros amigos, dejamos que el viento nos llevara probando el sabor de las cerezas a través de los olivos. Su cine atravesó los noventa dejando una estela de fuego en el callejón de las termópilas de la imagen global. Le siguió una generación dorada proveniente de aquellas tierras (Majidi, Gobhadi, Mafmalbakh o Panahi), pero cuando ellos llegaron donde el viejo capitán había dejado el testigo, este se había marchado, enfundado en sus gafas negras, escrutando otros horizontes. Lo suyo se tornó un experimentalismo formal que vino a su encuentro mediado el nuevo siglo. Ahora sorprende con una película rodada en Japón (Like someone in love) en homenaje a los viejos maestros insulares de los que aprendió tanto. Ya sabíamos que amaba a Ozu hasta el delirio, al punto de dedicarle más que una película (Five), un ejercicio de vanguardia. ¡Hay moro en la costa!   

Otro que arriba de lejanas tierras es el canadiense David Cronenberg, el más visceral, kafkiano y surrealista de los directores contemporáneos. Siempre bordeando el cine comercial, se las ha ingeniado para filmar el malestar de la cultura occidental, alejándose del drama psicológico y escrutando eso que llamamos “cuerpo”. Lo suyo es la fisiología elevada a imagen fílmica. Es el anatomista de los nuevos tiempos. En cada película suya hay un hombre que amanece convertido en un monstruoso insecto, alguien que debe arrastrar su organismo por la pantalla como un caracol con su carga inútil y total. En los últimos años filmó Una historia de violencia y muchos dijeron que había cambiado, que se había vendido al cine-arte, un reproche absurdo para alguien que sabe comercializar bien su piel; pero no creo en ese cambio, pues en el fondo sigue con su escalpelo bien afilado, dispuesto siempre a mirar qué se esconde debajo de la epidermis.

Y despojado del exotismo de hace tiempo, vuelve el rumano Cristian Mungiu. Ya se llevó la palma con 4 meses, 3 semanas, 2 días, un drama abortivo muy bressoniano, y ahora intenta reverdecer su gloria. En aquél entonces se dijo que de las tierras transilvanas venía la renovación del cine europeo, que Mungiu era sólo la punta de un iceberg enorme, pero quizá aquello no fue más sino una casualidad histórica, amplificada por una crítica que desde sus gavias imagina tierra firme cada tanto. El tiempo se encargó de demostrar que el descubrimiento era flor de un día, pues en aquél reino ni siquiera había una industria que sostuviera la creación del joven director, de tal manera que, con todo y el éxito internacional de su anterior filme, la promesa tardó seis años para volver a Cannes, el tiempo de su odisea en busca de una nueva película. Esta vez las esperanzas no son muchas. Difícilmente alcanzará la resonancia ya obtenida, pero de su éxito o fracaso depende el que volvamos a ver su cine. El mercado puede ser muy cruel con los cineastas de la periferia.

Finalmente, de todas las latitudes arriban viejos zorros marinos y nóveles capitanes de agua dulce. Una breve ojeada a la bitácora del festival muestra nombres como los de: Ken Loach con una palma a cuestas por El viento que agita la cebada, aunque en una caída dolorosa, quizá porque el mundo ya no necesita esa poética del proletariado en la que enseñó su maestría; Matteo Garrone, que tras el éxito de Gomorra, ha venido a encarnar la esperanza de un renacer del cine italiano, tan sumido en el olvido; Andrew Dominik que después de la elogiada El asesinato de Jesse James repite con Brad Pitt encarnando a un protagonista duro de matar; Wes Anderson, quizá uno de los directores más imaginativos del orbe  trae una aventura de boy-scouts esperpénticos titulada Moonrise Kingdom…. 

Y la lista de nombres que ilustran las tendencias del cine contemporáneo se sigue extendiendo hasta allá donde la vista confunde el mar y el cielo. Así que abandono esta atalaya, mientras un caracol en el oído me trae el eco remoto de un festival que mis ojos no han visto.

jueves, 17 de mayo de 2012

Usmeando, una cartografía olfativa de Localidad


Un ensayo descriptivo en el que intento evidenciar, a partir de una lectura caleidoscópica de los olores asociados a ciertos lugares de Usme, la forma en que las sensaciones olfativas construyen identidades, aunque estos rasgos de lo propio estén permeados por una lógica macabra de la geopolítica que excluye a poblaciones enteras hacia las fronteras de las metrópolis y les obliga a vivir en ambientes signados por la depredación de los recursos naturales, la contaminación ambiental y la instauración de unas marcas del biopoder en su percepción de mundo.

Introducción

El acto de habitar en Usme implica la conciencia de saberse residente de un mundo fronterizo que se aprende a través de los sentidos, en el que las cosas y los escenarios que constituyen el espacio imaginado tienen una marca de origen diferente de los de la otra ciudad, la ciudad del Norte. La localidad Quinta es un universo anexado a la gran urbe por esa dinámica del crecimiento capitalino hacia la frontera, como una célula que se hincha y permea su propia membrana contenedora, dejando un espacio límite en que se funde lo propio y lo extraño, la razón y la sinrazón, lo moderno y lo antimoderno. Esta configuración del territorio, generada por complejos flujos y reflujos históricos, es compartida con otras localidades del Territorio Sur, pero adquiere en Usme ciertas desemejanzas que le dan un carácter de cosa única a este espacio delimitado al suroriente del Distrito Capital.

Esas particularidades se perciben de forma directa a través de los sentidos, antenas del cuerpo que comunican con el mundo y que en su diálogo con el afuera construyen realidad. Así, para el lugareño, el territorio vivencial se torna en una mano que tacta, un ojo que ve, una lengua que gusta, un oído que escucha y un olfato que huele. Y es de esos olores que se impregnan en las fosas nasales y se asocian a ciertos lugares, fragancias que viajan con nosotros en el recuerdo de la tierra, aromas que pueden producir una epifanía que nos devuelve la película y el mundo perdido, de los que quiero escribir en este viaje descriptivo llevando, como en los dibujos animados, el olfato como faro guía por la periferia sur que se configura en la tierra usmeña; convencido, además, de que no existe una relación inmanente entre la experiencia sensorial y la constitución de lo social, que la percepción física del mundo es la forma como el biopoder se inscribe en los cuerpos, de tal manera que la imagen que construimos de la tierra que hoyan nuestros pasos está mediada por configuraciones sociales y exclusiones históricas, que nos trajeron de naufragio en naufragio por el río de una historia que otros escribieron por nosotros.

En ese sentido, si el verbo “husmear” significa en su primera acepción una mejor percepción del espectro de olores dispersos en el ambiente, en este viaje por el topos local vamos a “usmear”, sin hache, como un acto cartográfico e identitario que intenta dar cuenta de nuestro lugar en el mundo desde la experiencia olfativa.

Génesis

En el principio Chiminigagua creó el mundo de la nada, en un tiempo en el que todavía no existían el Estado, la familia, ni la propiedad privada. Después envió a sus aves negras para que volaran en todas direcciones sembrando la luz en sus dominios, pero para nuestro infortunio, el pájaro luciferino que enviaron hacia el sur de Bacatá murió de fatiga en pleno vuelo, por lo que su cuerpo mastodóntico, encallado en el valle del Tunjuelo, estuvo descomponiéndose durante muchas lunas e inundando el territorio con una fetidez intolerable para nuestros antepasados. Así pues, en medio de la oscuridad de los primeros días, porque es obvio que el dios tenía otras tareas más apremiantes que ponerle la luz y los demás servicios públicos a estas periferias, los chibchas de la comarca dieron en llamar Usme a las tierras olvidadas, tenebrosas y malolientes del Sur, así como llamaron “pájaros de mal agüero” a todas las aves de negro plumaje que cruzan su cielo.

Por supuesto que este es un relato apócrifo de mi cosecha, que intenta dar cuenta, desde una explicación mitológica común a nuestros imaginarios, del origen de las exclusiones históricas del Territorio Sur, así como de su asociación con olores en los que el lector no querrá meter sus narices. Ahora bien, para seguir en el terreno de la leyenda, tiempo después de aquellos aconteceres, los hombres, con la ayuda del dios Sué, se colgaron ilegalmente de la luz e inventaron las palabras para ordenar ese mundo que se les había dado. Lo mío y lo tuyo, lo uno y lo otro, el amor y el odio, fueron constituyendo dualidades de sentido desde los cuales interpretaron la realidad. Y las palabras dejaron de explicar las cosas para funcionar como herramientas al servicio del poder, así como la experiencia de habitar la tierra dejó de ser un acto íntimo de comunión con los elementos para convertirse en caída incesante hacia la nada, expulsión del paraíso, pérdida de la inocencia. Tras el pecado genésico, los hombres levantaron un mundo en que la experiencia estuvo mediada por la condición social y las comunidades primitivas, indiferenciadas originalmente, se dividieron entre ricos y pobres, ellos y nosotros.  Así, mucho tiempo después del séptimo día, algún demonio vio que aquello era bueno para sus intereses y separó las aguas entre el Norte y el Sur. A los hombres de las tierras allende la Primera de mayo les heredó la fragancia de los perfumes parisinos y a nosotros, además de la picada radioactiva, nos legó un incienso de oprobio que se hizo lugar de enunciación. En ese sentido, los olores ya no nos pertenecen como experiencia primaria del mundo, sino que son parte de la estructura dominante que llevamos entre pecho y espalda, artilugios hegemónicos del biopoder que dormitan bajo la piel y nos van constituyendo como seres enajenados de cualquier tarea revolucionaria por cambiar el establecimiento. 


Una pizca de historia con dos cucharadas de clavitos macerados

García Márquez recuerda, en Vivir para contarla, a una vecina impregnada de un olor a valeriana, que enloquecía a los gatos, y que siguió evocando el resto de la vida con un sentimiento de naufragio.[1] En esta escena iniciática, el escritor plantea que al igual que una imagen, un olor puede marcar fenomenológicamente la fijación de un lugar, un evento o una persona en la memoria. En ese sentido, en contravía de esta frase macondiana que habla de fragancias infantiles, mi primer encuentro con Usme, ocurrido en el año 1997 está signado por el hedor de la inmundicia. El olor a excrementos se me presentó en aquella época como un fuerte estímulo sensorial que viajaba desde las puertas de la percepción nasal hasta el cerebro, en una travesía subterránea de un impulso que la materia gris prefijó para siempre al paisaje local, constituyendo un cronotopo de la identidad.

Tiempo después, la hediondez subía de las cárcavas, profundos huecos que se incrustan en el mapa como fosas lunares dejadas por la expoliación cementera de recursos naturales, cicatrices incurables de la tierra que con su podredumbre nos dicen que la llaga de la naturaleza sigue abierta, incurable, que supura su fétido lenguaje de aromas perturbantes. Y sigue subiendo ese miasma irrespirable en días calurosos y se explaya enérgico con su nube de mosquitos por los barrios del Danubio y La Fiscala; y reposa sobre la troncal de los articulados rojos; y rodea el fortín del Batallón de Artillería, ofuscando la guardia taciturna de las garitas; y supongo que llega hasta los patios profundos de La Picota y quizá los prisioneros encuentren en este aire pestilente el recuerdo de una libertad lejana, como un mensaje cifrado de esperanza que les enviase el mundo exterior.

Las cárcavas son la cara sin maquillaje del umbral que conduce a Usme, unos espejos de agua maloliente por los que se entra a la madriguera del conejo blanco, que de a poco se incorporan a un paisaje de ruina y óxido, adquieren carta de naturalidad y se quedan a vivir entre el ensueño y la pesadilla. Pareciese que siempre han estado allí, que su olor es mítico, ancestral, como si cuando Bachué desaguó la sabana estas lagunas hubiesen quedado lejos del alcance de su báculo prodigioso. Y esas fosas comunes del capitalismo expoliador han borrado otros recuerdos, el de las viejas haciendas coloniales con sus casas de tapia pisada o el más reciente del Colegio San Antonio arrasado de la faz de la tierra por las inundaciones del año 2002.

Ha pasado una década desde entonces y, en tanto tiempo, el contacto con este tufo cenagoso ha sido obligatorio para los más de 300.000 habitantes de Usme, que entran o salen de la Localidad a diario. Un vaho que emana de las excavaciones producidas por las cementeras y se estanca como una nube vaporosa sobre las avenidas Caracas y Boyacá atrapando en su malla de corpúsculos orgánicos a todas las narices. Nadie está exento de este efluvio espectral, al punto que la gente se ha ido acostumbrando tanto a la situación, que ya nadie parece notarlo. El olor está ahí porque sí, sin explicaciones, ¿para qué?, y se va integrando a una forma de ser y vivir, pues el biopoder penetra en nuestra sensibilidad por las costuras del sentido, como si los usmeños estuviesen acostumbrados a las dañinas pestilencias, a la basura, a las aguas negras. Ya ni siquiera los más escrupulosos usan el pañuelo de los primeros tiempos, cuando más hacen un leve gesto de taparse la boca cuando sopla el viento desde las cárcavas, por el mero hecho de mostrar cierta afectación, pues no existen pulmones para resistir sin respirar los varios kilómetros de travesía por el bosque enmarañado del olor a mierda.

Aunque ya nadie pregunta por el origen de este bálsamo nauseabundo, que en tardes soleadas alcanza cotas insospechadas de hediondez, siempre es bueno recordar que el agua empozada proviene del río Tunjuelo, el mismo que se origina en la represa La Regadera sumando varias  fuentes que nacen en el páramo de Sumapaz y abastece de agua a más de 300.000 habitantes de la Ciudad; pero, a medida que penetra en lo urbano, el río es sometido a todo tipo de vejaciones ecocidas: alcantarillados que vierten sus aguas negras en el cauce, el paso por el embalse seco de Cantarrana, la desembocadura de quebradas contaminadas con todo tipo de residuos y, finalmente, la recepción de todos los lixiviados producidos por el relleno Doña Juana, un flujo promedio de 25 litros por segundo de un líquido viscoso generado por la descomposición de las 7.500 toneladas diarias de basura que depositan el Distrito y otros municipios de la Sabana en los predios del vertedero. Así que el Tunjuelo anegado en las cárcavas, no es más sino una mezcla heterogénea de desechos orgánicos, basura local e importada, aguas muertas, cuerpos en descomposición, residuos de la explotación minera, heces de una ciudad que da la espalda a su mugre y a sus pústulas.

Una vecina malhumorada

Una vez se llega al Portal Usme, especialmente en esas noches en que las brisas que bajan desde la Hoya del Tunjuelo se expanden por los valles de la cuenca baja, se empieza a sentir un viento que huele diferente, como el hálito huero de un dragón antediluviano que respirase bajo la tierra. Y con esta idea de una gran criatura macilenta que sostiene el mundo, uno observa hacia los cerros occidentales que se levantan al otro lado del río y se encuentra con la figura de una gran mujer tendida bocarriba con sus impudicias lamidas por las nubes. Ella es Doña Juana. Así se ha llamado desde tiempos inmemoriales esa formación orográfica intermedia, y uno supone que a los nativos de estas comarcas les debía parecer familiar la imagen de una mujer que es la tierra, pachamama ahora vuelta depósito de basura, que va dejando escurrir por su entrepierna un caudal negro de lixiviado, quintaesencia de toda la bazofia capitalina.

Un día, a finales de la década del ochenta, ese cerro tutelar se convirtió en basurero, no “relleno sanitario” como eufemísticamente le designan las autoridades distritales, en una medida institucional que se suponía transitoria, pero que se hace eterna, pues cada determinado tiempo se aprueba una nueva expansión. Así fue como miríadas de volquetas empezaron a cruzar la ladera día y noche en un constante flujo que no lo para nadie. Luego se levantaron los socavones contenedores y la fetidez fue tomando diversas formas. El basurero fue entonces un fruto maduro que se nutrió de los procesos industriales de producción mercantilista, del rebasamiento de la resiliencia natural, de todas las formas de contaminación instituidas, de los ciegos caminos del consumo desaforado. Estuvo durante mucho tiempo silencioso, pero alimentaba un rencor de desperdicios en su seno. Iba creciendo con cada volquetada de desechos que deglutía y, desde su atalaya, observaba a la Ciudad indolente, masticando un odio visceral. Desde su panóptico, el basurero veía pasar el río espumoso de químicos agroindustriales; las chimeneas a lo lejos cegando el cielo de humo renegrido; las filas hormigueantes de trabajadores corriendo a su labor diaria, como bestias subyugadas al salario; los embotellamientos de vehículos con sus tubos asmáticos expeliendo dióxido de carbono, los buldóceres despellejando la corteza de los cerros. El basurero vio el apocalipsis de una metrópoli que rebasa cualquier idea del desarrollo humano y supo que su destino era el de fungir como ángel exterminador, así que hizo sonar su trompeta cuando creyó llegado su momento.

La explosión odorífera se produjo un septiembre negro del año 1997 cuando miles de toneladas de desperdicios quedaron expuestas a cielo abierto, debido a un deslizamiento en cuña de uno de los baluartes naturales de la montaña. La vieja Juana se desparramó dejando sobrexpuestas las miserias que almacenaba en su estómago y una podredumbre visceral fue recorriendo como una mancha de gas mostaza todos los rincones del Sur y aún más allá. El olor siguió el rumbo de los vientos alisios y pareció que todas las tierras de la cuenca baja del Tunjuelo se cubrían con un aire viciado que sólo podía anunciar enfermedad y daño, como si además de las exclusiones históricas, el destino manifiesto de los habitantes de estos territorios fuese vivir y respirar la impureza, que se mantuvo en el aire durante meses, mientras bajo su efecto nocivo los hombres y mujeres trabajaban, comían y hacían el amor.

Han pasado los años y las toneladas de desechos siguen llegando, mientras los habitantes de los barrios circunvecinos al basurero, con su sistema olfativo ya insensible a la fetidez tradicional que inunda sus casas, sólo en tardes vaporosas acompañadas de lluvia –muy frecuentes en Usme- sienten un efecto extraño en el aire, algo así como una emanación mucho más densa, ácida y nauseabunda; fenómeno éste al que irónicamente designan con la frase “Doña Juana se malgenió”, “se alborotó” o “se rebotó”, metáforas populares en que se funden los humores de la montaña con las consecuencias de los ánimos femeninos.

Ese hedor tan particular llega hasta el portal de Transmilenio, frontera invisible con la otra fragancia de las cárcavas, entonces uno presiente que el aroma del relleno, como una colonia antigua, tiene muchos componentes esenciales e invisibles; por lo que, quizá, con el olfato hiperdesarrollado de Jean-Baptiste Grenouille, protagonista de El Perfume (novela de Patrick Süskind) se podría tomar una muestra ínfima de su esencia y disgregar la sumatoria de olores planetarios. Seguro en ella se hallarían ciertas trazas de sangre hospitalaria, semen encapsulado de los prostíbulos de gente bien, carne de los mataderos clandestinos de caballos, leche en polvo importada de Nueva Zelanda, cunchos de un café “Juan Valdez” del Centro, algún pañal desechable de marca internacional y unas lentejas canadienses que un pobre despreció en un comedor comunitario. Un perfume puede contener al mundo.

De Este a Oeste, de Norte a Sur

Algunos habitantes de Usme suelen decir que son el “norte de Villavicencio”, por aquello de que lo del norte es lo mejor, para indicar que se ubican en la frontera de Bogotá, equidistantes de la capital metense como de los centros del poder distrital. En ese sentido, el barrio Puerta al llano, representa esa imagen del eufemismo que embellece y denota cierta evasión de la realidad marginal. Y es en este barrio donde se ubica otro foco de emisión odorífera de la Localidad: el matadero oficial.

A pesar de que este tiene licencia de funcionamiento, a diferencia del matadero de Usme, ello no le exime de haberse convertido en una fuente de contaminación para los habitantes del sector. El olor a muerte se hace presente en el aire: la sangre, la carne y los excrementos de las reses, contrastan con el olor a campo, que se puede percibir en un lugar que todavía tiene zonas de expansión. Los residuos que se vierten directamente en la Quebrada Yomasa flotan sobre las aguas, formando un lecho sanguinolento que recuerda ciertas coloraciones de caño Cristales, pero la imagen lúdica se torna bofetada cuando se observa cómo su olor pestilente penetra la cotidianidad de un colegio que se encuentra a unos pocos metros del matadero. Y junto al olor, las moscas, propias de los focos de contaminación, asombran por su magnitud, aunque no falta el infante que distrae sus horas tratando de cazarlas con una malla para atrapar mariposas.    

Este olor de beneficiadero vacuno bien lo conocen los habitantes de Usme Pueblo, sector que en las asociaciones de citadinos se reconoce por la venta de carne al por mayor y al detal. Allí, en medio del casco urbano, se ubica el otro matadero de la Localidad. Una vieja edificación que cuenta la historia de días mejores, a la que se siguen trayendo vacadas para el sacrificio y donde se repiten escenas dantescas de sangre, sudor, cuchilla y músculo, que pareciesen tomadas de aquél relato del escritor Esteban Echevarría. El matadero se resiste a desaparecer, quizá porque las personas que allí trabajan y que devengan su subsistencia del oficio de matarifes se resisten con él a seguir siendo considerados una especie en vía de extinción, últimos ejemplares de una raza de hombres madrugadores que enfrentaban la res sin mediación, le apuñalaban profundo el pecho, sentían la sangre caliente correr por el brazo y luego la tasajeaban, mientras se regodeaban en el aliento tibio de la carne recién pelada. Esta faena se repite como en un círculo mecánico e infernal, pero es necesaria para que todas las mañanas, especialmente los fines de semana, cuando despunta el sol en el horizonte, se empiecen a parquear lujosos camperos que vienen a buscar un buen trozo de carne fresca para el asado familiar. Entonces, uno se imagina la escena en la terraza y no deja de sentir cierto escalofrío cuando la contrasta con el performance del sacrificio del novillo.

Es domingo en Usme. Avanzo por la estrecha calle principal como por un mercado chino. Aquí no hay gatos o culebras en exposición, pero hay tanta carne colgando de oxidados ganchos de hierro, olores diversos de cada modalidad expuesta para la venta a como cae la tarde; murillo, falda, lomo, costilla, cada pieza tiene su tufillo particular; y en los zapatos se empieza a cuajar una costra silente de agua sanguinolenta que escurre desde todas partes y se va por las calles en cualquier dirección, a falta de un sistema de desagüe, mezclándose con los meados de los borrachos que orinan contra cualquier pared su ebriedad de chicha y pola. Estos olores se entremezclan con el humo que brota de las parrillas que asan el chunchullo afuera de los piqueteaderos, fritanga, chicharrón, bofe y demás entresijos extraídos de las vacas, cerdos y cabras que se distribuyen desde el sur más sur de la ciudad; además de la papa criolla, la arepa, el plátano asado o el guacamole para picarse al gusto.

Hay una decena mal contada de piqueteaderos, más otras tantas chicherías y famas, que configuran una verdadera economía gastronómica y febril. La materia prima se encuentra al alcance de la mano, los clientes vienen de afuera por el placer de untarse de pueblo, acto que debe consistir en respirar este aire enrarecido; los otros son vecinos de Localidad que viven y trabajan en este espacio con sus batas que fueron blancas alguna vez, ahora manchadas de todos los fluidos animales. También están los nuevos usmeños, esos que llegaron con la fiebre de las casas baratas de la Operación Nuevo Usme, que miran por encima del hombro a los antiguos residentes y que sienten especial predilección por el exotismo gastronómico del lugar. Así se va configurando un espacio mortecino y vivaz de la Ciudad, en que confluyen diversos olores que son uno solo, el olor de Usme Pueblo. Un aroma tan particular que cuesta creer que en el fondo no es más sino el producto disuelto de una configuración del poder geopolítico sobre el cuerpo de los hombres y mujeres que residen en la frontera siempre excluida y siempre palpitante de Bogotá.

Las calderas del diablo…

En el sector del Danubio Azul, en contraste con un nombre que nos remite a los valses de Strauss mientras las luces de Viena se reflejan en un río anchuroso y apacible, sólo se respira un humo negro que viene de las chimeneas donde se cuecen a fuego lento los ladrillos con los que se construirán las casas del norte, los edificios con el toque Salmona, los adoquinados de los nuevos parques más allá de la calle doscientos, el material que le seguirá dando a la Capital ese color anaranjado que es una marca de la casa. Bogotá, más que una urbe de concreto y acero, es una ciudad hecha de tierra caliente, de agregados pétreos compuestos en formas atractivas para el ojo ciudadano, pero allá al sur, donde Transmilenio llega por un solo carril y los jóvenes se revientan las entrañas a cuchilladas, un poco más arriba de donde termina el llano y comienza la loma, se levantan las calderas del diablo. De allí, de esos hornos crematorios que no se detienen, ni de noche, ni de día, sigue saliendo el hollín en grandes bocanadas de humo ceniciento, que se suspende en el aire y se disuelve en la pituitaria de los habitantes del sector.

Algunos cuentan que todo empezó con las ladrilleras, que ellas fueron las que ampliaron el horizonte de la Ciudad hacia este sector y que los barrios llegaron después, pero sin importar la antigüedad de las unas o los otros, lo evidente es que llevan casi medio siglo de coexistencia desafortunada. Desde Morenas hasta la parte alta de Yomasa se extiende una franja que separa los barrios del Parque Entrenubes, en la que históricamente se posicionaron diversas empresas de extracción minera, así como de manufactura de ladrillos y otros productos derivados de la tierra.

Sin embargo, más allá de las escoriaciones generadas en los cerros, el humo de ébano, que se extiende como un polvillo de hollín sobre las casas, los árboles y las vidas de los habitantes de la zona, también ha penetrado en sus pulmones, al punto que los vecinos de estas empresas se hicieron fumadores, contra su voluntad, de los residuos de la  producción ladrillera, con el agravante de que sus casas siguen siendo levantadas con lo que se encuentra más a mano, que en su mayoría no es con los ladrillos que ven pasar en grandes camiones hacia los depósitos de las compañías que los venden en el norte, a familias que respiran su tranquilidad de lavanda y pino.

Transmilenio o el aroma de los otros

Siete personas de la Localidad atraviesan la ciudad a 24 kilómetros por hora apretujados en un espacio de un metro cuadrado. ¿Quiénes son ellos? Mujeres lactantes, viejas verdes, obreros de construcción, no importa, son “desconocidos”, una especie de seres de otra esfera que sólo por azar confluyen en el mismo ínterin. No se hablan, pues siempre fue de dudosa aceptación dirigirle la palabra a extraños. No se miran, porque a esa distancia una mirada es como un disparo. Se comprimen sin tocarse. El cuerpo, prisionero de prendas variopintas no da lugar a la experiencia del otro, a menos que se caiga en el inveterado ejercicio del bluyineo. No se oyen, pues las palabras son un murmullo ininteligible que nadie puede atrapar en el aire, secretos de cotidianidad que a nadie importan. Pero, allí, donde la proximidad atrofia los otros sentidos, elimina la singularidad del mundo y establece un régimen de deshumanización del prójimo, es decir del próximo, siempre nos quedará el olfato.

En la mañana, todo es olor de colonias que se venden en oferta a través de catálogos diversos, aromas de champús de rositas y manzanilla, pulcritud, rocío de la noche anterior, ducha fría que ha dejado una inconfundible esencia de piel húmeda en los rostros de obreros y estudiantes. El viaje se hace en el efluvio de fragancia que emana de esos cuerpos apretujados por el sistema, pero todavía contentos, felices de tener otro día para laburar, para ganarse el pan con su mano de obra barata, pero eficiente. Las mañanas son un agradable cóctel de frescura que embriaga las narices, porque eso sí, desde que existen los articulados, la gente se acicala más para subirse en los diablos rojos, donde todo el mundo lo ve y lo aspira.

Sin embargo este paisaje se vuelve distinto cuando el viaje es de regreso, nocturno y en horas pico. Los rostros sonrientes de la mañana han perdido su alegría matutina. Desaparece la nube de olores cosméticos y, en cambio, sobrevive un tufillo de aguas nauseabundas, efluvios fisiológicos, sudor acumulado de una jornada de duro esfuerzo, trabajo mal pago que se transmuta en olores insolentes. Miasmas de la clase obrera que se apretuja en las estaciones, que se mete a la fuerza donde ya no cabe un alma de más, que recuesta su cansancio contra el otro y que actúa como una fuente de aromas diversos acumulados durante el día, los cuales comparte con la proximidad, en un intercambio de esencias de la Ciudad que viajan hacia el sur a menos de 24 kilómetros por hora.
 
Coda

Tu nombre me sabe a hierba, de la que nace en el valle a golpe de sol y agua, canta Joan Manuel Serrat y me le robo ese verso para dar un panorama de lo que las veredas de Usme evocan al ser nombradas. Allí en el borde urbano-rural, se percibe un aroma de vapor de agua, tan prolija en Usme; la fragancia de la tierra húmeda que producen los alimentos para los citadinos, el humo de los fogones de leña y la exhalación del sancochito campechano en la olla hirviendo; la boñiga fresca en el corral, los cagajones de caballos, la cagarruta de las ovejas, que sólo pueden oler a cucuyina o yaraguá; la leche recién ordeñada que espumea en el balde de aluminio y que se transporta a la ciudad para venderla al detal. Una sumatoria de esencias inaprensibles para el olfato conquistado por el biopoder de la Ciudad. En fin, son 181 Km.2 de olor a pasto, a flores, a resinas vegetales, a estiércol animal, a tierra abonada, a rocío levantándose con el sol. Aromas que conforman un aire liviano, tan fácil de respirar, que nos hacen olvidar por un momento que la zona rural también es Bogotá.

Y más allá de los campos engalanados con hombres laboriosos, se levanta sobre cimientos arcaicos el páramo de Sumapaz. Allí todavía las palabras significan y los aromas cuentan un mundo ancestral. Allá todavía las personas respiran el aire puro, lejos de la mundanal corrupción urbana, pero tal vez, no por mucho tiempo, pero esa es otra historia.


[1] García Márquez, G. (2005). Vivir para contarla. Norma. Bogotá. p.16.