miércoles, 21 de agosto de 2013

Una biblioteca que era un oasis


En noviembre del año 2003, cuando regresé a Bogotá con $50.000 en el bolsillo y las ganas de estudiar literatura en remojo, me acerqué por vez primera a la Biblioteca Pública La Marichuela, quizá porque no tenía dinero para gastar en libros y porque era el espacio de lectura que me quedaba más cerca. También, porque estaba tan solo, desparchado y sin oficio, que leer era una forma de matar el tiempo y de cobrarme una vieja deuda con mis profesores de literatura, que yo no sé cómo hicieron para birlarme la experiencia de los mejores libros de la cultura occidental en bachillerato. ¡Malditos! En aquellos días, mientras desempeñaba oficios tan poco literarios como lavador de platos en un restaurante en Galerías o vendedor de tapetes para autos en el semáforo de Yomasa, tuve tiempo para hacer un viaje sin brújula, al tin marín de do pingüé, por los estantes de cuento y novela, que siempre están al margen de la demás colección.

Llevé una foto 3x4 con fondo azul y un recibo de servicio público, llené un formulario y esperé una semana la llamada de confirmación de los datos, al cabo de la cual pasé a reclamar un carnet que me daba la opción de sacar tres libros en préstamo. Colección general, una semana y literatura, quince días. Ahora, reviso una libretica de apuntes y encuentro en su respectivo orden cronológico, con una referencia de una página, el listado de las cosas que leía entonces. Es evidente, por las fechas continuas, que me dediqué a leer como un desesperado todo lo que se me atravesaba, como si no hubiera mañana, como si tuviese que recuperar el tiempo que había gastado en otras cosas. Empecé por la saga del gaviero, siete novelas en una semana a razón de una por día. Nunca había leído nada de Álvaro Mutis y me despaché toda su obra narrativa de un solo envión, en la edición de tapas coloridas de “La otra orilla”. Esa prisa debe ser la causa de que nunca recuerde cuales son las tramas separadas de Amirbar, Un bel morir o La nieve del almirante. Sé que una trata de un viaje en un planchón río arriba, la otra es sobre la explotación de una mina y la restante sobre un cargamento de armas a lomo de mula, pero hasta ahí recuerdo.

Después de Mutis seguí con Borges, sus cuentos de Ficciones y El aleph fueron uno de esos descubrimientos trascendentales, como cuando uno de niño se da cuenta que no existe el niño dios, ni la cigüeña, dos entes de la misma naturaleza espectral. Después, dice mi libreta que leí los cuentos petersburgueses de Gógol, una antología de Chejov, El jugador de Dostoievski y que dejé a medio camino Guerra y Paz de Tolstoi, en un arrebato de amor por los autores rusos, que todavía no se me pasa. De Herman Hesse me consumí El lobo estepario y Sidharta, dos novelas maravillosas; pasé a Faulkner con Mientras agonizo y Las palmeras salvajes. Después, siempre viajando hacia el sur del Río Grande, me devoré con ansias locas Pedro Páramo de Rulfo, Las lanzas coloradas de Uslar Pietri, Los jefes y Los cachorros del primer Vargas Llosa y El astillero de Onetti, para terminar rendido a los pies de Rayuela, una de esas novelas que siempre se me han resistido de una manera extraña. Así pues, para no hacer una enumeración interminable de obras que no vienen al caso, paso a contar un nuevo descubrimiento.

Uno de aquellos días, mientras hacía la fila para sacar mis tres libros de costumbre, observé en la cartelera un aviso que invitaba al club de lectores de los viernes por la tarde. Así que en la siguiente sesión ahí estaba a la hora señalada. Entonces fue que conocí al personaje, cómo describirlo, el típico ñero ilustrado. Un individuo que de habérmelo encontrado en una calle desierta me habría hecho pensar “¡aquí fue, me robaron!”. Pero no, El Cami, como le decían al individuo, no porque se llamara Camilo, como efectivamente se llamaba, sino porque había despachado para el CAMI de Santa Librada a más de uno a patecabra olímpica, era el coordinador del incipiente club libresco. Aquél joven, que se notaba recién estaba estrenando cédula, máxima aspiración de un ñero de barriada, me pareció un personaje muy particular. Habríase visto tipo más leído y chicanero, si yo le hablaba de Borges, él me salía con Saki o Lord Dunsany, que eran esos autores de los que el maestro se había nutrido y que yo desconocía. Además resultó un erudito en libro-álbum. Llegaba con sus historias de Willy el tímido y de Olivia, que nos leía con cierta expresión afectada. En fin, la cosa es que con el compadre Camilo Urbano, desde entonces nos une una amistad libresca que siempre pasa por las preguntas sobre los autores que cada uno va leyendo. Ahora, mientras yo le cuento de un tal Mijaíl Bulgákov, él me azara la plaza con Roberto Bolaño, a quien para más señas yo confundía hasta hace muy poco con Chespirito. Y claro, si uno debe decir que la lectura rehabilita ñeros, el Cami sería la prueba más perfecta de ello.

En ese club de lectores de los viernes, también conocí a un parche de jóvenes inquietos y con muchos proyectos por delante. Llerly Darlyn que me invitó a un taller de tango y que ha seguido durante años invitándome a tomar tinto con limón a su casa. Dennis Martínez, una muchacha de risa bonita que no terminó de crecer, pero que no lo necesita para ser una gran persona, quien venía siempre con Carolina, una chica con ínfulas de poeta y un piercing en el ombligo. Anwar Elí, un miembro del club de fans de Britney Spears, a quien le debo el haberme llevado a conocer el Oldhu, que sería otra de mis casas. Tampoco me olvido de los hermanos Oscar y Leidy Rodríguez, muy pilos ellos, de Patricia que escribía unos textos todo góticos y, por supuesto, de Kelly Mejía, una muchachita casi adolescente, quien estaba embarazada y tenía un ángel que todavía no pierde. Esos nombres siempre los recuerdo con cariño, porque de su mano y sus palabras, fui conociendo de otra manera esta Localidad. Se diría que fueron mis primeros amigos usmeños. Ellos me llevaron a conocer el CEC Fe y Alegría, donde proyectaban cine o presentaban obras de teatro los viernes por la noche, me invitaron las primeras cervezas en Música ligera, un templo del rock en español donde me llené los ojos de humo mucho tiempo; pero, sobre todo, hicieron más agradable la semana a la espera de nuestro pequeño espacio de lectores.

Ahora, cuando devuelvo el casete y reviso mi libreta de apuntes, sé que la lectura, en aquellos días, era una forma bastarda de escaparme del mundo, de mi triste situación de miseria, desplazado en una ciudad llena de frío. La biblioteca fue un oasis donde descansar los pasos. En sus estantes encontré, más que buenas historias, una excusa para sortear el hambre. Por eso, todavía tengo medidos los minutos y los pasos que me gasto de mi puerta a la suya. El camino también siempre es el mismo. Sigo a la ruta del alimentador, paso tangente al parque del Cortijo, cruzo por detrás del Colegio Cervantes, rodeo las instalaciones y franqueo la puerta. Una vez allí siento que estoy en una vieja casa a la que siempre volveré, porque el vínculo que me une con el espacio se ha tejido durante una década y está signado por los nombres de las personas que hicieron que me enamorara de esta humilde casa de las palabras, tan llena de historias y recuerdos. Entonces, cuando cierran las puertas de Biblioteca de La Marichuela, es como si me estuvieran clausurando la memoria de esos días en que los libros eran un refugio seguro contra todas las catástrofes.






miércoles, 14 de agosto de 2013

2.000-2011 Odiseas y naufragios del Cine Colombiano




Este artículo propone una aproximación a la calidad del cine colombiano actual a partir de una revisión de las tendencias y apuestas de las películas nacionales estrenadas desde el año 2000 hasta finales del año 2011.

Introducción

He visto cine colombiano. En realidad me he consumido ochenta películas estrenadas durante este siglo[i] con el afán de aprehender, de alguna manera, la esencia de eso que se llamaría “el cine nacional”, al punto de haber estado a punto de una indigestión cinéfaga. Así como en la ópera prima de Alain Resnais, Emanuelle Riva le juraba a su amante japonés que había visto Hiroshima, a mí me podría ocurrir que alguien me espetara un “¡No has visto nada!”. Por supuesto que no he visto las naves ardiendo más allá de Orión, ni los rayos que se extinguen en las puertas de Tanhaüser, pero insisto en que estos ojos míos han visto cosas que creo necesario compartir con otros. Y en ese acto de ver, videar, escudriñar juicioso cual ratón de filmoteca, me quedan unas cuantas imágenes del continuo naufragio y de las pequeñas odiseas de un cine todavía en pañales como el nuestro. Estoy convencido de no haber descubierto grandes continentes allende los mares, monstruos infames de un solo ojo, ni rutas de camelleros en el desierto cinematográfico, tal vez algunas huellas dispersas que pueden ser seguidas como un hilo de Ariadna en esa tarea de intentar comprender nuestro cine; en ese sentido, no traigo verdades acuñadas, irrebatibles, absolutas, cuando más un compendio de ideas farragosas, un puñado de lugares comunes y alguna pequeña idea luminosa entre tanta palabrería. 

Alguien debió decir que teníamos dos profesiones: técnicos de fútbol y críticos de cine, oficios que ejercemos a partir de eso que se llamaría “la facultad estética de juzgar”, que según Kant sería algo así como una capacidad humana universal,  intuitiva, desinteresada y no fisiológica, para apreciar lo bello. Sin embargo, es seguro que el filósofo de Königsberg no conoció la magia de la pelota, ni el arte de los hermanos Lumiére, por lo que su crítica del gusto no es suficiente para categorizar los placeres de estos pueblos de demonios. Pero, para seguir con la idea inicial, pareciese que uno de los problemas para discutir sobre nuestro cine es que se han naturalizado una serie de ideas sobre lo que deben ser las “películas colombianas”, como si los criterios de valor no fuesen móviles con el tiempo y como si todo el celuloide filmado en este suelo fuese cortado con la misma tijera. En ese sentido, mi apuesta revisionista pasa por borrar la bitácora, limpiar los prismáticos y recorrer la geografía del cine nacional intentando deshacerme de los prejuicios en la mirada, concediéndole a las películas el beneficio de la duda; en tanto tengo la impresión de que muchos de los críticos que pontifican sobre el cine colombiano lo hacen desde una escala de prejuicios y valores inamovibles. 

Así pues, he visto más de cien horas de filmes colombianos estrenados después del año 2.000, obras en su mayoría cobijadas bajo la Ley de Cine (814 del 2003) y los programas de estímulos del Ministerio de Cultura. A partir de este corpus significativo, aunque no completo, ya que se centra casi exclusivamente en largometrajes de ficción, ensayaré una serie de apuntes sobre la calidad de nuestro cine, siempre desde un acto no performativo en el que lo dicho no es una verdad incuestionable, con la salvedad de que como muchos proyectos cinematográficos en nuestro país se desarrollan bajo el régimen de la co-producción internacional, lo que ha puesto a tambalear el sistema de nacionalidades, para que una película sea considerada colombiana, de acuerdo a la legislación vigente, debe ser realizada por una productora nacional, que al menos el 75% de sus autores, técnicos y actores sean criollos, que la filmación se realice en nuestra geografía patria (salvo exigencias del guión) y que esté rodada en alguno de los idiomas hablados en el país. Con tales presupuestos, entonces, obras recientes como Amar a morir (Fernando Lebrija), Rabia (Sebastián Cordero), Contracorriente (Javier Fuentes-León) o Chance (Abner Benaím) no hacen parte de nuestra cinematografía, sino de las de México, España, Perú y Panamá, respectivamente; mientras que sí se deben contar como nacionales a películas como María llena eres de gracia (Joshua Marston), Rosario Tijeras (Emilio Maillé) o La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder), aunque tengan directores extranjeros; o a Paraíso travel (Simón Brand) y Riverside (Harold Trompetero), aunque su acción transcurra fuera del país.

Imágenes Tricolor

El debate sobre la calidad de nuestro cine es una piedra en el zapato de los críticos, pues pareciese que en ello nunca se parte de cero, sino que ya existen juicios de valor irrebatible, tales como “el cine colombiano es malo y punto” o “nuestro cine sólo habla de violencia y narcotráfico”, lo que cierra cualquier posibilidad de diálogo. De hecho, hay una escena en la película El colombian dream de Felipe Aljure en la que un personaje quema diez cajas de cine colombiano en formato vhs porque dice que eso no vale nada; sin embargo, la ironía es que los videocasettes echados al fuego están repletos de narcóticos, lo cual hace que tengan un valor económico en sí, independiente del contenido de las cintas, aunque de una forma evidente el director señala el hecho de que cierto cine colombiano se produce con la misma lógica con que opera el narcotráfico, es decir, instrumentando todo el trabajo y la creatividad humana al servicio exclusivo del mercado.

Sin embargo, más allá del debate en abstracto, lo que se debería definir es qué se entiende por calidad y quién la define. Para el primer caso, quiero evitar las definiciones etimológicas, que como todas las genealogías no explican los fenómenos, para lo cual asumo la calidad como una escala de valores subjetivos en la que se miden los logros artísticos de una película. Entonces, como ocurre con las polémicas mediciones de la pobreza, intento una definición de calidad desde un enfoque de múltiples variables, las que sumadas nos deberían decir simplemente si una película es buena, regular o mala. En ese sentido, y partiendo de la propuesta de Laurent Jullier en su libro ¿Qué es una buena película?[ii] revisaré los seis criterios propuestos por este autor, para luego ir un poco más allá en mis apreciaciones, sin caer en el debate sobre el campo de las instituciones y los procesos mediante los que se legitiman los logros estéticos de una película.


1.        Las buenas películas tienen éxito comercial
Este criterio es cuantificable, se basa en el número de personas que pagan la boleta y asumo que no se cuentan los pases de cortesía, ni los colados, el “pague uno lleve dos” y otras tácticas usadas para que lo caro sea más barato, tan propias de estas tierras. El sentido común diría que las mejores películas son aquellas que los espectadores acuden a ver en masa porque no se las pueden perder, porque la gente va para donde va Vicente, porque los miércoles son días de “tapitas”[iii] o porque se rifan tres motos en la taquilla[iv]. En fin, si aplicamos este principio al cine colombiano, pues entonces tenemos que El paseo de Harold Trompetero con 1.500.000 espectadores, es la mejor película filmada bajo nuestra bandera en lo que va del presente siglo; pero esta aseveración no está exenta de polémica.

Ahora bien, detengámonos un momento para revisar, siguiendo las estadísticas de Proimágenes[v], el “top ten” de las películas más vistas por los colombianos en este periodo de tiempo. A la ya citada El paseo, siguen en estricto orden descendente y con cifras aproximadas: Soñar no cuesta nada (1.198.000), Rosario Tijeras (1.053.000), Paraíso travel (888.000), Muertos del susto (658.000), In fraganti (596.000), La pena máxima (500.000) Bluff (492.000), Te busco (469.000) y Satanás (464.000). Es evidente que si estas películas son la mejor expresión de nuestro cine, la conclusión final sería para arrancarse los cabellos y colgarlos del ciprés, como cierta virgen de su amor viuda que se coló en nuestro himno nacional. Más allá de las excepciones que puedan significar un par de filmes apenas regulares como Satanás o Paraíso travel, lo restante raya la mediocridad más en boga, en tanto no pasan de ser simples productos industriales para el consumo masivo, pero sin ningún atisbo de calidad artística, sin otros valores más allá de una apuesta por un discurso artificial de la colombianidad. Películas plagadas de lugares comunes, narradas con todos los códigos del espectáculo televisivo y, a todas luces, pensadas para vender boletos con estrategias publicitarias afincadas en lo que se supone es el “gusto popular”, gusto que por supuesto ha sido moldeado por los mismos medios de comunicación y el discurso hegemónico. 

En ese sentido, no es extraño que entre las diez más taquilleras, la mitad lleven como marca de fábrica el escudo de armas de Dago García, el rey midas de la televisión chibchombiana, quien después de explotar el horario prime time con telenovelas tan plagadas de lo kitsch como Pedro, el escamoso, optó por llevar a la gran pantalla sus historias sobre el “así somos los colombianos”, enlazando desde Posición viciada -una película apenas iniciática que sólo convocó 10.000 espectadores- hasta el megaéxito de El paseo, una serie de doce largometrajes que acumulan un promedio de 424.00 espectadores por estreno, lo cual nos haría suponer que el señor García ha encontrado la fórmula para hacer un cine taquillero, siguiendo el modelo de las producciones norteamericanas, en el que siempre expone una visión particular de lo que él considera es el “colombiano promedio”, convirtiéndose en ese sentido en un verdadero autor, “pero un autor mediocre”, pues como señala Pedro Adrián Zuluaga: 

Los referentes de clase que Dago utiliza en sus películas -una mezcla de sentimentalismo en la narración con una dirección de arte recargada y chillona donde sobreabundan los divinos niños y otras marcas y mercancías por las que se definiría la pertenencia a un grupo social y por consiguiente a una nación- no sirven para cuestionarnos con altura e inteligencia, según su encumbrada pretensión, sino para idealizar ad nauseam al "colombiano común" que él mismo se inventa, y por el cual supuestamente "habla", en la mejor tradición de los intelectuales[vi].
 
Asimismo, tras los pasos de Dago, otros han encontrado en la adaptación de éxitos editoriales de dudosa calidad (Paraíso travel, Rosario Tijeras, Satanás, Esto huele mal, La virgen de los sicarios, Sin tetas no hay paraíso o El cartel de los sapos), los que incluso llegan a tener versiones televisivas antes o después de saltar a la gran pantalla, o en el sensacionalismo de la coyuntura noticiosa (Soñar no cuesta nada, La pena máxima o El arriero) la llave mágica para abrir el cajón de los blockbusters, sin asumir riesgos de contenido o forma, simplemente plegándose a eso que se supone que el espectador quiere ver, sin ninguna otra aspiración testamentaria que vender tiquetes para ganar dinero. 

Ahora bien, a este escenario habría que oponer el de filmes cuyas cualidades artísticas, reconocidas en gran medida por los críticos, no se ven compensadas mayoritariamente por la audiencia, lo cual implica una especie de divorcio entre el sentido de los torniquetes en las salas de cine y la dirección de las voces más autorizadas. En ese orden de ideas, entonces, resulta cuando menos interesante observar las cifras que arrojan apuestas arriesgadas de películas que intentan crear su propio público, pero que en muchos casos terminan estrellándose contra el frío cemento de la contabilidad. Así pues, la estadística muestra que documentales como La desazón suprema o El palenque de San Basilio sólo llevaron 1.000 espectadores a las salas, a los que siguen los magros resultados de películas como: Malamor (3.500), Sin Amparo (2.075), Siniestro (3.000), Juana tenía el pelo de oro (4.670), Terminal (5.000), Bogotá 2016 (5.000), Karen llora en un bus (5.821), Yo soy otro (6.153), PVC-1 (6.860), La sombra del caminante (7.800), Pequeñas voces (9.631) o Soplo de vida (10.000); cifras que, en casi todos los casos, implican pérdidas considerables para sus realizadores, al punto de extirpar sus sueños de continuar haciendo cine. 

Un poco más arriba, en la misma tabla, se ubican filmes que de a poco van encontrando un nicho de público en expansión que nos hacen presumir que es posible un camino a la producción de películas con presupuestos limitados, sólo si se reducen los costos de producción, se acumulan diversos premios de convocatorias diversas y se apela a estrategias de distribución imaginativas; lo que implicaría que a mediano plazo se puede revertir la tendencia de que el cine más de autor no encuentra espectadores. En ese sentido, puede ser esperanzador que La sangre y la lluvia contase con 91.000 espectadores, Los actores del conflicto (90.000), Los niños invisibles (57.000), García (53.000), Te amo, Ana Elisa (50.000), Retratos en un mar de mentiras (45.000), Riverside (44.000), La sociedad del semáforo (42.000), Todos tus muertos (37.000), Apocalipsur (26.000) o El vuelco del cangrejo (24.000); la excepción a estas experiencias serían películas como Los viajes del viento (162.000), Sumas y restas (247.000), Perro come perro (291.000) María llena eres de gracia (315.000), El colombian dream (377.000), El rey (373.000) y Los colores de la montaña (378.000), películas cuyas aspiraciones formales, estilísticas y de contenido no necesariamente corresponden con las del cine más comercial.

En relación con las cifras presentadas, no hay que descorazonarse todavía, pues a veces, como afirma Jullier, “el éxito (de una película) originado por la curiosidad que despierta en los demás, la voluntad de cooperar con la cohesión social viendo lo que todo el mundo ve, es, en realidad, inherente a la vida gregaria” (2006: 64-65), es decir que los fenómenos de asistencia mayoritaria a las salas están atravesados por unas lógicas que son las de la psicología de masas en una época signada por las multitudes que llenan escenarios, acuden en rebaño, compran colectivamente y se mueven como un organismo vivo. Asimismo, para el éxito o el fracaso de una película en taquilla no cuentan sólo las cualidades intrínsecas de la misma, sino también otros factores que hacen que la gente acuda en tropel al reclamo de los realizadores, tales como la fecha de estreno, la estrategia publicitaria, los antecedentes de sus realizadores, el gancho de la historia e, incluso, variables tan azarosos como el clima. 

Por ello, a pesar de que los teóricos del guion como Robert McKee insistan en que existen unas historias que le deberían gustar a todo el mundo, este criterio tampoco es fiable del todo, tal como lo demuestra el documental Nadie sabe nada. Los secretos del cine (Bill Couturié, 1996) que enseña a partir de casos concretos cómo no existen fórmulas absolutas que garanticen el éxito de un filme, en tanto películas como El viaje del emperador, Paseando a miss Daisy o Danza con lobos, por poner tres ejemplos, desafiaban toda presunción de lo que debía ser un éxito de temporada, mientras otras obras pensadas exclusivamente para mover el torniquete de las salas de cine terminaron siendo fracasos absolutos, verbigracia El clan del oso cavernario. Aunque este documental alude específicamente al cine hecho en Hollywood, en nuestra cinematografía también se ha consolidado una tendencia mercantilista que señala ciertas pautas que deberían seguir las películas cuya única apuesta es el público masivo, ello no es malo de por sí, pues como plantea el director Julio Luzardo, por el bien del cine nacional es necesario que haya grandes éxitos de temporada[vii]; el problema más bien radica en la aplicación desmesurada del “todo vale” con tal de llamar al rebaño. En ese sentido, vemos que en el cine colombiano se empiezan a usar estrategias de marketing como la de repetir siempre lo que ya funcionó en cine o en televisión. Las películas de Dago García son el mejor ejemplo de ello, pues parece que siempre cuentan la misma historia de la misma manera, pero también caminan en esa dirección, con ciertas excepciones, el último cine de narcos (En coma, El trato, Sin tetas no hay paraíso, El cartel de los sapos o El arriero), las historias del conflicto (La pasión de Gabriel, PVC-1, La sierra o Karmma) o los ensayos específicamente de género (Al final del espectro, El páramo o Póker). 

Finalmente, debo aclarar en este ítem que se debe diferenciar la taquilla de la rentabilidad comercial, pues como estimaba el mismo Luzardo hace tres años, el 84% de las películas colombianas implican fracasos comerciales, en tanto no alcanzan a cubrir sus gastos de producción, lo cual hace que, por ejemplo, un éxito de temporada como Rosario Tijeras arroje pérdidas cuantiosas, mientras películas de menor asistencia podrían considerarse éxitos en términos económicos[viii].


2. Las buenas películas están bien hechas

Hace algún tiempo, el cine colombiano se caracterizaba por ser un “cine imperfecto” técnicamente hablando, parecía que estábamos lejos de obtener la calidad de imagen, sonido, musicalización, diseño de arte, efectos especiales o montaje, entre otros aspectos, que se veían aún en las peores películas que provenían de gringolandia. Así, por ejemplo, una película como La gente de la Universal de Felipe Aljure, un referente indudable de nuestro cine, tiene defectos de audio que hacen casi incomprensible lo que dicen sus personajes. Pero esta tendencia, gracias a la especialización de los técnicos en las diversas ramas del hacer cinematográfico, es prácticamente historia del pasado, algo comprobable con la factura técnica de algunos productos de exportación como Saluda al diablo de mi parte y El páramo, o con el premio a mejor fotografía que obtuvo Todos tus muertos en el Festival de Sundance, lo que muestra que ya no es un problema el hecho de rodar a mediodía con toda la luz del trópico.

Asimismo, gracias a fenómenos globales como la televisión satelital y los formatos de alta definición, el espectador ya no está dispuesto a aceptar películas con evidentes fallas en su manufactura. Ello implica que en el aspecto técnico el ojo del público se ha educado al punto de reconocer lo que sería una buena producción en los audiovisuales que observa, lo cual también genera mayores exigencias de rodaje que le cierran el paso, por ejemplo, al cine histórico o a la ciencia ficción. Al respecto, nótese que a pesar de la coyuntura de la celebración del bicentenario de la Independencia, nadie se atrevió en nuestro cine a realizar una obra conmemorativa de la gesta libertadora, algo que modestamente y con grandes esfuerzos sólo realizaron los mexicanos (Hidalgo) y los argentinos (Revolución, el cruce de los Andes). Al respecto, se puede decir que, por ejemplo, ya no es aceptable para el espectador que se le presenten como lugares del extranjero escenarios filmados en Colombia, o mediante el uso de fondos paisajísticos, o personajes de otros países representados por actores nacionales, en tanto eso le resta cualquier credibilidad a la película que se cuenta. Ello ha significado que películas colombianas como Riverside o Paraíso travel que tratan el tema del exilio hayan sido filmadas casi íntegramente en los Estados Unidos, una gesta que sólo había logrado Gustavo Nieto cuando realizó El inmigrante latino en Nueva York pagando todo con una tarjeta american express.

Sin embargo, aún quedan géneros como la ciencia ficción y la animación en que los resultados siguen denotando la distancia técnica existente entre las cinematografías más desarrolladas y la nuestra. En ese sentido, una apuesta como la de Bogotá 2016 no tiene ninguna credibilidad para el espectador en tanto sus efectos especiales parecen los de una película de serie B norteamericana de mediados del siglo pasado. Asimismo, películas animadas como Bolívar el héroe, que se proponía como una versión anime criolla, y Pequeñas voces, la primera cinta nacional animada en 3D, han fracasado sin remedio, a pesar de que en el caso de esta última tuvo una buena campaña publicitaria que intentó explotar el hecho de que se inspiraba en relatos de niños víctimas del conflicto, además de que se estrenó con 81 copias en las salas del país, lo que parece no convenció al respetable. 

Finalmente, en este aspecto se debe recordar que un cine nacional de calidad no es sólo aquél que logra superar sus deficiencias técnicas, pues se pueden hacer productos fílmicos muy bien manufacturados que no pasan de la mera artesanía, algo que por ejemplo se manifestaba en el cine francés previo a la emergencia de la Nueva Ola, de tal manera que uno de los postulados de este movimiento renovador era su rechazo a lo que ellos denominaban el Cinema de qualité, o sea al “cine de calidad”, que debía ceder el paso al “cine de autor”, aunque la imposición de este último como el epítome de lo que era buen cine no hizo que el otro desapareciese.


3. Las buenas películas son coherentes y cohesionadas

Laurent Jullier plantea que “en primer momento, llamamos cohesión a lo que une el fondo con la forma en el interior mismo de la economía narrativa, y coherencia a lo que une el texto con el mundo” (1992: 161).  Este postulado, en apariencia sencillo, que resume gran parte de las teorías narratológicas del siglo XX, remite directamente a la manera en que se relacionan las partes del relato cinematográfico entre sí y con el mundo objetivo, esto quiere decir, ni más ni menos, que para que una película sea buena debe tener un guion redondo en el que se articulan armónicamente los elementos de la trama sin que falten o sobren partes, y que además esté filmado correctamente, pero es allí donde fallan muchas de las películas colombianas. Siempre se ha dicho que faltan guionistas en el cine nacional y yo creo que esta realidad sigue cobrándose películas que, de haber contado mejor su argumento, seguro habrían merecido una mejor suerte. 

En este apartado no importa si estamos ante la historia más grande jamás contada o ante una simple anécdota cotidiana, lo importante es que el director sepa articular bien esa narración con los elementos del lenguaje cinematográfico de que dispone, es decir que la película sea cohesionada. Y la forma más convencional de contar historias, de Aristóteles para acá, es a través de la división del relato en tres partes: inicio, nudo y desenlace. Esta es la estructura narrativa del cine clásico hollywoodense y la más usada entre nosotros: las películas empiezan con el planteamiento de un problema que ocurre en los primeros quince minutos, luego se presentan los enredos, peripecias y situaciones que desembocan en la resolución del conflicto en el tramo final de la historia planteada. Parece sencilla la cosa, pero en la experiencia práctica vemos que existen películas que se cuentan como un rompecabezas en el que al final sobran fichas o quedan espacios vacíos en la figura del puzzle. A continuación presento algunos ejemplos ilustrativos.

Karmma de Orlando Pardo cuenta la historia del hijo de un hacendado que secuestra personas y se las vende a la guerrilla hasta que un día cae en una trampa y vende, sin saber, a su propio padre. Hasta allí estamos ante una versión del mito edípico trasplantado al contexto del conflicto colombiano, sin la literariedad del Edipo alcalde de Jorge Alí Triana y García Márquez. Una tragedia contemporánea que, valga la redundancia, debía tener un final trágico; pero su guionista, que funge como director, escamotea este final a partir de una serie de peripecias que no aportan nada al relato y que se cierran con un crimen pasional que está más en la órbita de lo melodrámático. Así pues, de lo trágico griego saltamos a lo telenovelesco latinoamericano, algo comprensible si tenemos en cuenta que el autor tiene una vasta experiencia como actor de enlatados para la pantalla chica. 

Otro ejemplo: El trato de Francisco Norden. En un comienzo tenemos a un equipo de la televisión británica que viene a realizar un documental sobre el narcotráfico colombiano, pero ante la imposibilidad de contactar a los verdaderos capos contratan a un lavaperros para que se haga pasar por el tercero del Cartel de Cali. El documental triunfa en la televisión británica y después tenemos a otro equipo de periodistas que ahora vienen a Colombia a realizar un reportaje para desenmascarar la mentira del primer documental, el que también triunfa en la televisión británica. Después el guionista se inventa una historia de amor entre el hijo de un capo colombiano y la periodista del falso documental. Por último tenemos que otro capo colombiano, amigo del capo padre del amante de la periodista, que ha caído con un cargamento de coca en el Pacífico, negocia con la Fiscalía norteamericana y a cambio de su libertad les entrega una supuesta red de narcotraficantes, entre los que se presenta al lavaperros del falso documental como el más grande capo de estas tierras. ¿Es comprensible mi relato? Seguro que no, pero tranquilos que a lo mejor la historia es completamente al revés de cómo yo la cuento. En últimas sólo quería evidenciar el caos, la cantidad de historias y la falta de claridad o al menos de un conflicto central que articulase toda la trama, en una película realizada por el director que otrora filmase esa pequeña obra maestra titulada Cóndores no entierran todos los días. 

Y cierro mi trilogía de lo que deben ser los monumentos más grandes a la falta de cohesión en nuestro cine con El jefe, una historia sobre el director de una fábrica de mermeladas que empieza contando las relaciones de poder en un ambiente de oficina, pero de pronto lo que parecía una comedia costumbrista, con el ambiente laboral más característico de la clase media, se amplía al escenario de las relaciones del jefe con su esposa y una amante que le cae del cielo, pero cuando ya nada parece ser peor, este personaje descubre que en la fábrica hay un pasadizo secreto que nadie había advertido, con lo cual la trama desemboca en una historia de suspenso, sexo, crímenes, incendios, acciones civiles, robos, infidelidades, tapaderas y otras malas hierbas que echan a perder cualquier logro inicial de la película.

Frente a este escenario de delirio narrativo en el que parecen inmersos muchos de nuestros cineastas, surgen propuestas renovadoras como las de Carlos Moreno (Perro come perro y Todos tus muertos), los hermanos Orozco (Al final del espectro y Saluda al diablo de mi parte), Oscar Ruiz (El vuelco del cangrejo) o Gabriel Rojas (Karen llora en un bus) que desde el cine de género o desde propuestas más autoriales demuestran su dominio del guion cinematográfico. Nótese por ejemplo que en el caso de Ruiz y Rojas, a pesar de realizar un par de películas que no apelan al modelo aristotélico, sus guiones se sostienen en la creación de situaciones que no avanzan hacia un desenlace final del conflicto, puesto que éste no es el elemento central del relato cinematográfico, sino más bien lo que narran es una suspensión del tiempo, un deambular en la espera de algo que puede pasar, y ya sabemos que la espera es precisamente ese tiempo muerto en el que las acciones se tornan fútiles e innecesarias, y por ello mismo no encorsetadas en el principio de la causalidad.  

Ahora bien, la cohesión y la coherencia se relacionan con los elementos formales que el director escoge para contar su película, los cuales, cuando son los más apropiados le dan un mayor lustre a la obra fílmica. En ese sentido, David Bordwell cuestiona la separación de forma y contenido, por lo que plantea que:

Como toda obra de arte, una película implica forma. En el cine por forma, en su sentido más amplio, queremos señalar el sistema global de relaciones que percibimos en una película (…) si la forma es el sistema total que un espectador atribuye a una película, no hay adentro ni afuera, cada componente funciona como parte del modelo integral que se percibe (2003:40-41)[ix]

En ese sentido, por ejemplo, es indudable que la enfebrecida propuesta visual de El colombian dream de Felipe Aljure concuerda con el ambiente dantesco en el que se mueven sus personajes, bajo el efecto de las drogas y el calor girardoteño; asimismo, no es posible imaginar la historia que cuenta La sombra del caminante de Ciro Guerra sin esa fotografía grisácea que cubre como un polvo de muerte la existencia de sus personajes; así como luce necesaria la única toma de PVC-1, dado que el tiempo se torna en el elemento primordial del suspenso narrativo en un relato sobre un collar-bomba a punto de explotar; o esa estética del mugre con que Rubén Mendoza filma a La sociedad del semáforo. De otra parte, se puede decir que la estructura fragmentaria de Póker no es más sino un ejercicio pretencioso de su autor quien cree que así le da a su película un toque tarantinesco-iñárrituano; que los diálogos frente a la cámara del protagonista de Bluff no aportan nada a la película, más allá de una pretendida identificación del espectador con un personaje absolutamente reprochable en el ámbito moral; o que la estructura de Dios los junta y ellos se separan de Trompetero, construida como un largo encadenamiento de personajes que hablan por teléfono, no pasa de ser un recurso curioso que se hace insoportable después de quince minutos de función, en tanto no hay historia que soporte tal experimento. 

Finalmente, una película coherente es verosímil, esto significa que los eventos que ocurren en la pantalla deben presentarse como sucederían en la vida real o, en su defecto, el pacto narrativo que se instaura entre la obra y el espectador debe conducir a que este no desconfíe de la verdad artística que la película le presenta. En ese sentido, la coherencia implica que el espectador no sospeche del relato, que se rinda a la magia de la proyección y que pueda aceptar, incluso, que en una película como Todos tus muertos de Carlos Moreno haya una pila de cadáveres, supuestamente masacrados, sin una sola gota de sangre, lo cual sólo se puede asimilar si el espectador asume que lo que está viendo en pantalla es producto de la ruptura del principio de realidad operada en la psicología del protagonista, como consecuencia de la experiencia extrema que implica para un campesino el hallazgo de una pila de muertos en su cultivo; pues si el público no salva esta dificultad, va a desconfiar de toda la obra y se romperá el hechizo de lo verosímil bajo el mandato experiencial que dice que en una escena de masacre los cuerpos están agujereados por las balas, cubiertos de sangre y en un orden aleatorio.
Asimismo, esta búsqueda de coherencia hace parecer que sobre el cine se cierne un mayor reclamo de verdad, lo que muchas veces opera como la necesidad de que las imágenes de un filme se acerquen hasta rozar miméticamente el mundo; ello implica una forma diferente de fotografiar la historia, un tipo de actuación mucho más natural y unos diálogos más parecidos a los de la gente del mundo objetivo. En ese sentido, es evidente que mucho del cine colombiano carece de coherencia cuando apela a las situaciones comunes del lenguaje televisivo, construye personajes estereotipados, presenta diálogos que rayan en lo increíble o cuando abusa de actores que por traer costumbres de la televisión se sobreactúan o repiten los mismos gestos que ya están acostumbrados a hacer en los culebrones nacionales, un ejemplo claro de ello es el papel que interpreta Víctor Mallarino en Bluff, en el que repite hasta la saciedad el mismo histrionismo que viene mostrando desde hace décadas en incontables telenovelas criollas. 


4. Las buenas películas son originales

Uno de los principios que instauró el Romanticismo en la estética occidental fue la idea de que el genio de un artista se mide por su originalidad, con lo cual pareciera que la artesanía, la adaptación, las influencias o la re-elaboración de lo creado fueran prácticas condenadas al destierro en todas las historias universales del arte. En ese sentido, a pesar de la legitimidad que ha alcanzado entre la crítica reciente la estética tarantinesca, heredera sin duda de viejas prácticas caníbales del cine italiano más chapucero, que ha elevado el reciclaje fílmico a una categoría artística; se puede decir que en nuestro ambiente todavía se sigue privilegiando el hecho de que las películas sean originales, lo cual implicaría que cada obra fuese única y aislada, que se rompiesen los vasos comunicantes entre filmes o que no existiese como tal una tendencia dominante del cine nacional, sino más bien la búsqueda constante de unos caminos expresivos, sobre todo entre los autores más personales en su quehacer fílmico. Así pues, no deja de ser curioso que un joven realizador como Ciro Guerra haya filmado dos películas originales, pero en extremo diferentes, como si su cine precisase de la reinvención a cada paso.

Ahora bien, lo diverso se construye en la dialéctica vanguardia/tradición, de tal manera que cada película dialoga con su pasado al tiempo que puede señalar caminos hacia el futuro. En ese orden de ideas, un cine nacional es más vital y produce obras perdurables cuando no renuncia a su historia, pero tampoco cae en la repetición cansina de gestos audiovisuales ya agotados por la pantalla, de tal manera que si es cierto aquella sentencia borgeana de que sólo hay cuatro historias que se siguen narrando, con ligeras variaciones, quizá en esa reinvención de todo lo filmado bajo el sol radica la originalidad de estos tiempos. Así pues, en nuestra cinematografía se observa un claro distanciamiento entre los autores que proponen visiones afincadas en una narrativa clásica, que son la mayoría, frente a un grupo mucho más joven y vanguardista que intenta nivelarse con las corrientes más en boga del cine global. Sin embargo, no se puede privilegiar a unos sobre otros, pues la vanguardia necesita de su otro que es la tradición. En ese sentido, películas novedosas ahora, no parecen tan radicales si se comparan con obras realizadas en otros tiempos y en otras cinematografías.

Asimismo, en el terreno de la originalidad, un criterio que presupone la prexistencia de una herencia cinematográfica universal y una enciclopedia personal audiovisual accesible a cada director, también se hace evidente que existe una diferencia abismal entre los directores más radicalmente comerciales y aquellos que buscan otras sendas expresivas en las que se tocan forma y contenido, en la recreación de historias jamás contadas, algo por demás utópico, o en el hallazgo de una variante significativa a un relato ya conocido. En ese sentido, por ejemplo, se encuentran propuestas absolutamente novedosas como Los extraños presagios de León Prozak, un filme de pinturas animadas realizado por Carlos Santa, pero en el que participaron varios de los más reconocidos artistas colombianos; también es incontestable la novedad de Todos tus muertos de Carlos Moreno y de Los colores de la montaña de Carlos Arbeláez en su forma de contar la violencia; así como la radical visión del juglar vallenato que propone Ciro Guerra en Los viajes del viento; la relectura de los códigos del cine negro que exploran Libia Stella Gómez en La historia del baúl rosado o José Luis Rugeles en García; el acercamiento al esperpento en El colombian dream de Felipe Aljure y Te amo Ana Elisa de Antonio Dorado o la experimentación con el lenguaje documental que sigue realizando Luis Ospina en El tigre de papel y La desazón suprema, entre otras apuestas que señalan un aire nuevo en la cinematografía nacional. 

Finalmente, la originalidad necesita de un sustrato hegemónico en que predomine la diversidad ideológica y la libertad expresiva en todas sus manifestaciones, en tanto no puede haber originalidad creadora de formas cuando el sistema dominante normaliza la producción fílmica y establece las condiciones de lo aceptable, lo filmable o lo comercial. En ese sentido, la originalidad en el cine colombiano empieza a dar un viraje que está marcado por la diversidad de subjetividades que se abren a claquetazos limpios un espacio en nuestra cinematografía, sin olvidar que lo original no sólo implica la asunción de polaridades radicales en las formas, sino en los supuestos ideológicos que se manifiestan en la mirada de los autores. Así, por ejemplo, aunque La virgen de los sicarios y Apocalipsur relatan historias que ocurren en el mismo marco geo-histórico, lo hacen desde referentes narrativos muy diferentes. 


5. Las buenas películas nos emocionan

La capacidad de producir emociones es asumida muchas veces como criterio para definir las películas que nos gustan, esto tiene implicaciones serias para las teorías de la percepción estética, pues supone el análisis de variables relacionadas en últimas con lo corporal. En ese sentido, uno supone que un cine que produzca en el espectador emociones como: risa, pulsiones eróticas, miedo, suspenso, tristeza, nostalgia o alegría, es el que prefiere el público. Sin embargo, a pesar de que muchos géneros como la comedia o el terror se han constituido en  torno a fenómenos físicos que experimenta la audiencia y han consolidado unas convenciones narrativas para explotar estas sensaciones humanas, también es cierto que la mayoría de estas películas son consideradas sólo en su papel de entretenimiento pasajero y difícilmente logran cuajar obras de mayor peso estético en sus propuestas, en tanto las fórmulas para hacer reír, llorar o sentir miedo se han utilizado tanto que ya parecen agotadas y repetitivas.

Siguiendo esta idea, en el espectador promedio existe el convencimiento de que ir a cine implica pasar un rato divertido, pero una vez corren los créditos finales difícilmente la película vista entrará en su listado de lo mejor del séptimo arte, aunque ello no le priva de volver al cabo de una semana a ver otra obra del mismo género que opera con idénticas convenciones, pero que no pierde su capacidad de entretener emocionando. Bajo esta premisa es que las secuelas y remakes de historias universales de género siguen funcionando, aunque en una categoría que dista del reconocimiento general como algo diferente al mero pasatiempo, así como las telenovelas repiten el mismo argumento y siguen entreteniendo a millones de personas en todo el mundo, pero resignadas a su marginalidad de mero producto de consumo masivo.

En este género del cine que emociona, pueden categorizarse todas las películas producidas por Dago García, algunos thrillers recientes (Póker, Saluda al diablo de mi parte o PVC-1), melodramas del tipo El ángel del acordeón, la pasión de Gabriel, La ministra inmoral o Donde rompen las olas; películas de terror como Al final del espectro y El páramo o comedias como El man, El jefe o El arriero. Obras que apuestan por la risa fácil, el suspenso forzado o el exceso de sufrimiento, dolor y lágrimas para conmover la platea, pero que no pueden ocultar la banalidad de sus intenciones, el absurdo de sus puestas en escena o la carencia de toda búsqueda de un verdadero sentido artístico en su expresión audiovisual. 


6. Las buenas películas son edificantes

En este ítem se parte del supuesto de que el cine cumple una función ejemplarizante, que sirve para dejar enseñanzas de tipo moral o ético, que nos señala unos comportamientos que son los correctos, que sirve para demostrar unas tesis ideológicas, que actúa como vehículo para aproximarnos a los otros, que nos cuenta el “así fue” de historias que en verdad ocurrieron, que nos muestra la existencia como un portal con tantas puertas como vidas nos son posibles o que nuestro cine es el encargado de contarle al mundo “como somos los colombianos”. A propósito, este ha sido uno de los criterios más comunes con el que muchas personas califican el cine nacional a partir de la supuesta “imagen que muestra del país”, de tal manera que, por ejemplo, frente al cine de Víctor Gaviria, siempre se ha debatido el qué pensarán los extranjeros cuando ven sus películas sobre la realidad colombiana, porque desde un chauvinismo rampante se dice que aquí no somos así, y aquí hay gente muy trabajadora y el colombiano es echado pa’lante, y este es el mejor país del mundo. 

Para que no se crea que esta apreciación ya está erradicada del cine colombiano, mientras escribo estas líneas leo en la versión digital de El Espectador que:

El cineasta colombiano Harold Trompetero presentó en Pekín Locos y El paseo, dos de sus últimas producciones con el objetivo de divulgar al mundo facetas de la intimidad y la realidad colombiana distintas a las comúnmente conocidas del narcotráfico y la guerrilla. El paseo narra la vida familiar, mientras Locos se centra en la vida amorosa "que puedes llegar a vivir en Colombia", explicó el cineasta [el subrayado es mío][x].

Esa idea de que el cine –como el fútbol o la música- es un instrumento de propaganda nacional, tan enraizada en amplios sectores de la sociedad colombiana, es una herencia de los regímenes totalitarios que siempre vieron en el arte a un aliado servil a sus intereses políticos, pues olvidaban aquella vieja sentencia kantiana de que el arte es finalidad sin fin. Así pues, no es raro que un director tan empecinado en retratar la colombianidad en postales de banderas tricolores, divinos niños, sagrados corazones de Jesús, entre otra iconografía de una patria funcional al poder hegemónico, crea que su deber como director es mostrarle al mundo no cómo es Colombia en su complejidad cultural y social, sino cómo él cree que debe ser ese colombiano promedio que “vive Colombia, viaja por ella” gracias a la seguridad democrática en El paseo o que como “Colombia es pasión”, pues entonces ama como un loco.

Finalmente, si aceptamos que el buen cine nacional es aquél que enseña algo, entonces deberíamos asumir, entre otras cosas, que Donde rompen las olas es una excelente película sólo porque no se cansa de repetir su leit motiv de que “hay que luchar por cumplir nuestros sueños”, una premisa que haría sonrojar hasta al mismo Duque Linares; o que Buscando a Miguel y La ministra inmoral son obras dignas de ver porque proponen como héroes a dos políticos que descubren el error de sus vidas y deciden cambiar de rumbo. Así pues, aunque buena parte de la audiencia exija mensajes hermosos, de esos que reconfortan el alma agitada por la realidad cotidiana, debemos volver a Kant cuando planteaba que el arte no se puede reducir a la moral, con lo cual el mensaje debe ser algo accesorio, más que una necesidad narrativa. De hecho, en el cine contemporáneo, siguiendo a Eco y compañía, las obras abiertas a las interpretaciones y que por ello renuncian a lecturas unidimensionales del mundo son las que mejor pueden dar cuenta de nuestro momento histórico.  


Punto y aparte

Una vez expuestos los criterios precedentes señalados por Laurent Jullier, me parece que hay otra serie de indicadores que nos hablan de la calidad de una cinematografía nacional, los que expondré de manera sucinta a modo de ilustración:

Aumento de la producción: para que hayan buenas películas es preciso que se produzcan más filmes nacionales y, en ese sentido, la Ley del Cine ha posibilitado la realización de muchas obras que no habrían visto la luz de los proyectores en el pasado. Una estadística reciente hablaba de alrededor de 150 películas filmadas en el presente siglo, una cifra cercana al número de películas anuales de cinematografías como las de los Estados Unidos o Japón y tres veces la mexicana. Esta cifra por ejemplo supera de lejos los 28 largometrajes que se realizaron durante los diez años de Focine, para no hablar de la década del noventa, en la que hubo años como 1997 en los que se estrenó una sola película nacional (La deuda). En ese sentido, el aumento de la producción es importante, pero tampoco se puede olvidar que ésta se debe leer en relación al número de buenas películas que se producen anualmente, así por ejemplo, el cine argentino produce alrededor de una quincena de buenas películas entre setenta que se ruedan en suelo gaucho en un año, relación mucho más positiva que la de Japón en que se obtienen similares resultados sobre el doble de la producción en el mismo tiempo. 

Relación con la Academia: actualmente, los cineastas nacionales son personas que estudian y se preparan para asumir el oficio con mayor profesionalidad. Los hay que cursan estudios en el exterior y regresan al país a ejercer la profesión (Jaime Osorio Márquez, Simón Brand o Andi Biaz), al tiempo que la mayoría son egresados de la academia colombiana, quienes, por estar más empapados de la realidad nacional, están realizando las apuestas más prometedoras de la cinematografía patria. Entre ellos tenemos que, por ejemplo, Ciro Guerra, Rubén Mendoza y Gabriel Rojas son egresados de la Universidad Nacional de Bogotá; Jorge Navas y Oscar Ruiz provienen de la Univalle, Juan Felipe Orozco y Javier Mejía son de la Bolivariana de Medellín, Carlos Arbeláez es de la Universidad de Antioquia y José Luis Rugeles es de Unitec. Esta situación es más ventajosa que la de épocas pasadas en las que había directores que nunca estudiaron carreras directamente relacionadas con el oficio, tales como Pacho Bottía (politólogo), Jaime Osorio (abogado) o Lisandro Duque (antropólogo); mientras que otros directores debían ausentarse del país para poder cursar estudios de cine en el extranjero, lo cual es indudable que generaba una brecha, muchas veces insalvable, con su lugar en el mundo.

La despolitización del discurso: se ha dicho muchas veces que el arte comprometido ya no es arte, que el único valor de una obra radica en su verdad artística y en ese sentido, es saludable para la industria que al lado de las producciones con un único interés comercial y generalmente parcializadas, estén floreciendo películas que proponen miradas alternativas del mundo, no comprometidas con el poder político, religioso o económico imperante. En ese sentido, el cine de los autores más valiosos ha ido abandonando cierto propagandismo insuflado con la retórica de la izquierda tradicional, en beneficio de posturas mucho más críticas con todos los poderes, los discursos de la dominación y las diversas formas de la exclusión histórica, lo que se traduce en una posición ética de los realizadores que apuestan por un humanismo diverso y liberal de cierta raíz decimonónica.

La sombra de los maestros: el cine colombiano, a diferencia de otras cinematografías latinoamericanas, carece de verdaderos maestros que sirvan como referentes en torno a los cuales organizar la misma dinámica del colectivo de realizadores, esto se da porque los directores veteranos pareciesen haber perdido su lugar en el escenario del cine nacional, en tanto ya casi no filman, se están muriendo o sus películas terminan siendo fracasos, mientras que la generación más reciente todavía no está lo suficientemente grande para asumir su tarea histórica de darle identidad al cine nacional. De hecho Víctor Gaviria que era el director llamado a hacer de faro en nuestra cinematografía con sólo tres películas en su haber está lejos de ser considerado un verdadero referente internacional, cosa diferente ocurre por ejemplo en Chile con los nombres de Miguel Littín, Silvio Caiozzi, Raul Ruiz o Patricio Guzmán que son considerados los padres del nuevo nacional o en Argentina donde Pino Solanas, Adolfo Aristaraín, Carlos Sorín o Leonardo Favio actúan como árboles gigantescos a cuya sombra ya se posicionaron Lucrecia Martel, Lisandro Alonso o Pablo Trapero, tres nombres incuestionables del cine latinoamericano actual.

El reconocimiento crítico internacional: aunque los propagandistas del Ministerio de Cultura y de Proimágenes realizan cuentas alegres sobre los premios obtenidos por el cine colombiano en festivales internacionales, la verdad es que casi todos ellos se consiguen en eventos de menor jerarquía, de tal manera que las cifras desnudas aunque sí señalan una participación mayor y un reconocimiento creciente en el ámbito internacional, también muestran que la situación no es como para sacar el carro de bomberos, puesto que si miramos con cuidado el escenario de los reconocimientos otorgados por la crítica festivalera, veremos que desde La vendedora de rosas en 1998, ninguna película colombiana se ha estrenado en la selección oficial del Festival de Cannes. En ese sentido, si revisamos los palmarés de los festivales más importantes del mundo en lo que va corrido de siglo en comparación con nuestros vecinos latinoamericanos, veremos que Luz silenciosa del mexicano Carlos Reygadas obtuvo el Gran Premio del Jurado en Cannes; que en el Festival de Berlín se alzaron con el Oso de plata a mejor película La teta asustada de la peruana Claudia Llosa y Tropa de élite del brasileño José Padilha, mientras que El abrazo partido del argentino Daniel Burman obtuvo el Premio especial del Jurado; que en San Sebastián, La perdición de los hombres de Adolfo Ripstein obtuvo la concha de oro a mejor película. Asimismo, El secreto de tus ojos del argentino Juan José Campanella obtuvo el Premio Oscar a mejor película extranjera, reconocimiento al que también estuvieron nominadas las también latinoamericanas Ciudad de Dios, La teta asustada, Biutiful, El laberinto del fauno, El crimen del padre Amaro, El hijo de la novia y Amores perros. Finalmente, en los Goya de la Academia Española, en la categoría de mejor película latinoamericana los últimos premios se han repartido entre películas argentinas (7), cubanas (1), chilenas (2) y uruguayas (2), con lo cual se puede argumentar que el reconocimeitno más importante en un festival lo obtuvo para Colombia La estrategia del caracol hace dos décadas cuando se alzó con el premio mayor en el Festival de Valladolid, mientras que en los últimos tiempos los premios a mejor película obtenidos por Sumas y restas de Víctor Gaviria en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulousse, por Bolívar soy yo de Jorge Alí Triana en el Festival de La Plata y por La pasión de Gabriel de Luis Alberto Restrepo en el Festival de Guadalajara, aunque son valiosos, fueron obtenidos en festivales de segunda categoría, casi invisibles en el panorama del cine mundial, con el agravante de que estas películas no son consideradas como obras fundamentales en la historia de nuestro cine. 

Coda

Finalmente, si comparamos lo propio con el entorno, a pesar de que Colombia es el cuarto productor de cine latinoamericano, todavía en el espacio regional estamos muy lejos de Brasil, Argentina y México que gozan de buena salud; detrás de cinematografías como la chilena o la uruguaya que vienen en un ascenso vertiginoso, y emparejados con Perú, Cuba y Venezuela, que como nosotros, muy de vez en cuando producen una película que supera la tendencia de su producción nacional. 

 Una vez expuesto todo lo anterior, la conclusión obvia es que la calidad no es cuantificable, ni puede medirse con razones absolutas, pues esta surge de la interrelación de variables y dinámicas del medio audiovisual que denotan una gran complejidad, pero si me toca decir mi verdad, yo plantearía que nuestro cine, como un todo orgánico, ha mejorado en ciertas cosas, pero todavía le falta mucho camino para llegar a un nivel óptimo de calidad cinematográfica; que la Ley del Cine no es la panacea, pero sería peor si no existiese, y que la tarea de construir un mejor cine pasa por las manos de todos: realizadores, críticos, público e instituciones.


[i] Las películas vistas fueron: El páramo, Póker, Saluda al diablo de mi parte, Al final del espectro, Perro come perro, Todos tus muertos, El vuelco del cangrejo, Los colores de la montaña, La sombra del caminante, Los viajes del viento, La sociedad del semáforo, Paraíso travel, In fraganti, La pena máxima, Malamor, Terminal, Soplo de vida, El tigre de papel, La desazón suprema, PVC-1, El trato, Buscando el paraíso, Donde rompen las olas, Apocalipsur, Bluff, La primera noche, La pasión de Gabriel, García, Sumas y restas, La historia del baúl rosado, Yo soy otro, El ángel del acordeón, Riverside, Diástole y sístole, El man superhéroe nacional, Dios los junta y ellos se separan, Te busco, Alguien mató algo, La sangre y la lluvia, La sierra, Retratos en un mar de mentiras, Perder es cuestión de método, Satanás, La ministra inmoral, Soñar no cuesta nada, Como el gato y el ratón, Bolívar soy yo, Esto huele mal, El rey, Te amo Ana Elisa, Los niños invisibles, Los actores del conflicto, La virgen de los sicarios, María llena eres de gracia, Karen llora en un bus, Rosario Tijeras, Kalibre 35, Bogotá 2016, El carro, En coma, Karmma, La esquina, El jefe, Ni te cases ni te embarques, Buscando a Miguel, Muertos del susto, Los extraños presagios de León Prozak, En agosto, Marnie derriba el muro, Toda la vida al campo, Sin Amparo, Entre nos, Entre sábanas, El colombian dream, La toma de la embajada y Mi abuelo, mi papá y yo.



[ii] Jullier, Laurent (2006). ¿Qué es una buena película? Trad. Miguel Rubio. Barcelona: Paidós.


[iii] Los miércoles con tapas de cierta marca de gaseosas las boletas se venden a mitad de precio.


[iv] Estrategia de mercadeo de “El Páramo”. Dir. Jaime Osorio Márquez.



[vi] Zuluaga, P. (2010) “El paseo de Trompetero y Dago García: las fábulas de identidad y el Estado de Opinión” en http://pajareradelmedio.blogspot.com/2010/12/el-paseo-millonario-las-fabulas-de.html



[viii] Luzardo, Julio (2009) “¿Es rentable el cine colombiano?” artículo publicado en: http://www.enrodaje.net/4es_rentable_el_cine_colombiano.htm


[ix] Bordwell, David y Katherine Thompson (2003). Arte Cinematográfico. Trad. Edgar Rubén Cosío. México: McGraw-Hill.