lunes, 19 de diciembre de 2011

Lágrimas de diablos y cocodrilos

A mitad de mi vida y atravesando una senda oscura, como dijera Dante, mucho antes que lo dantesco fuera un adjetivo sobrevalorado, recordé que mi mamá, repitiendo lo que debía ser un comercial de alguna emisora caribeña, nos decía insistentemente: “llora y tendrás que llorar solo, ríe y el mundo reirá contigo”. Durante mucho tiempo creí en lo irrefutable de esta sencilla verdad, sin embargo, en estos últimos días he pensado que lo que de verdad nos hermana son las lágrimas.

He visto gente reírse a hurtadillas, como escondiendo sus buenos recuerdos de la multitud que se agolpa en Transmilenio. También los hay que van con su chapa batiente como puertas abiertas a una alegría minoritaria. He visto algunos loquitos por las esquinas con una risa ya sin dientes, sin garra, sin contagio. Al punto que quizá la única risa que vale la pena es la que nace de la desdicha ajena y en eso Chaplin sigue siendo muy actual. 

En cambio, las lágrimas se han puesto de moda. Están en todas partes. Llora el bolillo porque le pega a la moza y lloran las feministas porque nadie le pega al bolillo. Lloran las columnistas en gavilla porque la fiscal se volvió a casar con un mal hombre, una especie de tinieblo que debe ser muy buen polvo para engatusar a la mujer encargada de repartir la justicia, que será lo único que siga repartiendo de ahora en adelante. Vargas Lleras llora por sus perros envenenados con saña en la ciudad de los perros. Llora Camilo Jiménez en El Tiempo y otros lloran por el mal tiempo. Lloran los alumnos de Camilo Jiménez porque sus profesores no los comprenden, ni siquiera pagándoles. Llora monseñor Ordóñez porque lo confunden con el humorista de “Ordóñese de la risa”. Y mejor no sigo con los refritos de la televisión chibchombiana, que debe ser el sumidero más grande de lágrimas de esta triste tierra.

Pero, en medio de esta ola de tropipop y kleenex, las únicas lágrimas que comparto son las de los seguidores del América de Cali. Aclaro que no soy hincha de los diablos rojos, lo cual elimina cualquier empatía futbolística con su desdicha. Como amante de la pelota, me importa un carajo, más allá del simple morbo de ver un estadio a moco tendido, que este equipo, otrora poderoso gracias a la plata de los narcos, ahora se vaya a jugar la copa del burro, es decir de la B. Sin embargo, me solidarizo con sus lágrimas cuando descubro en su pena eso que todos alguna vez hemos experimentado: que todo pierde sentido cuando descendemos al infierno. A pesar de que la literatura universal está llena de felices anábasis -palabrita griega pa’ descrestar lectores-, en la vida real y concreta de todos los días, las pérdidas de categoría son terribles, dolorosas y húmedas.

Amigos de la mechita, yo sé lo que significa jugar en la segunda división, pues mi vida es un largo inventario de derrotas que ameritaron largas temporadas en el infierno. A mí también una mujer me dijo que ya no me quería y me quise pegar un tiro con una escopeta, pero desistí porque nadie se suicida con un arma tan peligrosa. Yo también tuve que poner mi trompo de madera tallada para que los otros le cascaran a “amapolazos”. Muchas veces me tocó ver los partidos desde la banca eterna de suplentes, porque los técnicos no creían que, como Aristizábal, yo fuera el segundo mejor jugador del mundo sin la pelota. Yo también soporté que las chicas más lindas del curso siempre se fueran con los idiotas, mientras les pintaba giordanos lacrimosos y trataba de mostrarles dónde quedaba la osa mayor en el cielo estrellado. A mí también me declararon en bancarrota en todas las parrandas de mi infancia, condenado a mirar desde la puerta cómo era que se bailaba la sopa de caracol o el meneíto. En incontables ocasiones me tocó quedarme “la lleva” por no ser un diestro jugador o simplemente por no cantar a tiempo el “taco, taco la burra mocha y no juego más”, una especie de mantra con la que los de mi generación se retiraban a salvo del popular pasatiempo. A mí también el niño dios no me quiso traer el carrito de latón que con tanto esmero le pedí durante tres navidades consecutivas. En fin, yo también tuve que abrir un blog de segunda para jugar en el torneo de ascenso de las letras capitalinas, lo que para un negrito chocoano debe ser como alinearse en el hexagonal del Olaya.

Ahora bien, de cada triste ocasión en que me fui para la segunda división sólo me quedaron las lágrimas, el gimoteo y la cabeza gacha. Por eso comparto su llanto, último refugio de los que nos creemos derrotados sin remedio por la vida.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Esto no es Esparta, esto es Junior

En el año 1988 mi madre casi se muere de un problema de vesícula biliar. La llevaron a Barranquilla y la operaron en el Hospital Universitario. De regreso de Curramba, el único regalo que me trajo fue un periódico El Heraldo, en cuya sección de deportes aparecía alguna noticia del Atlético Junior, con una foto de un veterano defensor llamado Alfredo Doria con esa camiseta blanca de rayas rojas gruesas y un anuncio de Olímpica, una camiseta que me iba a marcar toda la vida. Contrario a la fiebre por Nacional y América que invadió a mis primos a finales del ochenta, yo le entregué el corazón al equipo tiburón sin remedio. Pero fue en el año 1991 cuando el amor se me volvió pasión y el alma de hincha fue creciendo con cada uno de los treinta goles que marcó el bombardero Valenciano esa temporada, con cada tapada de Chepe María Paso, con el dribling endemoniado de Pachequito que yo quería imitar dejándome las medias por encima de las rodillas. Ese año el tiburón fue tercero, superado en la final por un Nacional pletórico de estrellas: Escobar, el chontico, Perea, Asprilla, el bendito y compañía, América tuvo el subcampeonato, pero el Junior me ganó la final de la vida. Luego llegó el año 1993 y el equipo se armó con todo. Trajeron al hombre de los rizos de oro, al niche Guerrero que se atragantó de goles, devolvieron al gordo Valenciano de Italia y en el último partido de esa final, en el último segundo de ese clásico contra los diablos rojos, cuando ya Medellín daba la vuelta en el Atanasio, surgió la magia del hombre de la melena, la tocó despacito a un lado, Mckenzie venía de atrás, dejó regado a Córdoba en el piso y la emboquilló para darme una de las alegrías más grandes de mi vida. Ese año me hice grande de un solo golpe, en Chimila mataron a mi tío Cesar mientras el equipo le metía tres goles al Pereira, pero al final el Atlético Junior me regaló un estrella para adornar su tumba.
Nunca he entrado al Metropolitano, sólo lo he visto desde afuera, pero se diría que lo conozco de memoria viéndolo en televisión, con su majestuosidad y sus crías de lechuzas. En ese estadio se han jugado muchas horas de mi vida. He celebrado las mejores páginas que ha escrito el equipo en el Gigante de la Ciudadela. Y he llorado las derrotas amargas como aquella de la final contra un Caldas que nos arrebató una estrella casi segura. Mi fanatismo se limita al fútbol en la radio, a la televisión y ahora al Internet. Reconozco en mi memoria las voces de Mike Fajardo, Hugo Illera, el gran Fabio Poveda, pero sobre ellas la del negro Perea que bautizó al equipo con el único remoquete que lo identifican sus hinchas diseminados por el mundo: “tu papá”, que más que una consigna de superioridad es la prueba de un amor filial por un equipo con noventa años de tradición, dueño indiscutido del corazón de la mayoría de costeños, que hace que ese amor no permita que en una ciudad como La Arenosa pueda sobrevivir un rival de patio. Narradores de goles imposibles y portadores del amor por una camiseta que vale lo que una vida cantando un himno que grabara primero Pacho Galán, pero que se renueva cada que el equipo vuelve a estar en finales, esa que dice después de un coro de silbatos eso de que “Barranquilla tiene que estar orgullosa de ese Junior bravo que toca y la toca....”, aunque la versión definitiva de ese canto la grabaron juntos esos dos monstruos que fueran Joe Arroyo y Rafael Orozco, hinchas acérrimos del tiburón.
Yo he visto a Papá en El campín unas cuantas veces, donde casi siempre nos va mal. Todavía recuerdo una triste tarde en que acompañado de una amiga, fanática del azul, todo el estadio nos coreaba “se van para la B, se van para la B”. Ese domingo perdimos y estábamos a nueve puntos del Pereira en la lucha por no descender, pero esa tarde asumía las riendas del equipo Julio peloe’burra Comesaña, quien nos salvaría de un descenso inminente y recuperaría la fe en un equipo que parecía condenado a trasegar por las canchas siendo una sombra de lo que había sido, uno de los grandes. Y volví el año pasado, fui con Joana a quién he tratado en vano de enseñarle por qué amo a esta insignia, que ha sido una patria allá donde me han llevado las piernas. Era la final contra Equidad y llovió toda la tarde. Al final perdimos como siempre, pero daba una emoción muy grande ver a ese estadio colmado de camisetas rojiblancas, perderse en una marejada de costeños que alentaban incansables desde la tribuna y sentir por un momento que no estaba tan solo en el mundo. Finalmente, el equipo revirtió la derrota en Barranquilla y bordó una nueva estrella en una camiseta que pesa cada vez más.
Pasan los años y en mi cronología de recuerdos el equipo va llenando de pequeñas hazañas la memoria. Tengo vivas las imágenes esa final del 93, sin duda una de las tardes más gloriosas del equipo, después de haber remontado unos días antes un 3-0 de un primer tiempo en el Atanasio contra el verde, para trocarlo por un 3-3 en el segundo tiempo, una tarde que el pibe se puso la camiseta de goleador. Revolotean por mi recuerdo las postales de aquella semifinal de Copa Libertadores cuando el Vélez Sarsfield que ganaría todo con Bianchi sólo nos pudo sacar en los penaltis y gracias a que Méndez erró el de la clasificación a la final. Tengo en la memoria la demostración de fútbol del 95, cuando el equipo quedó campeón en un torneo de medio año en que el gordo Valenciano metió la bobadita de veinticuatro goles en dieciséis partidos. Recuerdo el subcampeonato con Peluffo, el fantasma Ballesteros y el patuleco Arriaga del año 2.000, el subtítulo del 2003 de la mano de Miranovic y una camada juvenil de jugadores, que conquistarían la quinta estrella dos años después con la dirección del absurdo López y una final de infarto que terminó empatada 5-5 con Nacional en Medellín y que definió el torito de Becerril desde los doce pasos.  Luego vino un subtítulo con Comesaña y el título del año pasado con Umaña, Giovanni y Carlitos Bacca, un muchacho que no se cansa de sonreír y hacer goles. Por ello, después de la derrota con Millonarios el domingo pasado no me eché a llorar como posiblemente harían muchos hinchas en todo el mundo, más seguía esperanzado. Estuve imaginando tres días cómo sería la remontada, quienes sus autores, de qué factura los goles. Sabía que habría un gol en los primeros quince minutos, tal vez un remate fulminante del artillero de Puerto Colombia, tal vez una genialidad de Vladimir, o quizá una obra de arte de ese príncipe eterno nacido en Cali, pero amante de una camiseta a la que le ha entregado cuatro años de sudor y gloria. Así que dejé de preocuparme por la apuesta casada con el gato Martínez, me llevaba tres goles de diferencia, pero le notaba preocupado, tal vez previendo lo peor, “en Barranquilla es fregao” me dijo, y le respondí que estas son finales y que las finales se juegan a cara de perro.
Finalmente, llegó la hora del partido que vi en soledad. En estos momentos no soporto el sonido más leve de una mosca. No preciso comentaristas a mi lado, menos hinchas del equipo rival. Me torno irascible, violento, amargado, temperamental mientras rueda la pelota. Sé bien que mi sufrimiento no incide en el resultado, así que intento tener calma, pero es imposible. Se me revuelve el estómago, me sudan las manos, siento escalofrío, pero ahí voy a mi jornada de masoquismo consuetudinario.  Empieza el partido y aumenta esta agonía que sólo la calman los goles del tiburón. El primero es un pepazo de Valencia, un jugador resistido por la tribuna, pero que de a poco encuentra el camino de las redes contrarias. No van todavía quince minutos de juego y ya sé que el milagro es posible. Luego llega esa palomita fenomenal de Vladimir, un chiquillo nacido en Arauca que no creció de física desnutrición, pero que en su diminuto cuerpo tiene la magia de la que carecen millones de colombianos para jugar con la pelota. Vladimir tiene nombre de conde ruso, pero seguro será grande para nuestro fútbol. Y cierra la noche mágica el muchachito del millón de dólares, Giovanni con una jugada magistral, recibiendo el pase preciso de Carlos Bacca, enganchando a Ochoa en el área chica y definiendo con un toque sutil por entre las piernas del arquero rival. Lo demás fue puro trámite y ya no importaba si quedábamos fuera de la final en los penaltis, el equipo se había comportado con el heroísmo que el hincha espera, ya había cumplido su cita con la historia, ya había demostrado que esas seis estrellas de su cielo tiburón fueron tejidas pacientemente por todo un pueblo y que, al menos, por ello esta banda merecía respeto de quienes nos dieron por muertos, sin recordar que en la tierra de Joselito, la resurrección también hace parte del carnaval.
Ahora, justo después de escribir estas líneas, dormiré plácidamente, y seguiré soñando con goles del tiburón, como aquél viejo pescador que soñaba con leones en África. A lo mejor mañana tenga que revisar en los diarios para comprobar que fue cierta la gesta, que esto no es Esparta, que esto es Junior. Mientras voy cerrando los ojos, me viene el recuerdo de aquella infausta tarde en que todo un estadio nos coreó la pérdida de la categoría profesional y me siento vengado, alguna vez iba a ser y de la forma más dolorosa. Yo sé lo que se siente, pero así es el fútbol y así es la vida.