miércoles, 10 de abril de 2013

¿Quo vadis, Báiz?



Roa, la nueva película de Andrés Báiz, termina con una secuencia que merece toda mi atención, en tanto que ilumina el espíritu general de la obra. Intentaré contarla tal como la he visto: Juan Roa Sierra, el supuesto asesino de Gaitán, ha sido linchado por la multitud y su cadáver desnudo aparece tendido a mitad de una gran escalinata. La imagen de este cuerpo ultrajado se muestra en una sola toma que inicia con un plano general filmado desde arriba y va descendiendo poco a poco, gracias a un movimiento de zoom, hacia el cadáver, hasta que reposa en un primer plano de su mano izquierda en la que aún tiene puesto un anillo ridículo. Pero eso no es todo, todavía hay más. Resulta que a nuestro director se le ocurrió la originalísima idea de presentar el cuerpo mancillado y desprovisto de vida apelando a una estética deudora de la serie de grabados titulada “Los desastres de la guerra” de Francisco Goya. Entonces, lo que tenemos es un ser humano convertido en un guiñapo que al señor Báiz le interesa que se vea hermoso, la cosa más bella jamás filmada. Es decir, para mí el problema no es tanto su falta de originalidad, pues el cine es un arte que existe en tanto canibaliza otras artes, sino la relación que en la secuencia descrita se establece entre la estética y la ética. 

El pintor español experimentó el horror de una guerra irregular que libraron millones de compatriotas para expulsar al invasor francés de su territorio, de tal manera que esta cercanía con la muerte no es solo un motivo pictórico. En su serie temática no se regodea en el horror, sino que presenta unos grabados desprovistos de color o artificios, en los que las líneas expresivas parecen trazadas con las uñas. Goya rehúye de cualquier estetización de la violencia, en ese sentido, sus cuerpos mutilados, cosificados por la fuerza irracional de la guerra, no son postales para la galería, sino signos de un horror sin nombre que el artista intenta conjurar. Cada obra recupera la humanidad de las víctimas en su retrato sin edulcorantes de la pasión de un pueblo por su libertad. Es ahí donde su arte establece una frontera insalvable con la pornografía. 

Por su parte, al cineasta colombiano no le interesa la humanidad de sus personajes, solo busca una belleza de bodegón en la que el hombre tendido representa una masa de carne magullada, generando una composición que hará las delicias de quienes creen que en el cine todo son formas, volúmenes y relaciones espaciales. Efectivamente, el director logra una toma que uno podría decir que es bella, si no fuera porque ha convertido a un hombre en un objeto decorativo. Vuelvo y lo repito: Andrés Báiz Ochoa, Andi para los amigos, cineasta colombiano solo por el hecho de haber nacido en Cali, comete la osadía de representar a un ser humano ya sin vida como si de una cosa se tratara, tal vez pensando que la belleza está por encima de cualquier valor. Esto se llama ABYECCIÓN con todas sus letras en mayúsculas.

El debate sobre la abyección cinematográfica lo libró la crítica francesa hace medio siglo a raíz del famoso travelling de Kapo, una película de Gillo Pontecorvo, pero es obvio que a nosotros todo nos llega tarde. En aquél tiempo un joven Jacques Rivette escribió que quien hiciese aquello que había hecho el cineasta italiano, sólo merecía “el más profundo desprecio”, y continuaba: “Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas”. Pues bien, esa misma apostasía es la que comete el director caleño, dando muestra de un sadismo gozoso que horrorizaría a los realizadores de Holocausto caníbal. Báiz espectaculariza el cuerpo inerte de Roa Sierra. Quizá piensa que en esa toma convierte al hombre martirizado por la turba en una “estatua” visual, un cuadro bello y siniestro, pero esa última secuencia, que bien pudo filmar de otra manera, dice más de él como persona que de su talento como realizador. Entonces uno está tentado a creer que para un joven de buena familia, no tocado por el horror de nuestra violencia epidémica, en tanto ha pasado mucho tiempo en un exilio “artístico” a medio camino entre París y Nueva York, el problema de la representación se reduce a un formalismo estetizante, banal y desideologizado.

La vileza audiovisual de Báiz, entonces, no radica en el qué, sino en el cómo. Su película no es arte, como los cuadros horripilantes de Goya, sino un artefacto kistch, que pretende copiar una estética legítima, pero que en su intento deja ver la impostura. Roa intenta ser bella, pero no es justa, como diría Serge Daney. El problema es que el director no filma con temor y temblor a un hombre muerto, tratando de salvar la justa distancia con el hecho violento, sino como si de un saco de patatas se tratase. La cámara, literalmente, ejerce como un falo visual que viola al cadáver, con lo cual el director ejerce una violencia simbólica donde antes ha actuado la violencia física. Y lo hace porque no siente ningún entusiasmo con lo que cuenta. Al realizador caleño parece no interesarle la tragedia del conflicto colombiano, sino sólo sus jueguitos pendejos con la cámara, así como la búsqueda inane de una belleza artificial y del aplauso cómplice de unos críticos arrodillados a sus trucos inmorales. 

Finalmente, podría extenderme un par de páginas más sobre los múltiples y evidentes fallos de la película en cuestión, pero como dijese Bartleby: “preferiría no hacerlo”. No se lo merece.