Caracolicito,
12 de enero de 2013.
A
petición de Alvaro y Llerly, quienes han asumido la tarea de echar a rodar el
carreto de las “Escrituras públicas”, les escribo desde una distancia que, más
allá de los atlas y las topografías, se siente muy próxima.
Hoy
me levanté con el sol de la mañana, en tanto es imposible seguir durmiendo después
que este despunta sobre unos cerros orientales que, aquí, corresponden a las estribaciones de la Sierra Nevada de
Santa Marta; pues la temperatura sube tanto y tan rápido que el calor se torna
insoportable debajo de las sábanas. Así que salgo a otro de esos días azules
del caribe colombiano, en que todo es cielo por la madrugada.
En
la cocina, mi hermana Edilma ya tiene café preparado, mientras en la sartén se
fríen las arepas del desayuno. A un costado de la casa, donde funciona un
billar, ya está sonando a todo timbal el último disco de Martín Elías, uno de
los muchos hijos del cacique de La Junta, que intenta seguirle los pasos al
padre. Asimismo, afuera se siente la bullaranga matutina de un caserío en que
todo es ruido, música, calor y polvo.
Esta
casa se levantó al margen de la carretera Panamericana, que pronto será la Ruta del sol, en un lugar en el que
desembocan dos trochas que suben hacia la sierra; de tal manera que en un día
sábado como hoy, el tráfico de carros, motos, jinetes, ganado, carretas y
simples transeúntes es exagerado. Los pitos, el ruido de los motores, los
gritos de los paisanos y la música que viene de todas partes se confunden en
una amalgama de sonidos que emboba mis tímpanos. Es de anotar que sigo con una
gripe mal cuidada y que en este lugar hace cuatro días no llega el agua. Un
tubo tuvo la culpa de la aridez de estos tiempos. Así pues, lo mío es la
sensación contradictoria de estar en un lugar que sueño en la distancia bogotana,
pero que ahora me aturde con su sordidez de tierra caliente.
Ahora
bien, les cuento estas cosas, que atañen al ámbito de mi experiencia más
esencial, porque, en el fondo, la desubicación de esta mañana provinciana es la
misma sensación que me ha perseguido mucho tiempo: la certeza de ya no
pertenecer a un lugar en el mundo. Esa certidumbre de un exilio ab infinitum es
el signo de caín que se ha fijado sobre la frente de los neoñeros. Por ello,
ahora recuerdo esas primeras crónicas que desde la Gran Tenochtitlán nos
remitía Jaime Barragán hace un tiempo, como una especie de evangelio generacional
en que se reflejaba la odisea de toda un comunidad joven en constante
desbandada. Más allá de las anécdotas relatadas y la mirada exotista de quien
se enfrenta a una cultura ajena, lo que contenían las andanzas del neoñero era el
estado de ánimo de toda una colectividad. En esos textos, que se publicaron a
cuentagotas, fuimos tomando conciencia de que había un nexo histórico que
enlazaba las experiencias individuales en un gran relato colectivo. La historia
particular de Jaime era nuestra propia historia.
En
estos días tan cerca de mis raíces, pero tan lejos de mi nuevo hábitat
paramuno, sigo experimentando esa sensación que enunciaba el camarada Barragán
desde el D.F. El neoñero navega entre
dos aguas, pero no pertenece a ninguna. Somos ciudadanos fronterizos, entre el
ayer y el mañana, nunca habitantes del presente. Entre la tradición popular de
los padres y la cultura mediática del Gran Hermano. En ese sentido, nuestra
lucha es por hallar un intersticio en el armazón social donde poder respirar
con comodidad, una brecha entre el cardumen donde ser, sin doblar la cerviz, ni
fundirse con los demás peces. Esa búsqueda desesperada de una tierra al este
del Edén siempre conduce a la soledad. El neoñero se acostumbró a ser la oveja
diferente, pero no conjuró el maleficio de la extrañeza frente a los propios,
sino que profundizó en la brecha y en sus consecuencias, al punto que terminó
reivindicando un nuevo orden, no necesariamente expandible a todo el rebaño. En
ese sentido, sabe que lo suyo no es el camino del profeta, en tanto su verdad
no tiene receta y vale, casi exclusivamente, para él solo.
El
neoñero es hijo de la universalización del conocimiento y la cultura, o para
decirlo de otro modo, es hijo del proyecto ilustrado. En su génesis proviene de
familias populares. Su extracción es proletaria, pero de alguna manera vive la
experiencia de San Pablo en el camino a Damasco. Sufre algún tipo de correspondencia
epifánica que le lleva a romper con el proyecto de vida paterno. A partir de
entonces, se queda solo en el mundo y tendrá que labrarse su propio camino. Sin
embargo, a medida que avanza descubre que la soledad era aparente, que hay otros
como él, y que los sueños que creía propios eran comunes a muchos de su
generación. Así pues, su enfermedad no es epidémica, sino episódica. La
epifanía no es general, ya que en su mayoría los hijos de los sectores
populares prefieren amoldarse al modelo conocido, seguir el camino seguro, que
siempre desemboca en la subordinación económica, política e ideológica.
Ahora
bien, como cada neoñero ha renunciado a la porción de mundo que le correspondía
como heredad paterna, debe labrar su propio campo. Es entonces que aprende a
desconfiar de los sistemas, los pesos y las medidas. Construye su leyenda
personal distanciándose del modelo familiar y eso implica una serie de riesgos,
en tanto significa caminar sobre arenas movedizas, cuestionar el ideal de
familia, los valores tradicionales, las relaciones de poder y, en últimas, el
proyecto hegemónico de las clases dominantes. Ello conduce a que nuestro héroe
deba repensarse su lugar en el mundo, encontrar un nuevo sentido para sus
acciones, hacerse de herramientas diferentes, explorar otras tierras y, como en
una escena de una película buñueliana, cortarse el cristal de las pupilas para
ver de otra manera. Por supuesto, que el proceso es lento y no está exento de
celadas, retrocesos y renuncias.
Así,
finalmente, cuando el neoñero ha superado el estado larvario, descubre que hay
otros con los cuales puede sumar voluntades, construir proyectos colectivos o,
simplemente, meterse a una rockola a echar pola y adelantar cuaderno. En ese
estado superior, Gregorio Samsa ya ha aceptado que es un monstruoso insecto.
Puede reírse de sí mismo, asumir una actitud crítica, no necesariamente
combativa, frente al mundo y revalorar desde un lugar más tranquilo el acervo
familiar al que antes había renunciado. En tanto, al cabo de los años, ha
aprendido que no se puede desprender completamente de la vieja caparazón, que
la esencia de lo popular sigue empozada en el alma, que el ascenso por las
escalas del saber y la cultura, siempre conlleva un descenso a las páginas del álbum
familiar. En ese sentido, el neoñero armoniza lo que es contraste y oposición,
el folclor con la alta cultura, la telenovela con el cine de Bergman, Paquita
la del barrio con Concha Wika, el guarapo con el whisky en las rocas, la
lectura de Roberto Bolaño con las novelitas rosas de Corín Tellado o el caviar
con la pelanga.
Así
pues, en estos días de parranda, comida y excesos, descubro en mí mismo a un
habitante del mundo que desde su portátil escribe, en la canícula festiva del
trópico, estas palabras para los camaradas neoñeros, convencido de que la
frontera, el no-lugar y las zonas periféricas son esos escenarios donde todavía
podemos construir otro mundo posible.
Un
abrazo currucuchumbambero;
Fito
Celis.