Este
artículo propone una aproximación a la calidad del cine colombiano actual a
partir de una revisión de las tendencias y apuestas de las películas nacionales
estrenadas desde el año 2000 hasta finales del año 2011.
Introducción
He visto
cine colombiano. En realidad me he consumido ochenta películas estrenadas
durante este siglo[i] con el
afán de aprehender, de alguna manera, la esencia de eso que se llamaría “el
cine nacional”, al punto de haber estado a punto de una indigestión cinéfaga. Así
como en la ópera prima de Alain Resnais, Emanuelle Riva le juraba a su amante
japonés que había visto Hiroshima, a mí me podría ocurrir que alguien me
espetara un “¡No has visto nada!”. Por supuesto que no he visto las naves
ardiendo más allá de Orión, ni los rayos que se extinguen en las puertas de
Tanhaüser, pero insisto en que estos ojos míos han visto cosas que creo necesario
compartir con otros. Y en ese acto de ver, videar, escudriñar juicioso cual
ratón de filmoteca, me quedan unas cuantas imágenes del continuo naufragio y de
las pequeñas odiseas de un cine todavía en pañales como el nuestro. Estoy convencido
de no haber descubierto grandes continentes allende los mares, monstruos
infames de un solo ojo, ni rutas de camelleros en el desierto cinematográfico,
tal vez algunas huellas dispersas que pueden ser seguidas como un hilo de
Ariadna en esa tarea de intentar comprender nuestro cine; en ese sentido, no
traigo verdades acuñadas, irrebatibles, absolutas, cuando más un compendio de
ideas farragosas, un puñado de lugares comunes y alguna pequeña idea luminosa
entre tanta palabrería.
Alguien debió
decir que teníamos dos profesiones: técnicos de fútbol y críticos de cine, oficios
que ejercemos a partir de eso que se llamaría “la facultad estética de juzgar”, que según Kant sería algo así como una
capacidad humana universal,
intuitiva, desinteresada y no fisiológica, para apreciar lo bello. Sin embargo, es seguro que el filósofo de
Königsberg no conoció la magia de la pelota, ni el arte de los hermanos
Lumiére, por lo que su crítica del gusto no es suficiente para categorizar los
placeres de estos pueblos de demonios. Pero, para seguir con la idea inicial,
pareciese que uno de los problemas para discutir sobre nuestro cine es
que se han naturalizado una serie de ideas sobre lo que deben ser las
“películas colombianas”, como si los criterios de valor no fuesen móviles con
el tiempo y como si todo el celuloide filmado en este suelo fuese cortado con
la misma tijera. En ese sentido, mi apuesta revisionista pasa por borrar la
bitácora, limpiar los prismáticos y recorrer la geografía del cine nacional
intentando deshacerme de los prejuicios en la mirada, concediéndole a las películas
el beneficio de la duda; en tanto tengo la impresión de que muchos de los
críticos que pontifican sobre el cine colombiano lo hacen desde una escala de
prejuicios y valores inamovibles.
Así pues, he
visto más de cien horas de filmes colombianos estrenados después del año 2.000,
obras en su mayoría cobijadas bajo la Ley de Cine (814 del 2003) y los programas
de estímulos del Ministerio de Cultura. A partir de este corpus significativo,
aunque no completo, ya que se centra casi exclusivamente en largometrajes de
ficción, ensayaré una serie de apuntes sobre la calidad de nuestro cine,
siempre desde un acto no performativo en el que lo dicho no es una verdad
incuestionable, con la salvedad de que como muchos proyectos cinematográficos en
nuestro país se desarrollan bajo el régimen de la co-producción internacional,
lo que ha puesto a tambalear el sistema de nacionalidades, para que una
película sea considerada colombiana, de acuerdo a la legislación vigente, debe
ser realizada por una productora nacional, que al menos el 75% de sus autores,
técnicos y actores sean criollos, que la filmación se realice en nuestra
geografía patria (salvo exigencias del guión) y que esté rodada en alguno de
los idiomas hablados en el país. Con tales presupuestos, entonces, obras recientes
como Amar a morir (Fernando Lebrija),
Rabia (Sebastián Cordero), Contracorriente (Javier Fuentes-León) o Chance (Abner Benaím) no hacen parte de
nuestra cinematografía, sino de las de México, España, Perú y Panamá,
respectivamente; mientras que sí se deben contar como nacionales a películas como
María llena eres de gracia (Joshua
Marston), Rosario Tijeras (Emilio
Maillé) o La virgen de los sicarios (Barbet
Schroeder), aunque tengan directores extranjeros; o a Paraíso travel (Simón Brand)
y Riverside (Harold Trompetero), aunque
su acción transcurra fuera del país.
Imágenes Tricolor
El debate
sobre la calidad de nuestro cine es una piedra en el zapato de los críticos,
pues pareciese que en ello nunca se parte de cero, sino que ya existen juicios
de valor irrebatible, tales como “el cine colombiano es malo y punto” o
“nuestro cine sólo habla de violencia y narcotráfico”, lo que cierra cualquier
posibilidad de diálogo. De hecho, hay una escena en la película El colombian dream de Felipe Aljure en
la que un personaje quema diez cajas de cine colombiano en formato vhs porque
dice que eso no vale nada; sin embargo, la ironía es que los videocasettes
echados al fuego están repletos de narcóticos, lo cual hace que tengan un valor
económico en sí, independiente del contenido de las cintas, aunque de una forma
evidente el director señala el hecho de que cierto cine colombiano se produce con
la misma lógica con que opera el narcotráfico, es decir, instrumentando todo el
trabajo y la creatividad humana al servicio exclusivo del mercado.
Sin
embargo, más allá del debate en abstracto, lo que se debería definir es qué se
entiende por calidad y quién la define. Para el primer caso, quiero evitar las
definiciones etimológicas, que como todas las genealogías no explican los
fenómenos, para lo cual asumo la calidad como una escala de valores subjetivos
en la que se miden los logros artísticos de una película. Entonces, como ocurre
con las polémicas mediciones de la pobreza, intento una definición de calidad
desde un enfoque de múltiples variables, las que sumadas nos deberían decir
simplemente si una película es buena, regular o mala. En ese sentido, y
partiendo de la propuesta de Laurent Jullier en su libro ¿Qué es una buena película?[ii] revisaré
los seis criterios propuestos por este autor, para luego ir un poco más allá en
mis apreciaciones, sin caer en el debate sobre el campo de las instituciones y los
procesos mediante los que se legitiman los logros estéticos de una película.
1.
Las buenas películas tienen éxito comercial
Este
criterio es cuantificable, se basa en el número de personas que pagan la boleta
y asumo que no se cuentan los pases de cortesía, ni los colados, el “pague uno
lleve dos” y otras tácticas usadas para que lo caro sea más barato, tan propias
de estas tierras. El sentido común diría que las mejores películas son aquellas
que los espectadores acuden a ver en masa porque no se las pueden perder,
porque la gente va para donde va Vicente, porque los miércoles son días de
“tapitas”[iii]
o porque se rifan tres motos en la taquilla[iv].
En fin, si aplicamos este principio al cine colombiano, pues entonces tenemos
que El paseo de Harold Trompetero con
1.500.000 espectadores, es la mejor película filmada bajo nuestra bandera en lo
que va del presente siglo; pero esta aseveración no está exenta de polémica.
Ahora bien,
detengámonos un momento para revisar, siguiendo las estadísticas de Proimágenes[v],
el “top ten” de las películas más vistas por los colombianos en este periodo de
tiempo. A la ya citada El paseo,
siguen en estricto orden descendente y con cifras aproximadas: Soñar no cuesta nada (1.198.000), Rosario Tijeras (1.053.000), Paraíso travel (888.000), Muertos del susto (658.000), In fraganti (596.000), La pena máxima (500.000) Bluff (492.000), Te busco (469.000) y Satanás
(464.000). Es evidente que si estas películas son la mejor expresión de nuestro
cine, la conclusión final sería para arrancarse los cabellos y colgarlos del
ciprés, como cierta virgen de su amor viuda que se coló en nuestro himno
nacional. Más allá de las excepciones que puedan significar un par de filmes
apenas regulares como Satanás o Paraíso travel, lo restante raya la
mediocridad más en boga, en tanto no pasan de ser simples productos
industriales para el consumo masivo, pero sin ningún atisbo de calidad
artística, sin otros valores más allá de una apuesta por un discurso artificial
de la colombianidad. Películas plagadas de lugares comunes, narradas con todos
los códigos del espectáculo televisivo y, a todas luces, pensadas para vender
boletos con estrategias publicitarias afincadas en lo que se supone es el “gusto
popular”, gusto que por supuesto ha sido moldeado por los mismos medios de
comunicación y el discurso hegemónico.
En ese
sentido, no es extraño que entre las diez más taquilleras, la mitad lleven como
marca de fábrica el escudo de armas de Dago García, el rey midas de la
televisión chibchombiana, quien después de explotar el horario prime time con telenovelas tan plagadas
de lo kitsch como Pedro, el escamoso, optó por llevar a la
gran pantalla sus historias sobre el “así somos los colombianos”, enlazando
desde Posición viciada -una película
apenas iniciática que sólo convocó 10.000 espectadores- hasta el megaéxito de El paseo, una serie de doce
largometrajes que acumulan un promedio de 424.00 espectadores por estreno, lo
cual nos haría suponer que el señor García ha encontrado la fórmula para hacer
un cine taquillero, siguiendo el modelo de las producciones norteamericanas, en
el que siempre expone una visión particular de lo que él considera es el
“colombiano promedio”, convirtiéndose en ese sentido en un verdadero autor,
“pero un autor mediocre”, pues como señala Pedro Adrián Zuluaga:
Los referentes de clase que Dago utiliza en sus películas -una mezcla de
sentimentalismo en la narración con una dirección de arte recargada y chillona
donde sobreabundan los divinos niños y otras marcas y mercancías por las que se
definiría la pertenencia a un grupo social y por consiguiente a una nación- no
sirven para cuestionarnos con altura e inteligencia, según su encumbrada
pretensión, sino para idealizar ad nauseam al "colombiano
común" que él mismo se inventa, y por el cual supuestamente
"habla", en la mejor tradición de los intelectuales[vi].
Asimismo,
tras los pasos de Dago, otros han encontrado en la adaptación de éxitos editoriales
de dudosa calidad (Paraíso travel,
Rosario Tijeras, Satanás, Esto huele mal, La virgen de los sicarios, Sin tetas no hay paraíso o El cartel de los sapos), los que incluso
llegan a tener versiones televisivas antes o después de saltar a la gran
pantalla, o en el sensacionalismo de la coyuntura noticiosa (Soñar no cuesta nada, La pena máxima o El arriero) la llave mágica para abrir
el cajón de los blockbusters, sin asumir riesgos de contenido o forma,
simplemente plegándose a eso que se supone que el espectador quiere ver, sin
ninguna otra aspiración testamentaria que vender tiquetes para ganar dinero.
Ahora bien,
a este escenario habría que oponer el de filmes cuyas cualidades artísticas,
reconocidas en gran medida por los críticos, no se ven compensadas
mayoritariamente por la audiencia, lo cual implica una especie de divorcio
entre el sentido de los torniquetes en las salas de cine y la dirección de las
voces más autorizadas. En ese orden de ideas, entonces, resulta cuando menos interesante
observar las cifras que arrojan apuestas arriesgadas de películas que intentan
crear su propio público, pero que en muchos casos terminan estrellándose contra
el frío cemento de la contabilidad. Así pues, la estadística muestra que
documentales como La desazón suprema
o El palenque de San Basilio sólo llevaron
1.000 espectadores a las salas, a los que siguen los magros resultados de
películas como: Malamor (3.500), Sin Amparo (2.075), Siniestro (3.000), Juana
tenía el pelo de oro (4.670), Terminal
(5.000), Bogotá 2016 (5.000), Karen llora en un bus (5.821), Yo soy otro (6.153), PVC-1 (6.860), La sombra del caminante (7.800), Pequeñas voces (9.631) o Soplo
de vida (10.000); cifras que, en casi todos los casos, implican pérdidas
considerables para sus realizadores, al punto de extirpar sus sueños de
continuar haciendo cine.
Un poco más
arriba, en la misma tabla, se ubican filmes que de a poco van encontrando un
nicho de público en expansión que nos hacen presumir que es posible un camino a
la producción de películas con presupuestos limitados, sólo si se reducen los
costos de producción, se acumulan diversos premios de convocatorias diversas y
se apela a estrategias de distribución imaginativas; lo que implicaría que a
mediano plazo se puede revertir la tendencia de que el cine más de autor no
encuentra espectadores. En ese sentido, puede ser esperanzador que La sangre y la lluvia contase con 91.000
espectadores, Los actores del conflicto
(90.000), Los niños invisibles
(57.000), García (53.000), Te amo, Ana Elisa (50.000), Retratos en un mar de mentiras (45.000),
Riverside (44.000), La sociedad del semáforo (42.000), Todos tus muertos (37.000), Apocalipsur (26.000) o El vuelco del cangrejo (24.000); la
excepción a estas experiencias serían películas como Los viajes del viento (162.000), Sumas y restas (247.000), Perro
come perro (291.000) María llena eres
de gracia (315.000), El colombian dream
(377.000), El rey (373.000) y Los colores de la montaña (378.000),
películas cuyas aspiraciones formales, estilísticas y de contenido no
necesariamente corresponden con las del cine más comercial.
En relación
con las cifras presentadas, no hay que descorazonarse todavía, pues a veces,
como afirma Jullier, “el éxito (de una película) originado por la curiosidad
que despierta en los demás, la voluntad de cooperar con la cohesión social viendo
lo que todo el mundo ve, es, en realidad, inherente a la vida gregaria” (2006: 64-65),
es decir que los fenómenos de asistencia mayoritaria a las salas están atravesados
por unas lógicas que son las de la psicología de masas en una época signada por
las multitudes que llenan escenarios, acuden en rebaño, compran colectivamente
y se mueven como un organismo vivo. Asimismo, para el éxito o el fracaso de una
película en taquilla no cuentan sólo las cualidades intrínsecas de la misma,
sino también otros factores que hacen que la gente acuda en tropel al reclamo
de los realizadores, tales como la fecha de estreno, la estrategia
publicitaria, los antecedentes de sus realizadores, el gancho de la historia e,
incluso, variables tan azarosos como el clima.
Por ello, a
pesar de que los teóricos del guion como Robert McKee insistan en que existen
unas historias que le deberían gustar a todo el mundo, este criterio tampoco es
fiable del todo, tal como lo demuestra el documental Nadie sabe nada. Los secretos del cine (Bill Couturié, 1996) que enseña
a partir de casos concretos cómo no existen fórmulas absolutas que garanticen
el éxito de un filme, en tanto películas como El viaje del emperador, Paseando
a miss Daisy o Danza con lobos,
por poner tres ejemplos, desafiaban toda presunción de lo que debía ser un éxito
de temporada, mientras otras obras pensadas exclusivamente para mover el torniquete
de las salas de cine terminaron siendo fracasos absolutos, verbigracia El clan del oso cavernario. Aunque este
documental alude específicamente al cine hecho en Hollywood, en nuestra
cinematografía también se ha consolidado una tendencia mercantilista que señala
ciertas pautas que deberían seguir las películas cuya única apuesta es el
público masivo, ello no es malo de por sí, pues como plantea el director Julio
Luzardo, por el bien del cine nacional es necesario que haya grandes éxitos de
temporada[vii];
el problema más bien radica en la aplicación desmesurada del “todo vale” con
tal de llamar al rebaño. En ese sentido, vemos que en el cine colombiano se
empiezan a usar estrategias de marketing como la de repetir siempre lo que ya funcionó
en cine o en televisión. Las películas de Dago García son el mejor ejemplo de
ello, pues parece que siempre cuentan la misma historia de la misma manera,
pero también caminan en esa dirección, con ciertas excepciones, el último cine
de narcos (En coma, El trato, Sin tetas
no hay paraíso, El cartel de los sapos o El arriero), las historias del conflicto (La pasión de Gabriel, PVC-1, La sierra o Karmma) o los ensayos específicamente de género (Al final del espectro, El páramo o Póker).
Finalmente,
debo aclarar en este ítem que se debe diferenciar la taquilla de la
rentabilidad comercial, pues como estimaba el mismo Luzardo hace tres años, el
84% de las películas colombianas implican fracasos comerciales, en tanto no
alcanzan a cubrir sus gastos de producción, lo cual hace que, por ejemplo, un
éxito de temporada como Rosario Tijeras
arroje pérdidas cuantiosas, mientras películas de menor asistencia podrían
considerarse éxitos en términos económicos[viii].
2. Las buenas películas están bien hechas
Hace algún
tiempo, el cine colombiano se caracterizaba por ser un “cine imperfecto”
técnicamente hablando, parecía que estábamos lejos de obtener la calidad de
imagen, sonido, musicalización, diseño de arte, efectos especiales o montaje,
entre otros aspectos, que se veían aún en las peores películas que provenían de
gringolandia. Así, por ejemplo, una película como La gente de la Universal de Felipe Aljure, un referente indudable
de nuestro cine, tiene defectos de audio que hacen casi incomprensible lo que
dicen sus personajes. Pero esta tendencia, gracias a la especialización de los
técnicos en las diversas ramas del hacer cinematográfico, es prácticamente
historia del pasado, algo comprobable con la factura técnica de algunos
productos de exportación como Saluda al
diablo de mi parte y El páramo, o
con el premio a mejor fotografía que obtuvo Todos
tus muertos en el Festival de Sundance, lo que muestra que ya no es un
problema el hecho de rodar a mediodía con toda la luz del trópico.
Asimismo,
gracias a fenómenos globales como la televisión satelital y los formatos de
alta definición, el espectador ya no está dispuesto a aceptar películas con
evidentes fallas en su manufactura. Ello implica que en el aspecto técnico el
ojo del público se ha educado al punto de reconocer lo que sería una buena
producción en los audiovisuales que observa, lo cual también genera mayores
exigencias de rodaje que le cierran el paso, por ejemplo, al cine histórico o a
la ciencia ficción. Al respecto, nótese que a pesar de la coyuntura de la
celebración del bicentenario de la Independencia, nadie se atrevió en nuestro
cine a realizar una obra conmemorativa de la gesta libertadora, algo que
modestamente y con grandes esfuerzos sólo realizaron los mexicanos (Hidalgo) y los argentinos (Revolución, el cruce de los Andes). Al
respecto, se puede decir que, por ejemplo, ya no es aceptable para el
espectador que se le presenten como lugares del extranjero escenarios filmados en
Colombia, o mediante el uso de fondos paisajísticos, o personajes de otros
países representados por actores nacionales, en tanto eso le resta cualquier credibilidad
a la película que se cuenta. Ello ha significado que películas colombianas como
Riverside o Paraíso travel que tratan el tema del exilio hayan sido filmadas
casi íntegramente en los Estados Unidos, una gesta que sólo había logrado
Gustavo Nieto cuando realizó El
inmigrante latino en Nueva York pagando todo con una tarjeta american express.
Sin
embargo, aún quedan géneros como la ciencia ficción y la animación en que los
resultados siguen denotando la distancia técnica existente entre las
cinematografías más desarrolladas y la nuestra. En ese sentido, una apuesta
como la de Bogotá 2016 no tiene
ninguna credibilidad para el espectador en tanto sus efectos especiales parecen
los de una película de serie B norteamericana de mediados del siglo pasado. Asimismo,
películas animadas como Bolívar el héroe,
que se proponía como una versión anime
criolla, y Pequeñas voces, la primera
cinta nacional animada en 3D, han fracasado sin remedio, a pesar de que en el
caso de esta última tuvo una buena campaña publicitaria que intentó explotar el
hecho de que se inspiraba en relatos de niños víctimas del conflicto, además de
que se estrenó con 81 copias en las salas del país, lo que parece no convenció
al respetable.
Finalmente, en este aspecto se debe recordar que un
cine nacional de calidad no es sólo aquél que logra superar sus deficiencias
técnicas, pues se pueden hacer productos fílmicos muy bien manufacturados que
no pasan de la mera artesanía, algo que por ejemplo se manifestaba en el cine
francés previo a la emergencia de la Nueva
Ola, de tal manera que uno de los postulados de este movimiento renovador era
su rechazo a lo que ellos denominaban el Cinema
de qualité, o sea al “cine de calidad”, que debía ceder el paso al “cine de
autor”, aunque la imposición de este último como el epítome de lo que era buen
cine no hizo que el otro desapareciese.
3. Las buenas películas son coherentes y cohesionadas
Laurent Jullier plantea que “en primer momento,
llamamos cohesión a lo que une el fondo con la forma en el interior
mismo de la economía narrativa, y coherencia a lo que une el texto con
el mundo” (1992: 161). Este postulado,
en apariencia sencillo, que resume gran parte de las teorías narratológicas del
siglo XX, remite directamente a la manera en que se relacionan las partes del
relato cinematográfico entre sí y con el mundo objetivo, esto quiere decir, ni
más ni menos, que para que una película sea buena debe tener un guion redondo
en el que se articulan armónicamente los elementos de la trama sin que falten o
sobren partes, y que además esté filmado correctamente, pero es allí donde
fallan muchas de las películas colombianas. Siempre se ha dicho que faltan
guionistas en el cine nacional y yo creo que esta realidad sigue cobrándose
películas que, de haber contado mejor su argumento, seguro habrían merecido una
mejor suerte.
En este apartado no importa si estamos ante la
historia más grande jamás contada o ante una simple anécdota cotidiana, lo
importante es que el director sepa articular bien esa narración con los
elementos del lenguaje cinematográfico de que dispone, es decir que la película
sea cohesionada. Y la forma más convencional de contar historias, de
Aristóteles para acá, es a través de la división del relato en tres partes:
inicio, nudo y desenlace. Esta es la estructura narrativa del cine clásico
hollywoodense y la más usada entre nosotros: las películas empiezan con el
planteamiento de un problema que ocurre en los primeros quince minutos, luego
se presentan los enredos, peripecias y situaciones que desembocan en la
resolución del conflicto en el tramo final de la historia planteada. Parece
sencilla la cosa, pero en la experiencia práctica vemos que existen películas
que se cuentan como un rompecabezas en el que al final sobran fichas o quedan
espacios vacíos en la figura del puzzle. A continuación presento algunos
ejemplos ilustrativos.
Karmma de Orlando Pardo cuenta la historia del hijo de un
hacendado que secuestra personas y se las vende a la guerrilla hasta que un día
cae en una trampa y vende, sin saber, a su propio padre. Hasta allí estamos
ante una versión del mito edípico trasplantado al contexto del conflicto
colombiano, sin la literariedad del Edipo
alcalde de Jorge Alí Triana y García Márquez. Una tragedia contemporánea
que, valga la redundancia, debía tener un final trágico; pero su guionista, que
funge como director, escamotea este final a partir de una serie de peripecias
que no aportan nada al relato y que se cierran con un crimen pasional que está
más en la órbita de lo melodrámático. Así pues, de lo trágico griego saltamos a
lo telenovelesco latinoamericano, algo comprensible si tenemos en cuenta que el
autor tiene una vasta experiencia como actor de enlatados para la pantalla
chica.
Otro ejemplo: El
trato de Francisco Norden. En un comienzo tenemos a un equipo de la
televisión británica que viene a realizar un documental sobre el narcotráfico
colombiano, pero ante la imposibilidad de contactar a los verdaderos capos
contratan a un lavaperros para que se haga pasar por el tercero del Cartel de
Cali. El documental triunfa en la televisión británica y después tenemos a otro
equipo de periodistas que ahora vienen a Colombia a realizar un reportaje para
desenmascarar la mentira del primer documental, el que también triunfa en la
televisión británica. Después el guionista se inventa una historia de amor
entre el hijo de un capo colombiano y la periodista del falso documental. Por
último tenemos que otro capo colombiano, amigo del capo padre del amante de la
periodista, que ha caído con un cargamento de coca en el Pacífico, negocia con
la Fiscalía norteamericana y a cambio de su libertad les entrega una supuesta
red de narcotraficantes, entre los que se presenta al lavaperros del falso
documental como el más grande capo de estas tierras. ¿Es comprensible mi
relato? Seguro que no, pero tranquilos que a lo mejor la historia es
completamente al revés de cómo yo la cuento. En últimas sólo quería evidenciar
el caos, la cantidad de historias y la falta de claridad o al menos de un
conflicto central que articulase toda la trama, en una película realizada por
el director que otrora filmase esa pequeña obra maestra titulada Cóndores no entierran todos los días.
Y cierro mi trilogía de lo que deben ser los
monumentos más grandes a la falta de cohesión en nuestro cine con El jefe, una historia sobre el director
de una fábrica de mermeladas que empieza contando las relaciones de poder en un
ambiente de oficina, pero de pronto lo que parecía una comedia costumbrista,
con el ambiente laboral más característico de la clase media, se amplía al
escenario de las relaciones del jefe con su esposa y una amante que le cae del
cielo, pero cuando ya nada parece ser peor, este personaje descubre que en la
fábrica hay un pasadizo secreto que nadie había advertido, con lo cual la trama
desemboca en una historia de suspenso, sexo, crímenes, incendios, acciones
civiles, robos, infidelidades, tapaderas y otras malas hierbas que echan a
perder cualquier logro inicial de la película.
Frente a este escenario de delirio narrativo en el
que parecen inmersos muchos de nuestros cineastas, surgen propuestas
renovadoras como las de Carlos Moreno (Perro
come perro y Todos tus muertos),
los hermanos Orozco (Al final del
espectro y Saluda al diablo de mi
parte), Oscar Ruiz (El vuelco del
cangrejo) o Gabriel Rojas (Karen
llora en un bus) que desde el cine de género o desde propuestas más
autoriales demuestran su dominio del guion cinematográfico. Nótese por ejemplo
que en el caso de Ruiz y Rojas, a pesar de realizar un par de películas que no
apelan al modelo aristotélico, sus guiones se sostienen en la creación de
situaciones que no avanzan hacia un desenlace final del conflicto, puesto que
éste no es el elemento central del relato cinematográfico, sino más bien lo que
narran es una suspensión del tiempo, un deambular en la espera de algo que
puede pasar, y ya sabemos que la espera es precisamente ese tiempo muerto en el
que las acciones se tornan fútiles e innecesarias, y por ello mismo no
encorsetadas en el principio de la causalidad.
Ahora bien, la cohesión y la coherencia se
relacionan con los elementos formales que el director escoge para contar su
película, los cuales, cuando son los más apropiados le dan un mayor lustre a la
obra fílmica. En ese sentido, David Bordwell cuestiona la separación de forma y
contenido, por lo que plantea que:
Como toda
obra de arte, una película implica forma.
En el cine por forma, en su sentido
más amplio, queremos señalar el sistema global de relaciones que percibimos en
una película (…) si la forma es el
sistema total que un espectador atribuye a una película, no hay adentro ni
afuera, cada componente funciona como parte del modelo integral que se percibe
(2003:40-41)[ix].
En ese sentido, por ejemplo, es indudable que la
enfebrecida propuesta visual de El
colombian dream de Felipe Aljure concuerda con el ambiente dantesco en el
que se mueven sus personajes, bajo el efecto de las drogas y el calor
girardoteño; asimismo, no es posible imaginar la historia que cuenta La sombra del caminante de Ciro Guerra
sin esa fotografía grisácea que cubre como un polvo de muerte la existencia de
sus personajes; así como luce necesaria la única toma de PVC-1, dado que el tiempo se torna en el elemento primordial del
suspenso narrativo en un relato sobre un collar-bomba a punto de explotar; o
esa estética del mugre con que Rubén Mendoza filma a La sociedad del semáforo. De otra parte, se puede decir que la
estructura fragmentaria de Póker no
es más sino un ejercicio pretencioso de su autor quien cree que así le da a su
película un toque tarantinesco-iñárrituano; que los diálogos frente a la cámara
del protagonista de Bluff no aportan
nada a la película, más allá de una pretendida identificación del espectador
con un personaje absolutamente reprochable en el ámbito moral; o que la
estructura de Dios los junta y ellos se
separan de Trompetero, construida como un largo encadenamiento de
personajes que hablan por teléfono, no pasa de ser un recurso curioso que se
hace insoportable después de quince minutos de función, en tanto no hay
historia que soporte tal experimento.
Finalmente, una película coherente es verosímil,
esto significa que los eventos que ocurren en la pantalla deben presentarse
como sucederían en la vida real o, en su defecto, el pacto narrativo que se
instaura entre la obra y el espectador debe conducir a que este no desconfíe de
la verdad artística que la película le presenta. En ese sentido, la coherencia
implica que el espectador no sospeche del relato, que se rinda a la magia de la
proyección y que pueda aceptar, incluso, que en una película como Todos tus muertos de Carlos Moreno haya
una pila de cadáveres, supuestamente masacrados, sin una sola gota de sangre,
lo cual sólo se puede asimilar si el espectador asume que lo que está viendo en
pantalla es producto de la ruptura del principio de realidad operada en la
psicología del protagonista, como consecuencia de la experiencia extrema que
implica para un campesino el hallazgo de una pila de muertos en su cultivo;
pues si el público no salva esta dificultad, va a desconfiar de toda la obra y
se romperá el hechizo de lo verosímil bajo el mandato experiencial que dice que
en una escena de masacre los cuerpos están agujereados por las balas, cubiertos
de sangre y en un orden aleatorio.
Asimismo, esta búsqueda de coherencia hace parecer
que sobre el cine se cierne un mayor reclamo de verdad, lo que muchas veces
opera como la necesidad de que las imágenes de un filme se acerquen hasta rozar
miméticamente el mundo; ello implica una forma diferente de fotografiar la
historia, un tipo de actuación mucho más natural y unos diálogos más parecidos
a los de la gente del mundo objetivo. En ese sentido, es evidente que mucho del
cine colombiano carece de coherencia cuando apela a las situaciones comunes del
lenguaje televisivo, construye personajes estereotipados, presenta diálogos que
rayan en lo increíble o cuando abusa de actores que por traer costumbres de la
televisión se sobreactúan o repiten los mismos gestos que ya están
acostumbrados a hacer en los culebrones nacionales, un ejemplo claro de ello es
el papel que interpreta Víctor Mallarino en Bluff,
en el que repite hasta la saciedad el mismo histrionismo que viene mostrando
desde hace décadas en incontables telenovelas criollas.
4. Las buenas películas son originales
Uno de los
principios que instauró el Romanticismo en la estética occidental fue la idea
de que el genio de un artista se mide por su originalidad, con lo cual
pareciera que la artesanía, la adaptación, las influencias o la re-elaboración
de lo creado fueran prácticas condenadas al destierro en todas las historias
universales del arte. En ese sentido,
a pesar de la legitimidad que ha alcanzado entre la crítica reciente la
estética tarantinesca, heredera sin duda de viejas prácticas caníbales
del cine italiano más chapucero, que ha elevado el reciclaje fílmico a una
categoría artística; se puede decir que en nuestro ambiente todavía se sigue
privilegiando el hecho de que las películas sean originales, lo cual implicaría
que cada obra fuese única y aislada, que se rompiesen los vasos comunicantes
entre filmes o que no existiese como tal una tendencia dominante del cine
nacional, sino más bien la búsqueda constante de unos caminos expresivos, sobre
todo entre los autores más personales en su quehacer fílmico. Así pues, no deja
de ser curioso que un joven realizador como Ciro Guerra haya filmado dos
películas originales, pero en extremo diferentes, como si su cine precisase de
la reinvención a cada paso.
Ahora bien,
lo diverso se construye en la dialéctica vanguardia/tradición, de tal manera que
cada película dialoga con su pasado al tiempo que puede señalar caminos hacia
el futuro. En ese orden de ideas, un cine nacional es más vital y produce obras
perdurables cuando no renuncia a su historia, pero tampoco cae en la repetición
cansina de gestos audiovisuales ya agotados por la pantalla, de tal manera que
si es cierto aquella sentencia borgeana de que sólo hay cuatro historias que se
siguen narrando, con ligeras variaciones, quizá en esa reinvención de todo lo
filmado bajo el sol radica la originalidad de estos tiempos. Así pues, en nuestra
cinematografía se observa un claro distanciamiento entre los autores que
proponen visiones afincadas en una narrativa clásica, que son la mayoría,
frente a un grupo mucho más joven y vanguardista que intenta nivelarse con las
corrientes más en boga del cine global. Sin embargo, no se puede privilegiar a
unos sobre otros, pues la vanguardia necesita de su otro que es la tradición. En
ese sentido, películas novedosas ahora, no parecen tan radicales si se comparan
con obras realizadas en otros tiempos y en otras cinematografías.
Asimismo, en el terreno de la originalidad, un criterio que presupone
la prexistencia de una herencia cinematográfica universal y una enciclopedia
personal audiovisual accesible a cada director, también se hace evidente que
existe una diferencia abismal entre los directores más radicalmente comerciales
y aquellos que buscan otras sendas expresivas en las que se tocan forma y
contenido, en la recreación de historias jamás contadas, algo por demás
utópico, o en el hallazgo de una variante significativa a un relato ya
conocido. En ese sentido, por ejemplo, se encuentran propuestas absolutamente
novedosas como Los extraños presagios de León Prozak, un filme de
pinturas animadas realizado por Carlos Santa, pero en el que participaron
varios de los más reconocidos artistas colombianos; también es incontestable la
novedad de Todos tus muertos de Carlos Moreno y de Los colores de la
montaña de Carlos Arbeláez en su forma de contar la violencia; así como la
radical visión del juglar vallenato que propone Ciro Guerra en Los viajes
del viento; la relectura de los códigos del cine negro que exploran Libia
Stella Gómez en La historia del baúl rosado o José Luis Rugeles en García;
el acercamiento al esperpento en El colombian dream de Felipe Aljure
y Te amo Ana Elisa de Antonio Dorado o la experimentación con el
lenguaje documental que sigue realizando Luis Ospina en El tigre de papel
y La desazón suprema, entre otras apuestas que señalan un aire nuevo en
la cinematografía nacional.
Finalmente, la originalidad necesita de un sustrato hegemónico en que
predomine la diversidad ideológica y la libertad expresiva en todas sus
manifestaciones, en tanto no puede haber originalidad creadora de formas cuando
el sistema dominante normaliza la producción fílmica y establece las
condiciones de lo aceptable, lo filmable o lo comercial. En ese sentido, la
originalidad en el cine colombiano empieza a dar un viraje que está marcado por
la diversidad de subjetividades que se abren a claquetazos limpios un espacio
en nuestra cinematografía, sin olvidar que lo original no sólo implica la asunción de polaridades radicales en las formas, sino
en los supuestos ideológicos que se manifiestan en la mirada de los autores. Así,
por ejemplo, aunque La virgen de los
sicarios y Apocalipsur relatan
historias que ocurren en el mismo marco geo-histórico, lo hacen desde
referentes narrativos muy diferentes.
5. Las buenas películas nos emocionan
La capacidad
de producir emociones es asumida muchas veces como criterio para definir las películas
que nos gustan, esto tiene implicaciones serias para las teorías de la
percepción estética, pues supone el análisis de variables relacionadas en
últimas con lo corporal. En ese sentido, uno supone que un cine que produzca en
el espectador emociones como: risa, pulsiones eróticas, miedo, suspenso,
tristeza, nostalgia o alegría, es el que prefiere el público. Sin embargo, a
pesar de que muchos géneros como la comedia o el terror se han constituido
en torno a fenómenos físicos que
experimenta la audiencia y han consolidado unas convenciones narrativas para
explotar estas sensaciones humanas, también es cierto que la mayoría de estas
películas son consideradas sólo en su papel de entretenimiento pasajero y
difícilmente logran cuajar obras de mayor peso estético en sus propuestas, en
tanto las fórmulas para hacer reír, llorar o sentir miedo se han utilizado tanto
que ya parecen agotadas y repetitivas.
Siguiendo
esta idea, en el espectador promedio existe el convencimiento de que ir a cine implica
pasar un rato divertido, pero una vez corren los créditos finales difícilmente
la película vista entrará en su listado de lo mejor del séptimo arte, aunque
ello no le priva de volver al cabo de una semana a ver otra obra del mismo
género que opera con idénticas convenciones, pero que no pierde su capacidad de
entretener emocionando. Bajo esta premisa es que las secuelas y remakes de
historias universales de género siguen funcionando, aunque en una categoría que
dista del reconocimiento general como algo diferente al mero pasatiempo, así
como las telenovelas repiten el mismo argumento y siguen entreteniendo a
millones de personas en todo el mundo, pero resignadas a su marginalidad de
mero producto de consumo masivo.
En este
género del cine que emociona, pueden categorizarse todas las películas
producidas por Dago García, algunos thrillers recientes (Póker, Saluda al diablo de mi
parte o PVC-1), melodramas del
tipo El ángel del acordeón, la pasión de
Gabriel, La ministra inmoral o Donde
rompen las olas; películas de terror como Al final del espectro y El
páramo o comedias como El man, El
jefe o El arriero. Obras que
apuestan por la risa fácil, el suspenso forzado o el exceso de sufrimiento,
dolor y lágrimas para conmover la platea, pero que no pueden ocultar la
banalidad de sus intenciones, el absurdo de sus puestas en escena o la carencia
de toda búsqueda de un verdadero sentido artístico en su expresión audiovisual.
6. Las buenas películas son edificantes
En este ítem
se parte del supuesto de que el cine cumple una función ejemplarizante, que
sirve para dejar enseñanzas de tipo moral o ético, que nos señala unos
comportamientos que son los correctos, que sirve para demostrar unas tesis
ideológicas, que actúa como vehículo para aproximarnos a los otros, que nos
cuenta el “así fue” de historias que en verdad ocurrieron, que nos muestra la
existencia como un portal con tantas puertas como vidas nos son posibles o que
nuestro cine es el encargado de contarle al mundo “como somos los colombianos”.
A propósito, este ha sido uno de los criterios más comunes con el que muchas
personas califican el cine nacional a partir de la supuesta “imagen que muestra
del país”, de tal manera que, por ejemplo, frente al cine de Víctor Gaviria,
siempre se ha debatido el qué pensarán los extranjeros cuando ven sus películas
sobre la realidad colombiana, porque desde un chauvinismo rampante se dice que
aquí no somos así, y aquí hay gente muy trabajadora y el colombiano es echado
pa’lante, y este es el mejor país del mundo.
Para que no
se crea que esta apreciación ya está erradicada del cine colombiano, mientras
escribo estas líneas leo en la versión digital de El Espectador que:
El cineasta colombiano Harold Trompetero presentó en Pekín Locos y El paseo, dos de sus últimas producciones con el objetivo de
divulgar al mundo facetas de la intimidad y la realidad colombiana
distintas a las comúnmente conocidas del narcotráfico y la guerrilla. El paseo narra la vida familiar,
mientras Locos se centra en la vida
amorosa "que puedes llegar a vivir en Colombia", explicó el cineasta
[el subrayado es mío][x].
Esa idea de
que el cine –como el fútbol o la música- es un instrumento de propaganda
nacional, tan enraizada en amplios sectores de la sociedad colombiana, es una
herencia de los regímenes totalitarios que siempre vieron en el arte a un
aliado servil a sus intereses políticos, pues olvidaban aquella vieja sentencia
kantiana de que el arte es finalidad sin fin. Así pues, no es raro que un
director tan empecinado en retratar la colombianidad en postales de banderas
tricolores, divinos niños, sagrados corazones de Jesús, entre otra iconografía
de una patria funcional al poder hegemónico, crea que su deber como director es
mostrarle al mundo no cómo es Colombia en su complejidad cultural y social,
sino cómo él cree que debe ser ese colombiano promedio que “vive Colombia,
viaja por ella” gracias a la seguridad democrática en El paseo o que como “Colombia es pasión”, pues entonces ama como un
loco.
Finalmente,
si aceptamos que el buen cine nacional es aquél que enseña algo, entonces
deberíamos asumir, entre otras cosas, que Donde
rompen las olas es una excelente película sólo porque no se cansa de
repetir su leit motiv de que “hay que
luchar por cumplir nuestros sueños”, una premisa que haría sonrojar hasta al
mismo Duque Linares; o que Buscando a
Miguel y La ministra inmoral son
obras dignas de ver porque proponen como héroes a dos políticos que descubren
el error de sus vidas y deciden cambiar de rumbo. Así pues, aunque buena parte
de la audiencia exija mensajes hermosos, de esos que reconfortan el alma
agitada por la realidad cotidiana, debemos volver a Kant cuando planteaba que
el arte no se puede reducir a la moral, con lo cual el mensaje debe ser algo
accesorio, más que una necesidad narrativa. De hecho, en el cine contemporáneo,
siguiendo a Eco y compañía, las obras abiertas a las interpretaciones y que por
ello renuncian a lecturas unidimensionales del mundo son las que mejor pueden
dar cuenta de nuestro momento histórico.
Punto y aparte
Una vez
expuestos los criterios precedentes señalados por Laurent Jullier, me parece
que hay otra serie de indicadores que nos hablan de la calidad de una
cinematografía nacional, los que expondré de manera sucinta a modo de
ilustración:
Aumento de la producción: para que hayan buenas películas es preciso que se produzcan más filmes
nacionales y, en ese sentido, la Ley del
Cine ha posibilitado la realización de muchas obras que no habrían visto la
luz de los proyectores en el pasado. Una estadística reciente hablaba de
alrededor de 150 películas filmadas en el presente siglo, una cifra cercana al
número de películas anuales de cinematografías como las de los Estados Unidos o
Japón y tres veces la mexicana. Esta cifra por ejemplo supera de lejos los 28
largometrajes que se realizaron durante los diez años de Focine, para no hablar
de la década del noventa, en la que hubo años como 1997 en los que se estrenó
una sola película nacional (La deuda).
En ese sentido, el aumento de la producción es importante, pero tampoco se
puede olvidar que ésta se debe leer en relación al número de buenas películas
que se producen anualmente, así por ejemplo, el cine argentino produce
alrededor de una quincena de buenas películas entre setenta que se ruedan en
suelo gaucho en un año, relación mucho más positiva que la de Japón en que se
obtienen similares resultados sobre el doble de la producción en el mismo
tiempo.
Relación con la Academia: actualmente, los cineastas nacionales son personas que estudian y se
preparan para asumir el oficio con mayor profesionalidad. Los hay que cursan
estudios en el exterior y regresan al país a ejercer la profesión (Jaime Osorio
Márquez, Simón Brand o Andi Biaz), al tiempo que la mayoría son egresados de la
academia colombiana, quienes, por estar más empapados de la realidad nacional,
están realizando las apuestas más prometedoras de la cinematografía patria. Entre
ellos tenemos que, por ejemplo, Ciro Guerra, Rubén Mendoza y Gabriel Rojas son
egresados de la Universidad Nacional de Bogotá; Jorge Navas y Oscar Ruiz
provienen de la Univalle, Juan Felipe Orozco y Javier Mejía son de la Bolivariana
de Medellín, Carlos Arbeláez es de la Universidad de Antioquia y José Luis
Rugeles es de Unitec. Esta situación es más ventajosa que la de épocas pasadas
en las que había directores que nunca estudiaron carreras directamente
relacionadas con el oficio, tales como Pacho Bottía (politólogo), Jaime Osorio
(abogado) o Lisandro Duque (antropólogo); mientras que otros directores debían
ausentarse del país para poder cursar estudios de cine en el extranjero, lo
cual es indudable que generaba una brecha, muchas veces insalvable, con su
lugar en el mundo.
La despolitización del discurso: se ha dicho muchas veces que el arte comprometido ya no es arte, que el
único valor de una obra radica en su verdad artística y en ese sentido, es
saludable para la industria que al lado de las producciones con un único
interés comercial y generalmente parcializadas, estén floreciendo películas que
proponen miradas alternativas del mundo, no comprometidas con el poder
político, religioso o económico imperante. En ese sentido, el cine de los
autores más valiosos ha ido abandonando cierto propagandismo insuflado con la
retórica de la izquierda tradicional, en beneficio de posturas mucho más
críticas con todos los poderes, los discursos de la dominación y las diversas
formas de la exclusión histórica, lo que se traduce en una posición ética de
los realizadores que apuestan por un humanismo diverso y liberal de cierta raíz
decimonónica.
La sombra de los maestros: el cine colombiano, a diferencia de otras cinematografías
latinoamericanas, carece de verdaderos maestros que sirvan como referentes en
torno a los cuales organizar la misma dinámica del colectivo de realizadores,
esto se da porque los directores veteranos pareciesen haber perdido su lugar en
el escenario del cine nacional, en tanto ya casi no filman, se están muriendo o
sus películas terminan siendo fracasos, mientras que la generación más reciente
todavía no está lo suficientemente grande para asumir su tarea histórica de
darle identidad al cine nacional. De hecho Víctor Gaviria que era el director
llamado a hacer de faro en nuestra cinematografía con sólo tres películas en su
haber está lejos de ser considerado un verdadero referente internacional, cosa
diferente ocurre por ejemplo en Chile con los nombres de Miguel Littín, Silvio Caiozzi,
Raul Ruiz o Patricio Guzmán que son considerados los padres del nuevo nacional
o en Argentina donde Pino Solanas, Adolfo Aristaraín, Carlos Sorín o Leonardo
Favio actúan como árboles gigantescos a cuya sombra ya se posicionaron Lucrecia
Martel, Lisandro Alonso o Pablo Trapero, tres nombres incuestionables del cine
latinoamericano actual.
El reconocimiento crítico internacional: aunque los propagandistas del Ministerio de Cultura y de Proimágenes
realizan cuentas alegres sobre los premios obtenidos por el cine colombiano en
festivales internacionales, la verdad es que casi todos ellos se consiguen en
eventos de menor jerarquía, de tal manera que las cifras desnudas aunque sí
señalan una participación mayor y un reconocimiento creciente en el ámbito
internacional, también muestran que la situación no es como para sacar el carro
de bomberos, puesto que si miramos con cuidado el escenario de los
reconocimientos otorgados por la crítica festivalera, veremos que desde La vendedora de rosas en 1998, ninguna
película colombiana se ha estrenado en la selección oficial del Festival de
Cannes. En ese sentido, si revisamos los palmarés de los festivales más
importantes del mundo en lo que va corrido de siglo en comparación con nuestros
vecinos latinoamericanos, veremos que Luz
silenciosa del mexicano Carlos Reygadas obtuvo el Gran Premio del Jurado en
Cannes; que en el Festival de Berlín se alzaron con el Oso de plata a mejor película La
teta asustada de la peruana Claudia Llosa y Tropa de élite del brasileño José Padilha, mientras que El abrazo partido del argentino Daniel
Burman obtuvo el Premio especial del Jurado; que en San Sebastián, La perdición de los hombres de Adolfo Ripstein obtuvo la concha de oro
a mejor película. Asimismo, El secreto de
tus ojos del argentino Juan José Campanella obtuvo el Premio Oscar a mejor
película extranjera, reconocimiento al que también estuvieron nominadas las
también latinoamericanas Ciudad de Dios,
La teta asustada, Biutiful, El laberinto del fauno, El crimen del padre Amaro,
El hijo de la novia y Amores perros.
Finalmente, en los Goya de la Academia Española, en la categoría de mejor
película latinoamericana los últimos premios se han repartido entre películas
argentinas (7), cubanas (1), chilenas (2) y uruguayas (2), con lo cual se puede
argumentar que el reconocimeitno más importante en un festival lo obtuvo para
Colombia La estrategia del caracol hace
dos décadas cuando se alzó con el premio mayor en el Festival de Valladolid,
mientras que en los últimos tiempos los premios a mejor película obtenidos por Sumas y restas de Víctor Gaviria en el
Festival de Cine Latinoamericano de Toulousse, por Bolívar soy yo de Jorge Alí Triana en el Festival de La Plata y por
La pasión de Gabriel de Luis Alberto
Restrepo en el Festival de Guadalajara, aunque son valiosos, fueron obtenidos
en festivales de segunda categoría, casi invisibles en el panorama del cine
mundial, con el agravante de que estas películas no son consideradas como obras
fundamentales en la historia de nuestro cine.
Coda
Finalmente, si comparamos lo propio con el entorno,
a pesar de que Colombia es el cuarto productor de cine latinoamericano, todavía
en el espacio regional estamos muy lejos de Brasil, Argentina y México que
gozan de buena salud; detrás de cinematografías como la chilena o la uruguaya
que vienen en un ascenso vertiginoso, y emparejados con Perú, Cuba y Venezuela,
que como nosotros, muy de vez en cuando producen una película que supera la
tendencia de su producción nacional.
Una vez
expuesto todo lo anterior, la conclusión obvia es que la calidad no es
cuantificable, ni puede medirse con razones absolutas, pues esta surge de la interrelación
de variables y dinámicas del medio audiovisual que denotan una gran complejidad,
pero si me toca decir mi verdad, yo plantearía que nuestro cine, como un todo
orgánico, ha mejorado en ciertas cosas, pero todavía le falta mucho camino para
llegar a un nivel óptimo de calidad cinematográfica; que la Ley del Cine no es la panacea, pero
sería peor si no existiese, y que la tarea de construir un mejor cine pasa por
las manos de todos: realizadores, críticos, público e instituciones.
[i] Las películas vistas fueron: El páramo, Póker, Saluda al diablo de mi
parte, Al final del espectro, Perro come perro, Todos tus muertos, El vuelco
del cangrejo, Los colores de la montaña, La sombra del caminante, Los viajes
del viento, La sociedad del semáforo, Paraíso travel, In fraganti, La pena
máxima, Malamor, Terminal, Soplo de vida, El tigre de papel, La desazón
suprema, PVC-1, El trato, Buscando el paraíso, Donde rompen las olas,
Apocalipsur, Bluff, La primera noche, La pasión de Gabriel, García, Sumas y
restas, La historia del baúl rosado, Yo soy otro, El ángel del acordeón,
Riverside, Diástole y sístole, El man superhéroe nacional, Dios los junta y
ellos se separan, Te busco, Alguien mató algo, La sangre y la lluvia, La
sierra, Retratos en un mar de mentiras, Perder es cuestión de método, Satanás,
La ministra inmoral, Soñar no cuesta nada, Como el gato y el ratón, Bolívar soy
yo, Esto huele mal, El rey, Te amo Ana Elisa, Los niños invisibles, Los actores
del conflicto, La virgen de los sicarios, María llena eres de gracia, Karen
llora en un bus, Rosario Tijeras, Kalibre 35, Bogotá 2016, El carro, En coma,
Karmma, La esquina, El jefe, Ni te cases ni te embarques, Buscando a Miguel,
Muertos del susto, Los extraños presagios de León Prozak, En agosto, Marnie
derriba el muro, Toda la vida al campo, Sin Amparo, Entre nos, Entre sábanas,
El colombian dream, La toma de la embajada y Mi abuelo, mi papá y yo.
[ii] Jullier, Laurent (2006). ¿Qué es una buena película? Trad. Miguel
Rubio. Barcelona: Paidós.
[iii] Los miércoles con tapas de cierta
marca de gaseosas las boletas se venden a mitad de precio.
[iv] Estrategia de mercadeo de “El
Páramo”. Dir. Jaime Osorio Márquez.
[ix] Bordwell, David y Katherine Thompson
(2003). Arte Cinematográfico. Trad.
Edgar Rubén Cosío. México: McGraw-Hill.