miércoles, 12 de marzo de 2014

Todavía recordamos a Kusturica



En el año 1981, la crítica mundial recibió con sorpresa la aparición de ¿Te acuerdas de Dolly Bell? una película yugoslava. Su director, un veinteañero Emir Kusturica tuvo que pedir un permiso especial en el servicio militar para pegarse la rodadita hasta Venecia donde le esperaba un merecido León de oro con el que el prestigioso Festival de esta ciudad (uno de los cuatro grandes) le honraba por su primera incursión en el cine; pero los augurios todavía no eran esperanzadores; cual si una matrona gitana, una de esas que pueblan sus películas, no pudiese leer todavía la consagración en su mano. 

¿Te acuerdas…? era una película sencilla, apenas la anécdota de la educación sentimental de un adolescente que, en el Sarajevo de los años sesenta, ve como a su alrededor se desintegra el mundo. Pero, más allá del argumento central, esa pregunta-título interrogaba a sus compatriotas, tras la muerte reciente del mariscal Tito, por una época hermosa, la época de los descubrimientos definitivos, la gomina, los pantalones largos y los 24.00 besos que anunciaba una canción de la onda italiana. Una época perdida para siempre. 

¿Te acuerdas…? era también la radiografía de la adolescencia en una patria unida por la resistencia al nazismo, la construcción de un socialismo independiente del eje Moscú y un modelo político que apostaba por la convivencia fraterna de todos los pueblos eslavos diseminados en los Balcanes. Entonces, más que una película, era la vida que se iba con la pérdida de la vieja casa-nación de los años maravillosos. Una profecía fílmica sobre el desmorone del yugos (unión) que bajo una misma bandera había dado espacio a una diversidad increíble de culturas y pueblos, en un tiempo en que empezaba una transición democrática que, instigada por Occidente, derivó en una sangrienta lucha intestina que acabaría con la identidad nacional y con las fronteras de la patria.

Kusturica era hijo de un país construido con los retazos de los últimos imperios europeos y sin una tradición cinematográfica considerable. Su ópera prima parecía ser una flor exótica de un día, una flor en la que se adivinaban los parpadeos estéticos de los principiantes, pero también el pulso narrativo de un artista en emergencia que nos regalaba chispazos de buen cine, sólo reconocible como tal en la capacidad de un director para crear un universo propio regido por leyes inmanentes a su puesta en escena.  Sin embargo, el “Fellini de los Balcanes” fue construyendo, película a película, una propuesta estética absolutamente original; una forma particular de contar desde el cine a esa Yugoslavia dolorida y excluida de la historia moderna, pero también gozosa y vital, que rindió a sus pies las fortalezas de la crítica mundial en Cannes, Berlín o Venecia. 

El cine de Kusturica, que alcanza sus cotas más luminosas en obras maestras finiseculares del calibre de Tiempo de gitanos, Underground o Gato Negro, Gato Blanco, se compone de un crisol en que confluyen elementos de forma y fondo tan disímiles como la mezcla de géneros clásicos, el barroquismo de sus escenas, la predilección por usar actores naturales, las bandas sonoras circenses, los brochazos de realismo mágico audiovisual, la revisión de la historia reciente de los Balcanes, la violencia en una sociedad mediatizada, el festejo de la vida y de la muerte, el delito como forma periférica de inclusión en la modernidad, la pregunta constante por la identidad, la ausencia de la figura paternal, la presencia del elemento animal, las metáforas visuales de profunda significancia, la tragedia del pueblo gitano, los homenajes al cine clásico, la presencia de lo metafísico en la vida cotidiana, el fútbol en todas sus formas y, por supuesto, los grandes temas universales del amor y de la muerte.

Tres décadas después de aquel inicio fulgurante, todavía nos acordamos de Kusturica, aunque muchas cosas hayan cambiado en el mundo. Su cine se hizo mientras veía cómo se le caía la casa ladrillo a ladrillo. Yugoslavia ya no existe, se esfumó entre los los intereses del poder eurocéntrico, pero en cambio, existe la herencia fílmica del más yugoslavo de los autores, una reflexión constante sobre la pérdida de la tierra prometida que, en últimas, es la pérdida de la humanidad.