lunes, 19 de diciembre de 2011

Lágrimas de diablos y cocodrilos

A mitad de mi vida y atravesando una senda oscura, como dijera Dante, mucho antes que lo dantesco fuera un adjetivo sobrevalorado, recordé que mi mamá, repitiendo lo que debía ser un comercial de alguna emisora caribeña, nos decía insistentemente: “llora y tendrás que llorar solo, ríe y el mundo reirá contigo”. Durante mucho tiempo creí en lo irrefutable de esta sencilla verdad, sin embargo, en estos últimos días he pensado que lo que de verdad nos hermana son las lágrimas.

He visto gente reírse a hurtadillas, como escondiendo sus buenos recuerdos de la multitud que se agolpa en Transmilenio. También los hay que van con su chapa batiente como puertas abiertas a una alegría minoritaria. He visto algunos loquitos por las esquinas con una risa ya sin dientes, sin garra, sin contagio. Al punto que quizá la única risa que vale la pena es la que nace de la desdicha ajena y en eso Chaplin sigue siendo muy actual. 

En cambio, las lágrimas se han puesto de moda. Están en todas partes. Llora el bolillo porque le pega a la moza y lloran las feministas porque nadie le pega al bolillo. Lloran las columnistas en gavilla porque la fiscal se volvió a casar con un mal hombre, una especie de tinieblo que debe ser muy buen polvo para engatusar a la mujer encargada de repartir la justicia, que será lo único que siga repartiendo de ahora en adelante. Vargas Lleras llora por sus perros envenenados con saña en la ciudad de los perros. Llora Camilo Jiménez en El Tiempo y otros lloran por el mal tiempo. Lloran los alumnos de Camilo Jiménez porque sus profesores no los comprenden, ni siquiera pagándoles. Llora monseñor Ordóñez porque lo confunden con el humorista de “Ordóñese de la risa”. Y mejor no sigo con los refritos de la televisión chibchombiana, que debe ser el sumidero más grande de lágrimas de esta triste tierra.

Pero, en medio de esta ola de tropipop y kleenex, las únicas lágrimas que comparto son las de los seguidores del América de Cali. Aclaro que no soy hincha de los diablos rojos, lo cual elimina cualquier empatía futbolística con su desdicha. Como amante de la pelota, me importa un carajo, más allá del simple morbo de ver un estadio a moco tendido, que este equipo, otrora poderoso gracias a la plata de los narcos, ahora se vaya a jugar la copa del burro, es decir de la B. Sin embargo, me solidarizo con sus lágrimas cuando descubro en su pena eso que todos alguna vez hemos experimentado: que todo pierde sentido cuando descendemos al infierno. A pesar de que la literatura universal está llena de felices anábasis -palabrita griega pa’ descrestar lectores-, en la vida real y concreta de todos los días, las pérdidas de categoría son terribles, dolorosas y húmedas.

Amigos de la mechita, yo sé lo que significa jugar en la segunda división, pues mi vida es un largo inventario de derrotas que ameritaron largas temporadas en el infierno. A mí también una mujer me dijo que ya no me quería y me quise pegar un tiro con una escopeta, pero desistí porque nadie se suicida con un arma tan peligrosa. Yo también tuve que poner mi trompo de madera tallada para que los otros le cascaran a “amapolazos”. Muchas veces me tocó ver los partidos desde la banca eterna de suplentes, porque los técnicos no creían que, como Aristizábal, yo fuera el segundo mejor jugador del mundo sin la pelota. Yo también soporté que las chicas más lindas del curso siempre se fueran con los idiotas, mientras les pintaba giordanos lacrimosos y trataba de mostrarles dónde quedaba la osa mayor en el cielo estrellado. A mí también me declararon en bancarrota en todas las parrandas de mi infancia, condenado a mirar desde la puerta cómo era que se bailaba la sopa de caracol o el meneíto. En incontables ocasiones me tocó quedarme “la lleva” por no ser un diestro jugador o simplemente por no cantar a tiempo el “taco, taco la burra mocha y no juego más”, una especie de mantra con la que los de mi generación se retiraban a salvo del popular pasatiempo. A mí también el niño dios no me quiso traer el carrito de latón que con tanto esmero le pedí durante tres navidades consecutivas. En fin, yo también tuve que abrir un blog de segunda para jugar en el torneo de ascenso de las letras capitalinas, lo que para un negrito chocoano debe ser como alinearse en el hexagonal del Olaya.

Ahora bien, de cada triste ocasión en que me fui para la segunda división sólo me quedaron las lágrimas, el gimoteo y la cabeza gacha. Por eso comparto su llanto, último refugio de los que nos creemos derrotados sin remedio por la vida.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Esto no es Esparta, esto es Junior

En el año 1988 mi madre casi se muere de un problema de vesícula biliar. La llevaron a Barranquilla y la operaron en el Hospital Universitario. De regreso de Curramba, el único regalo que me trajo fue un periódico El Heraldo, en cuya sección de deportes aparecía alguna noticia del Atlético Junior, con una foto de un veterano defensor llamado Alfredo Doria con esa camiseta blanca de rayas rojas gruesas y un anuncio de Olímpica, una camiseta que me iba a marcar toda la vida. Contrario a la fiebre por Nacional y América que invadió a mis primos a finales del ochenta, yo le entregué el corazón al equipo tiburón sin remedio. Pero fue en el año 1991 cuando el amor se me volvió pasión y el alma de hincha fue creciendo con cada uno de los treinta goles que marcó el bombardero Valenciano esa temporada, con cada tapada de Chepe María Paso, con el dribling endemoniado de Pachequito que yo quería imitar dejándome las medias por encima de las rodillas. Ese año el tiburón fue tercero, superado en la final por un Nacional pletórico de estrellas: Escobar, el chontico, Perea, Asprilla, el bendito y compañía, América tuvo el subcampeonato, pero el Junior me ganó la final de la vida. Luego llegó el año 1993 y el equipo se armó con todo. Trajeron al hombre de los rizos de oro, al niche Guerrero que se atragantó de goles, devolvieron al gordo Valenciano de Italia y en el último partido de esa final, en el último segundo de ese clásico contra los diablos rojos, cuando ya Medellín daba la vuelta en el Atanasio, surgió la magia del hombre de la melena, la tocó despacito a un lado, Mckenzie venía de atrás, dejó regado a Córdoba en el piso y la emboquilló para darme una de las alegrías más grandes de mi vida. Ese año me hice grande de un solo golpe, en Chimila mataron a mi tío Cesar mientras el equipo le metía tres goles al Pereira, pero al final el Atlético Junior me regaló un estrella para adornar su tumba.
Nunca he entrado al Metropolitano, sólo lo he visto desde afuera, pero se diría que lo conozco de memoria viéndolo en televisión, con su majestuosidad y sus crías de lechuzas. En ese estadio se han jugado muchas horas de mi vida. He celebrado las mejores páginas que ha escrito el equipo en el Gigante de la Ciudadela. Y he llorado las derrotas amargas como aquella de la final contra un Caldas que nos arrebató una estrella casi segura. Mi fanatismo se limita al fútbol en la radio, a la televisión y ahora al Internet. Reconozco en mi memoria las voces de Mike Fajardo, Hugo Illera, el gran Fabio Poveda, pero sobre ellas la del negro Perea que bautizó al equipo con el único remoquete que lo identifican sus hinchas diseminados por el mundo: “tu papá”, que más que una consigna de superioridad es la prueba de un amor filial por un equipo con noventa años de tradición, dueño indiscutido del corazón de la mayoría de costeños, que hace que ese amor no permita que en una ciudad como La Arenosa pueda sobrevivir un rival de patio. Narradores de goles imposibles y portadores del amor por una camiseta que vale lo que una vida cantando un himno que grabara primero Pacho Galán, pero que se renueva cada que el equipo vuelve a estar en finales, esa que dice después de un coro de silbatos eso de que “Barranquilla tiene que estar orgullosa de ese Junior bravo que toca y la toca....”, aunque la versión definitiva de ese canto la grabaron juntos esos dos monstruos que fueran Joe Arroyo y Rafael Orozco, hinchas acérrimos del tiburón.
Yo he visto a Papá en El campín unas cuantas veces, donde casi siempre nos va mal. Todavía recuerdo una triste tarde en que acompañado de una amiga, fanática del azul, todo el estadio nos coreaba “se van para la B, se van para la B”. Ese domingo perdimos y estábamos a nueve puntos del Pereira en la lucha por no descender, pero esa tarde asumía las riendas del equipo Julio peloe’burra Comesaña, quien nos salvaría de un descenso inminente y recuperaría la fe en un equipo que parecía condenado a trasegar por las canchas siendo una sombra de lo que había sido, uno de los grandes. Y volví el año pasado, fui con Joana a quién he tratado en vano de enseñarle por qué amo a esta insignia, que ha sido una patria allá donde me han llevado las piernas. Era la final contra Equidad y llovió toda la tarde. Al final perdimos como siempre, pero daba una emoción muy grande ver a ese estadio colmado de camisetas rojiblancas, perderse en una marejada de costeños que alentaban incansables desde la tribuna y sentir por un momento que no estaba tan solo en el mundo. Finalmente, el equipo revirtió la derrota en Barranquilla y bordó una nueva estrella en una camiseta que pesa cada vez más.
Pasan los años y en mi cronología de recuerdos el equipo va llenando de pequeñas hazañas la memoria. Tengo vivas las imágenes esa final del 93, sin duda una de las tardes más gloriosas del equipo, después de haber remontado unos días antes un 3-0 de un primer tiempo en el Atanasio contra el verde, para trocarlo por un 3-3 en el segundo tiempo, una tarde que el pibe se puso la camiseta de goleador. Revolotean por mi recuerdo las postales de aquella semifinal de Copa Libertadores cuando el Vélez Sarsfield que ganaría todo con Bianchi sólo nos pudo sacar en los penaltis y gracias a que Méndez erró el de la clasificación a la final. Tengo en la memoria la demostración de fútbol del 95, cuando el equipo quedó campeón en un torneo de medio año en que el gordo Valenciano metió la bobadita de veinticuatro goles en dieciséis partidos. Recuerdo el subcampeonato con Peluffo, el fantasma Ballesteros y el patuleco Arriaga del año 2.000, el subtítulo del 2003 de la mano de Miranovic y una camada juvenil de jugadores, que conquistarían la quinta estrella dos años después con la dirección del absurdo López y una final de infarto que terminó empatada 5-5 con Nacional en Medellín y que definió el torito de Becerril desde los doce pasos.  Luego vino un subtítulo con Comesaña y el título del año pasado con Umaña, Giovanni y Carlitos Bacca, un muchacho que no se cansa de sonreír y hacer goles. Por ello, después de la derrota con Millonarios el domingo pasado no me eché a llorar como posiblemente harían muchos hinchas en todo el mundo, más seguía esperanzado. Estuve imaginando tres días cómo sería la remontada, quienes sus autores, de qué factura los goles. Sabía que habría un gol en los primeros quince minutos, tal vez un remate fulminante del artillero de Puerto Colombia, tal vez una genialidad de Vladimir, o quizá una obra de arte de ese príncipe eterno nacido en Cali, pero amante de una camiseta a la que le ha entregado cuatro años de sudor y gloria. Así que dejé de preocuparme por la apuesta casada con el gato Martínez, me llevaba tres goles de diferencia, pero le notaba preocupado, tal vez previendo lo peor, “en Barranquilla es fregao” me dijo, y le respondí que estas son finales y que las finales se juegan a cara de perro.
Finalmente, llegó la hora del partido que vi en soledad. En estos momentos no soporto el sonido más leve de una mosca. No preciso comentaristas a mi lado, menos hinchas del equipo rival. Me torno irascible, violento, amargado, temperamental mientras rueda la pelota. Sé bien que mi sufrimiento no incide en el resultado, así que intento tener calma, pero es imposible. Se me revuelve el estómago, me sudan las manos, siento escalofrío, pero ahí voy a mi jornada de masoquismo consuetudinario.  Empieza el partido y aumenta esta agonía que sólo la calman los goles del tiburón. El primero es un pepazo de Valencia, un jugador resistido por la tribuna, pero que de a poco encuentra el camino de las redes contrarias. No van todavía quince minutos de juego y ya sé que el milagro es posible. Luego llega esa palomita fenomenal de Vladimir, un chiquillo nacido en Arauca que no creció de física desnutrición, pero que en su diminuto cuerpo tiene la magia de la que carecen millones de colombianos para jugar con la pelota. Vladimir tiene nombre de conde ruso, pero seguro será grande para nuestro fútbol. Y cierra la noche mágica el muchachito del millón de dólares, Giovanni con una jugada magistral, recibiendo el pase preciso de Carlos Bacca, enganchando a Ochoa en el área chica y definiendo con un toque sutil por entre las piernas del arquero rival. Lo demás fue puro trámite y ya no importaba si quedábamos fuera de la final en los penaltis, el equipo se había comportado con el heroísmo que el hincha espera, ya había cumplido su cita con la historia, ya había demostrado que esas seis estrellas de su cielo tiburón fueron tejidas pacientemente por todo un pueblo y que, al menos, por ello esta banda merecía respeto de quienes nos dieron por muertos, sin recordar que en la tierra de Joselito, la resurrección también hace parte del carnaval.
Ahora, justo después de escribir estas líneas, dormiré plácidamente, y seguiré soñando con goles del tiburón, como aquél viejo pescador que soñaba con leones en África. A lo mejor mañana tenga que revisar en los diarios para comprobar que fue cierta la gesta, que esto no es Esparta, que esto es Junior. Mientras voy cerrando los ojos, me viene el recuerdo de aquella infausta tarde en que todo un estadio nos coreó la pérdida de la categoría profesional y me siento vengado, alguna vez iba a ser y de la forma más dolorosa. Yo sé lo que se siente, pero así es el fútbol y así es la vida.

martes, 8 de noviembre de 2011

Terror para quedarse frío


El páramo es una película exitosa, fallida, engañosa e innecesaria.
La ópera prima de Jaime Osorio Márquez se propone como un ejercicio de terror a la colombiana que, apoyado en una agresiva campaña de prensa, convocó a más de 250.000 espectadores a las salas de cine en sus primeras tres semanas en cartelera. En ese sentido, lo primero que se le reconoce a sus realizadores es cierta capacidad para la mercadotecnia, pues logran vender una película como si de un producto de consumo familiar se tratase, algo de por sí complicado en el difícil escenario de la taquilla nacional, tan llena de enlatados, remakes y refritos hollywoodenses; pero sería un pecado confundir el éxito comercial de una película con su calidad cinematográfica, lo cual es otro cuento.
El páramo es desde todo punto de vista una película fallida. Si algo tienen los géneros cinematográficos, con sus códigos narrativos de por medio, es la capacidad para generar ciertas emociones en el espectador. En ese sentido, así como a una buena comedia se le pide que nos mueva a la risa, la única obligación de un filme de “terror” es que logre generarnos algún tipo de miedo, suspenso o escalofrío, por no hablar del horror en su forma más elevada; para lo cual el director debe saber contar su historia apelando a una serie de recursos que no por tradicionales dejan de ser efectivos. Sin embargo, la premisa básica del terror es que el uso de los recursos (música, fotografía, montaje o banda sonora) por sí sólo no basta, si detrás no hay una buena historia que sustente la película, que envuelva al espectador, que le genere un grado de empatía con los protagonistas y, de paso, le permita sentir como propio el miedo expresado en la pantalla. Y es allí donde radica el fracaso de El páramo, pues en ella no hay más sino una exposición de trucos ya conocidos; un inventario de golpes efectistas tan viejos como el cine mismo, imágenes vistas hasta la saciedad, pero ni una pizca de originalidad.
La película intenta contar la historia de un comando de rescate del Ejército que llega a una base de alta montaña donde parece que han ocurrido hechos terribles e inexplicables. Así narrado, el argumento nos deja una impresión de déja vu, porque ese cuento nos lo han contado muchas veces. El páramo, que intenta venderse como algo nunca visto, no es más sino un reencauche falto de toda originalidad de una larga lista de películas que partían de la premisa “misión de rescate enfrenta monstruos inesperados”. Sobre ese mismo principio, pero con más seso, se realizaron las muy recordadas Alien, el octavo pasajero de Ridley Scott o Depredador de John McTiernan, de las que El Páramo copia escenas completas sin ninguna vergüenza; pero creo que si hay una película a la que plagia esta obra paramuna es a un filme gringo de serie B titulado El búnker (Dir. Rob Green) estrenado hace una década y que va de un grupo de soldados nazis que se refugian en un búnker donde se supone que existen fantasmas, pero en la que al final se autoaniquilan entre todos. Sin embargo, a esta mediocridad del guión, se le suman elementos que supuestamente le darían un toque colombiano: vemos a unos protagonistas de todos los colores (¿en qué película bélica gringa no salen un negro, un latino y un indio?), un escenario de niebla perpetua (puede ser Chechenia, Afganistán o Nepal), tenemos un afiche de un espejo partido (el non plus ultra de la originalidad, si estos afiches no se hubieran impuesto desde hace mucho tiempo, como ejemplo la muy reciente Mirrors) y un hombrecito acobardado que al final mata al más malo de la película (¿dónde hemos visto eso?), aunque no falta el que ha visto en El Páramo una crítica a la patología de los batallones de alta montaña, a la concepción del terrorista en el marco de la seguridad democrática, pero creo que eso ya es ir muy lejos, pues la película ni siquiera permite una reflexión sobre el conflicto colombiano, sino que termina planteando el manido discurso de que el hombre es un lobo para el hombre, principio que se manifiesta con mayor fuerza en  situaciones extremas. 

El Páramo es una película engañosa porque propone contar una historia de terror en un ambiente bélico, pero se extravía a mitad de camino y deriva hacia un relato de locura colectiva en la que vemos cómo la paranoia grupal termina generando una ola de violencia que lleva a que el comando se autoaniquile sin la mediación de ninguna fuerza externa. En ese sentido, pasada media hora, la película deja claro que no existe ninguna bruja a la cual temer, por lo estamos ante un mero relato de suspenso militarista sazonado con alguna escena gore, por demás innecesaria; pero, entonces, lo que uno no entiende es cómo, a pesar de lo evidente del cambio de rumbo, el director insiste en seguir mostrando todo con los mismos códigos del terror, siendo que ya es imposible generar algún susto en la platea. Llegado a este punto, los responsables del filme mienten cuando venden una película por una cosa y resulta otra; engañan al respetable cuando cambian las reglas de juego a mitad del filme y se engañan a sí mismos cuando quieren seguir generando terror apelando a las cartas marcadas que ya conoce el espectador; y vuelven a mentir en el plano ideológico cuando pretenden, al final, que nos identifiquemos con un soldadito pobre diablo, cuyo único mérito es ser un asesino con cargos de conciencia que quiere conocer a su hijo. No, pues ¡pobrecito!
Finalmente, El páramo es una película innecesaria porque ya no se le puede perdonar a un cine que se hace, en buena parte, con plata de todos los colombianos (unos quinientos paquetes de recursos públicos) que vuelva a contar lo ya contado, con la excusa barata de que esto no se había hecho en Colombia. Una película con un tufillo comercial que aborta la posibilidad de hacer cine bélico de verdad, enmascarando todo en el papel aluminio del terror, que encandila a muchos, pero que no señala ningún camino para la cinematografía nacional, sino más bien un retroceso al cine cutre de Jairo Pinilla, que al menos excusaba su bastardía en la carencia de recursos, o la apuesta mucho más interesante de Al final del espectro, de los hermanos Orozco, un producto sin más aspiraciones que el aprovechamiento del filón descubierto por el cine de terror oriental.
En ese sentido, si se observa El páramo en relación a las otras trece películas colombianas estrenadas este año, se comprenderá que ésta se ubica a mitad de tabla, nadando en aguas tranquilas, con la certeza de ser un producto sin ninguna otra aspiración que la de llenar los bolsillos de sus productores y tampoco vamos a decir que hacer platica sea un pecado. El problema es que desde esa perspectiva comparativista, se descubre con desazón que nuestro cine nacional, con las pocas excepciones que confirman la regla, se encamina a un modelo de producción industrial, en el que la calidad está medida por la tecnificación de los oficios y la respuesta de la taquilla, pero dejando de lado la tarea más arriesgada de construir un verdadero cine nacional que nos permita mirar desde nuestros ojos la complejidad de la situación colombiana.

viernes, 26 de agosto de 2011

Una fábula de patos, perros y gatos


Pille esta foto. Mírela bien. ¿Ve lo mismo que yo?: un muchacho normalito, sin acné, peinado de medio lado, como “lamido por la vaca”, la lengua irreverente hacia afuera, dedo pulgar en señal de “todo bien”, buzo manga larga con capucha y un morral a los hombros, donde seguro guarda cuadernos y espráis. Vuelva a mirar la foto, mientras tomo aliento para contarle que este chico, asesinado hace una semana por un policía, se llamaba Diego Felipe Becerra, que estaba terminando su bachillerato, que tenía diecisiete años y que amaba pintar grafitis, sobre todo del Gato Félix, como muestra la imagen. Ahora piense que esa pudiera ser su fotografía de hace tiempo, aunque no haya pintado un puto muro en su vida. Recuerde cómo era, qué hizo en esos años, justo antes de los dieciocho, cuando uno cree que ya casi va a ser grande, pensando que más allá de un plástico banal con su huella, puede haber otra cosa, otro mundo. Seguro que usted tiene un familiar, un primo, un sobrino o un vecino de esa edad. Mi hermano tiene dieciséis, se hace unos peinados raros y sólo quiere ser cantante, pero es posible que para los tombos sea delito ir tarareando vallenatos por la calle, por eso temo por su vida, por eso escribo.
A mis diecisiete tenía una noviecita que se llamaba Ovadis, con un lunar como de cielito lindo junto a la boca, pero todavía llenaba álbumes de tienda y me levantaba temprano los sábados a ver los power rangers que combatían a la malvada Rita Repulsa. En ese tiempo uno creía que se podía ir despreocupadamente por la vida, colarse a una caseta con los chiches vallenatos porque no tenía plata para pagarles, irse al pueblo vecino a comer sandía creyendo que unos kilómetros más allá sabían mejor o apostar los “bolis” jugando futbolito en un peladero cualquiera. En aquél entonces uno estaba más preocupado por la masturbación que por la muerte, porque ella estaba siempre en otra parte. Claro que, con el compadre Freddy, huíamos de la policía para que no nos cogieran jugando en el único billar del pueblo donde permitían menores de edad.
Es seguro que Diego Felipe también veía la muerte con esos ojos;  compartía la sensación de invulnerabilidad con todos los adolescentes que en el mundo han sido, y con su amigo Félix, un ser imaginario, cuyo nombre tomado del latín (felis felix) significa “gato con suerte”.  Como ese famoso felino, se movía jugando con el azar, convencido de que con una bolsa mágica o una broma se resuelve todo. Veo en esa fascinación por el gato Félix toda la energía de su juventud incipiente, esa creencia de que el mundo funciona como en las tiras cómicas, un universo que como dice Slavoj Zizek es el de la sexualidad convertida en energía vital, limitada entre el humor y el dolor, donde el yo vence a la muerte, pues un personaje animado puede sufrir los peores accidentes, pero siempre se levanta como si la fuerza no operase sobre él. Un espacio imaginario donde el hambre, el frío o el sexo, se niegan o se transforman en acto puro. Y como su héroe animado, un verdadero filósofo de buen humor y con una inagotable fantasía, Diego transformaba su alegría en pintas multicolores sobre los muros de su barrio, sin sospechar que en este mundo objetivo los gatos no tienen siete vidas y que si aparece un policía en escena, la película acaba muy mal.
Diego creció viendo dibujos animados y de ellos alimentó sus sueños. El agente que le disparó no tenía televisor en la casa o no le permitían ver muñequitos, de allí que no sea lo mismo disparar un espray que halar el gatillo. ¿Pero quién es ese policía al que le mantienen en reserva su identidad? Yo creo que era uno de esos muchachos que se sentaban en los puestos de atrás en el salón de clase, siempre en medio de la formación y de la mitad hacia abajo en las tablas de calificaciones. Una mediocridad en su forma más esencial que no tuvo talento para ninguna cosa. Privado de cualquier habilidad artística o académica, a lo sumo aspiraba a jugar micro en el equipo del curso y a conseguir noviecitas de medio tiempo. Su limitación intelectual no le permitió ir a la universidad pública, pero tampoco tuvo la resignación de quedarse en un oficio de pobre ruso, guachimán o mesero. Sus aspiraciones siempre fueron mayores a sus posibilidades, así que entró a la policía porque la familia consideró que si se quedaba por ahí iba a terminar de sicario. ¡Vaya ironía de la muerte! Se sabe que en la decisión de un muchacho de hacerse “agente del orden”, además de aquello del trabajo seguro, el conformismo y las aspiraciones dinerarias, también influye un deseo íntimo de tener un patrón al cual obedecer, cierta fascinación por la tiranía, lo que se traduce en miedo a la libertad. Al futuro uniformado le aterra tomar decisiones, asumir las riendas de su vida. Educado en la obediencia cristiana, aferrado al mandamiento de honrar al padre, prefiere la práctica de la obediencia.
Pier Paolo Pasolini, definía a Mayo del 68 como la lucha entre los hijos de la burguesía contra los hijos del proletariado; y acertaba en cuanto veía que las aspiraciones revolucionarias de los estudiantes contrastaban con el conservadurismo de los humildes hijos de obreros, convertidos ahora en fuerza militar. En ese sentido, también es válido suponer que este ignoto asesino proviene de una familia humilde, y que educado en el hambre y la privación, con las ínfulas pequeñitas de los pobres, sin alguien que le enseñase otro camino, fue conducido por motivos de supervivencia a ponerse las botas de charro militar. Ese tipo de hombrecito mediocre instruido a los gritos, acostumbrado a recibir órdenes sin rechistar, a soportar la rigidez familiar, educado en el maltrato a su dignidad y con el cuerpo colonizado por la fuerza, está preparado para el dogma, por lo que bien pudo terminar en una barra brava, en una secta religiosa, en un grupo neonazi o en cualquier cosa que implique gallada y que se orientase por una verdad ya construida.
El policía no piensa, no porque sea un animal como algunos creen, sino porque fue educado para no hacerlo. Lo suyo es el mundo concreto, el espacio de la fuerza bruta, de la verdad incuestionable, el “Dios y patria” que porta en el escudo sin preguntarse qué significan esas dos palabras. Para este hombre, simple patrullero raso, el mundo no es complejo, todo es sencillo, ordenado, como debe ser, porque se le ha educado como a los perros de Pavlov para que obedezcan al estímulo, para las asociaciones fáciles, duales, cavernarias. Y resulta hasta curioso su limitada astucia, lo suyo es el amedrantamiento, no la actuación dramática, por ello la “inteligencia militar” es una contradicción de términos y sus falsos positivos siempre son negativos por revelarse. Basta escuchar las “versiones oficiales” para saber cuan estúpidas son las razones de los militares. De esa gente que repite, con el patrón Uribe, que si mataron a unos jóvenes soachunos en Ocaña era que “seguro no estaban cogiendo café” o de los que hicieron pasar a un mongólico por guerrillero, yo la verdad no sé qué pensar, pero en todo caso estoy convencido que no basta con gritarles “asesinos” o con pedir que acaben con la fuerza policial.
Ya hace una semana que asesinaron a Dieguito, un muchachito bien, que estudiaba en un colegio bilingüe asociado a una universidad privada. Dieguito no tuvo la pobreza de su asesino. Él tuvo condiciones de vida digna. No tenía por qué robar y es seguro que no lo hizo, por ello ese cuento del atraco al bus es tan increíble. Lo suyo era el arte, el cómic, el grafiti. Lo suyo era adornar los muros que separan a los hombres, temerosos de sus vecinos y ahora de la policía. Dieguito tuvo una vida corta, pero feliz, como el gato suertudo. El policía, en cambio, nació pobre, lo que implica una condena a la infelicidad. He ahí lo terrible de esta tragedia, pensar que el agente encontró en el cuerpo armado la única alternativa para tener un sueldo digno, una casa propia y una pensión a la que un trabajador común ya no puede aspirar. Por ello se sometió a la disciplina militar, doblegó su cuerpo al poder, con tal de que sus hijos viviesen lo que a él se le negó, tal vez un colegio bilingüe. Hasta es posible que tenga un hijo con la edad de su víctima al que también le gusta pintar grafitis. En ese sentido, el policía también es un resentido social y generacional (sus enemigos son los jóvenes y los adinerados), odia que otros duerman bien mientras él se desvela, que otros disfruten la vida, que se vistan de colores o se peinen como se les dé la gana; detesta la libertad de quienes se la pueden permitir, porque su vida está enjaulada, prisionero de un uniforme verde oliva eterno, atado a sus miserias, a sus traumas, sólo con su arma, proyección fálica de su impotencia, para desquitarse del mundo. Cada disparo es una eyaculación en la cara de la pobreza.
He pensado en la educación del policía, en sus prácticas de polígono contra siluetas que tienen dianas a la altura de los órganos vitales, con las que aprenden a ser infalibles contra seres humanos sin rostro. Si un tombo dispara, mata. Su acción es precisa, una sola detonación, como en este caso, convierte a un muchacho vital en un monigote sin cuerda. Todo es tan absurdo, tan sin sentido. La simple aplicación de la fuerza destructiva contra una víctima inocente y por la espalda. Lo escribo y se me eriza la piel. También existe, en la enseñanza del oficio, un ejercicio que consiste en dispararle a “patos” móviles para afinar puntería con presas en movimiento. Ello me recuerda una escena de la I Guerra de Irak, cuando la aviación gringa hacía práctica de tiro con los soldados iraquíes en desbandada por el desierto. A esa carnicería los militares le llamaban “cacería de patos”, y se cuenta que hacían apuesta por ver quién mataba más. Ese acto de barbarie, en el que se deshumaniza al otro al punto de convertirlo en un animal emplumado, sólo puede ser aprendido en las academias castrenses y pasa por la construcción de un enemigo contra el que se puede disparar sin pensar y sin honor. En ese sentido, si el policía aprendió bien el oficio de aplicar la fuerza bruta sin ninguna mediación, se convierte en un perro de presa que revestido con el poder que emana de su pistola, está mecanizado para detectar al “enemigo” y disparar a matar. Nada de un tiro en una pierna o una descarga al aire para que el otro se rinda.
Ahora bien, lo tenaz es que la Policía Nacional como fuerza armada al servicio de gobiernos conservadores y adulto-céntricos, ha construido el “enemigo” a imagen y semejanza de la juventud. Están convencidos sus jerarcas que ellos representan la parte buena de la sociedad, se creen portadores de esa verdad y cuando alguien cree en algo es más propenso a matar por ello. El agente que asesinó a Dieguito seguro está convencido que los jóvenes son drogadictos, criminales o atracadores de buses; que un grafitero es un peligroso terrorista; que alguien que dibuja sobre una pared merece la pena de muerte y que él es el ángel vengador del Apocalipsis. Pero él no actúa solo, pues a través del policía se realiza el sueño de los presidentes de junta de acción comunal, pastores cristianos y viejitos retrógrados que estigmatizan a los jóvenes “raros” y creen que la solución es matarlos a todos, ojalá sin desperdiciar munición.
Esos adultos, y algunos jóvenes dinosaurios, son los que trinan en los opinaderos pidiendo pena de muerte o elaboran listados de indeseables a “limpiar” porque creen que se perdieron los valores y prefieren ver las paredes blancas, aunque tengan la conciencia requemada. En ese sentido, el adulto-policía mata en nombre del orden, de la moral, de las buenas costumbres, de los valores cristianos y del bien colectivo. Por ello es que en estos tiempos de estigmatización, Dieguito no es más sino la punta del iceberg, y lo es porque sus padres al menos saben hablar en público y pueden lograr una entrevista con El Tiempo o Caracol, no como las madres de Soacha o como tantas familias campesinas reducidas a la impotencia de que les hagan pasar sus hijos por guerrilleros, y es seguro que moverán un pedazo de cielo o gastarán una fortuna para que se les haga justicia y se les reivindique el nombre de su hijo. En otras palabras, los padres de Diego tienen voz porque no eran tan pobres. En cambio nadie hablará por los catorce jóvenes asesinados las últimas semanas por la “limpieza social” en Usme. Ellos tampoco contaron con la suerte del gato.
Finalmente, lo terrible es el mensaje que se le envía a la sociedad en vísperas de que se apruebe la “Ley Lleras”, la misma que prohibirá pintar en paredes y penalizará la movilización democrática. La lección es clara: no salga a la calle, guárdese sus opiniones, haga silencio, acuéstese temprano o vea nuestra tele, consuma con cuidado y, sobre todo, cuide a sus hijos para que se ahorre lágrimas. Mientras tanto, mi humilde recomendación es que ni por el putas le den la espalda a un tombo, a no ser que sea su marido, y que si ve a lo lejos venir a alguien de verde, pague escondederos a peso, que si no es policía es un hincha del Nacional y no sé cual es más peligroso.

lunes, 22 de agosto de 2011

¡Desmovilízate, el diablo te espera!


El cine de género no hace falsas promesas. Las películas pueden ser buenas, regulares o malas, pero el espectador nunca podrá decir que lo engañaron, que le ofrecieron un producto y le vendieron otro. En su comercio no existe espacio para la defensa del consumidor. Lo máximo que se podrá reclamar es que el espectáculo no cumplió con las expectativas creadas, que la película en cuestión es menos de lo esperado, pero nunca que nos metieron gato por liebre. Cada género, trátese del western, la comedia o el cine de terror, ha construido sus propios códigos de representación, con una narrativa particular destinada a generar ciertas emociones bien calculadas. En ese sentido, lo que el consumidor audiovisual busca en un thriller, un género que deriva su nombre de la palabra thrill (emoción), es que le mantenga pegado a la butaca o al brazo del compañero.
Saluda al diablo de mi parte, una película colombiana de los hermanos Juan Felipe y Carlos Orozco, con uno de esos títulos hermosos y definitivos, no se va con rodeos, ni engaña a nadie, es un thriller puro, duro y punto. Desde los treinta segundos que dura su tráiler se nos vende como un cóctel explosivo de disparos, venganzas y otras malas hierbas, y sus ajustados noventa minutos de duración van de eso y otro poquito. El diablo –ahora Ángel en plan de reinserción- ha secuestrado, matado y violado la ley en el pasado. No está exento de culpa, pero intenta reiniciar una vida normal, como si nada. Busca trabajo, pero en todas partes le cierran la puerta. Vive en una pensión de mala muerte con su pequeña hija, con la que intenta cumplir las funciones de padre. En ese sentido, de entrada la peli nos habla de un hombre culpable, no estamos frente a un inocente. Hay un pasado que se esboza, pero que nunca se designa de todo. No hay flashbacks, lo que es un gran acierto. Ángel lleva una cicatriz sobre el rostro como una marca de Caín, un estigma del pretérito que se hace patente frente al espejo, que le dice que su demonio interior no ha muerto. En el otro extremo se ubica Léder, un empresario víctima de un secuestro que le ha dejado con las piernas muertas, condenado a una silla de ruedas, contando las horas para cobrar su venganza contra el diablo y los que le privaron de la libertad 1230 días en una fosa monte adentro.
Así planteada la línea argumental, estamos frente a un cierto tipo de cine que no se va por los atajos, sino que toma el toro del thriller por los cachos. Por supuesto que el tema de las retaliaciones es uno de los comodines mejor jugados por este género, para la muestra esa trilogía sobre el tema (Simpatía por Mr. Venganza, Oldboy y Lady Venganza) dirigida por el coreano Park Chan-Wook o el díptico Kill Bill de Quentin Tarantino, por lo que en ello los Orozco no están descubriendo una tierra de promisión, como tampoco lo hacían en su ópera prima Al final del espectro, un film de miedos bien dosificados, heredero de todo el terror oriental. Ello significa que estamos ante un par de realizadores que ven cine, que conocen la industria, que saben hacia dónde se mueve la taquilla -lo que implica una cierta forma de estar a la vanguardia-, y que, sobre todas las cosas, quieren hacer productos de gran factura contando historias que crecen silvestres en nuestro propio jardín.
Lo que hace diferente a esta venganza en celuloide es que se ubica socio-temporalmente en tiempos de la cuestionada “Ley de Justicia, Paz y Reparación”. La película niega de plano las bondades de la susodicha artimaña legalista pensada sólo para favorecer a criminales de guerra. Nos dice que con ella no se construirá ninguna paz, que tampoco se puede hablar de justicia cuando los asesinos andan sueltos por las calles, conduciendo flamantes carros de último modelo, o siguen infiltrados en las fuerzas del gobierno, cuidándonos, como cierto tigre de un comercial de seguros de vida. Se asume que con la Ley no habrá reparación hacia las víctimas, a las cuales les queda el camino de la retaliación para darle un sentido a sus frustradas existencias tras las tragedias experimentadas, si, como Léder, tienen los recursos para financiar sus aventuras vindicativas; o el silencio, la rabia y la resignación para los pobres.
La película también nos dice que no hay tranquilidad, perdón y olvido para los asesinos; que la culpa no les dejará conciliar el sueño mientras exista el riesgo de que a la vuelta de la esquina una bala les espere o que en la noche les manchen la puerta con la misma sangre que derramaron; que no hay segundas oportunidades o que nadie quiere a un reinsertado de vecino o en su lugar de trabajo sin que siquiera haya pasado una temporada en la cárcel. Es  por ello que el leit motiv de Léder es “El Estado no puede perdonar por nosotros, el perdón es una cuestión personal”, y está visto que él no puede permitírselo. Entonces recordé que alguien decía que somos una sociedad vindicativa, que preferimos la venganza sobre la compasión, la ley del talión en su forma más prístina; una tierra donde florecen los castaños, uribes y tirofijos, tres caras de la misma moneda, siempre dispuestos a sus cruzadas revanchistas.

Pero el rostro de la venganza tiene muchas aristas, no se detiene sólo en la muerte del otro, sino que necesita la presencia, viva y respirante, del adversario frente a frente; precisa la humillación, el encierro, la persecución, el peso de la fuerza, el dolor de la sin salida, la vejación en todas sus formas, el “matar con cortauñas”, poquito a poquito y después dar tres vueltas con el cadáver enemigo atado al carro, como hiciese Aquiles. Eso lo sabe Léder, que obliga al diablo a matar a sus antiguos camaradas, pudiendo hacerlo él mismo; lo sabe Moris que juega toda la película con el ácido sulfúrico para vengarse de unos estudiantes que han rociado a un policía veterano y lo saben los periodistas de crónica roja que han cubierto todas la vendettas entre reinsertados de nuestra historia reciente. Así las cosas, la venganza requiere al otro, el secuestrador es secuestrado por la presa y se aniquila a sí mismo en su deseo ciego. Víctima y victimario intercambian papeles porque son idénticos. Lo muestra la escena en la que la niña después de escuchar al padre a través de la radio pujando de dolor mientras se saca una bala, se esconde debajo de la cama y siente el jadeo de Léder tratando de maniobrar su silla de ruedas.
Esta secuencia, además de ser una perfecta imagen freudiana del deseo femenino hacia el padre que retoza en la oscuridad, sirve para patentizar el hecho de que el perseguido y el secuestrador son la misma persona y que se mueven uno en torno al otro atraídos por una fuerza de tipo sensual, estableciendo una relación indisociable entre las pulsiones violentas y sexuales. El deseo se torna mimético, los individuos se convierten en sujetos de deseo y deseantes a través de la fuerza, incluso es evidente que en este relato los hombres sienten una pulsión homosexual por sus contrapartes, nos lo dicen ciertas escenas de un coqueteo físico entre el horror, caricias que son golpes, conversaciones entre el placer y la pena, y es en este campo en el que juega la derrota final de Léder, nuestro titiritero criollo, en el acto de ya no disponer de un cuerpo secuestrado para sí, un cuerpo en el que también proyecta su deseo de moverse por la pantalla con unas piernas prestadas.
De otra parte, no descubro nada nuevo si afirmo que la película es un recital de violencia. Los casquillos de las balas caen sin cesar, las explosiones se multiplican, la sangre deviene en ríos color púrpura, y las ejecuciones se suceden sin descanso, casi siempre a través de una rutina banal y grotesca; pero la de los hermanos Orozco, a diferencia de la violencia retratada por Sam Peckinpah y sus herederos, es una violencia desprovista de belleza, brutalidad pura sin poesía. Todo es sucio, la corrupción de ese universo imaginado se torna imagen fílmica, los lugares de la muerte parecen ruinas de un mundo en desarrollo, oscuros callejones donde los hombres ocupan el lugar de la basura; no lugares donde los cuerpos se cosifican, se tiran al río, se rocían con ácido, se van dejando por ahí, como desechos de una fuerza antigua, tal como apuntase Simone Weill en un bello ensayo sobre La Ilíada, mientras continúa girando la roja noria de la venganza, ab infinitum, hasta que todos estén muertos y saluden al diablo de nuestra parte.
Sin embargo, a pesar de ese ambiente gris y malsano en que respira la película, del triste sistema de valores por el que se rigen sus personajes, todos atados a unas cadenas del poder y la muerte, de la carencia de un personaje positivo con el cual se pueda identificar el espectador, del túnel sin salida que propone el móvil de la venganza, que es según René Girard la fuerza más autodestructiva que puedan desencadenar los hombres; a pesar de todos esos pesares, aún queda un lugar para la belleza, no en la simple calidad de las imágenes mostradas, sino en el terreno del placer estético, lo que ocurre cuando el espectador es afectado por un thriller que está hecho para emocionar a la platea, tensionar la mirada, herir sensibilidades y situarnos frente a una ventana indiscreta por la que se observa la terrible verdad de la violencia nacional. Aunque, claro, en la última secuencia respiramos aire  fresco con la imagen esperanzadora de dos mujeres que huyen a ninguna parte y que quizá tengan la fuerza para fundar otro mundo sin odio. Helena y la niña toman un camino incierto, ambas son víctimas del conflicto, huérfanas de un demonio que se pasea entre nosotros.
Finalmente, frente a otras películas colombianas que apuestan por mayores riesgos formales, Saluda al diablo de mi parte se ubica en el terreno conocido del cine de género, hasta cierto punto previsible y en eso mismo desprovisto de engaño, pero lo hace con altura, dejando una estela por la que deberán transitar quienes intenten seguir sus pasos en la tarea de producir thrillers de gran factura; y, aunque no se pueden dejar de mencionar ciertas debilidades en la estructura del guión que pueden afectar la verosimilitud del relato, éstos se ven subsanados por una producción impecable, un montaje basado en la tensión in crescendo (para la muestra la escena del duelo final entre Moris y el diablo) y unos actores que bordean con pericia sus personajes, estupendos el venezolano Edgar Ramírez, de quien ya conocíamos sus capacidades haciendo de chacal para Olivier Assayas y el peruano Salvador del Solar, tan desperdiciado en la pequeña pantalla. 

Cuando corren los créditos finales, uno sale de la función con el desasosiego de haber visto una ficción que no por ello se aleja de nuestra realidad, una película que se nos atraganta en alguna parte y que nos recuerda la certeza de que quien demonios da, diablos recibe.

domingo, 14 de agosto de 2011

¡Viva México, cabrones!


Hoy amanecí con el dulce sabor de la eliminación en la boca.
Después de una noche de sueño tranquilo, supe que mi selección Bavaria se había convertido en un monstruoso equipo eliminado. ¡Qué dicha tan amarilla! Igual que con las paperas, esa fiebre mundialista ya me tenía con una güeva hinchada, como diría el cardenal Ratzinger.
Anoche hubo un silencio sepulcral en el barrio, después que todo eran vuvuzelas, cornetas y borrachos pregoneros que se les mete el bicho del patriotismo cada vez que alguna condenada selección, así sea de tejo, gana algo en alguna parte, que debe ser cada semana. Con tantos torneos y alharacas ya no sé ni qué es lo que se celebra, que pasamos a cuartos, a octavos, que clasificamos a no sé qué mundial, que fuimos los mejores perdedores, la revelación del torneo, que hay esperanza o esperanzas de Toulón, que dejamos una buena imagen, que jugamos como nunca, pero nos faltó suerte. Excusas de la gente pa’ emborracharse, darse en la jeta y molestar a los vecinos. Pero, anoche dormí tranquilo porque perdimos y eso me hace levantar de buen humor.
Debo admitir que no vi el partido, para qué si ya se conocía el final de la novela después de ese fiasco con Costa Rica, a la que le ganamos seguramente porque “dios es colombiano”, o porque en Caracol cada vez que va perdiendo la tricolor ponen “Colombia tierra querida” y se nos hacen milagritos arbitrales. La cosa es que después de ver ese carnaval de equipo, peor que la coreografía de inauguración del mundial o que el baile de las policías en Medellín, ya se sabía que esa comparsa de Lara no iba pa’ ningún Pereira, donde se jugará la semifinal. Es que en siete años con este tecnicucho se demostró que era falsa aquella frase de que no se puede jugar peor al fútbol. Con Lara eso siempre es posible, hasta el infinito y más allá.
Hay eliminaciones dolorosas, para las que no basta con frotarse dolorán. Derrotas que nos dejan en la orfandad, en la malparidez existencial, como aquella vez que Camerún nos sacó del mundial de Italia. ¿Cómo conciliar el sueño después de esta escena: el loco Higuita regalándole un gol a un anciano que se iba a bailar una cosa que parecía champeta al banderín de la esquina? No, esa pesadilla me duró cuatro años. Después, el fracaso de USA 94 sólo fue un carnaval que terminó con el entierro de un Joselito llamado Andrés Escobar. Las demás son eliminaciones comunes, sin drama, a las que ya nos acostumbramos. No clasificamos a un mundial hace trece años y no pasa nada, pero la de anoche, contra los manitos, es una eliminación feliz. ¡Cuánta razón tenía Maturana cuando dijo que “perder es ganar un poco”!
Ganó la verdad y perdieron todos los falsos profetas: ¿a quién se le ocurrió esa mentira monumental de que íbamos a ser campeones mundiales? ¿Con este equipito? ¿Con este tecniquito? Ya nos pasó una vez y volvemos a caer en el error del autoengaño. Ya se sabía desde hace tiempo que esa selección no jugaba a nada, que en el torneo suramericano nos eliminaron del mundial y participamos sólo por ser locales; que los resultados eran mentirosos porque nos pusieron contra unos franceses mareados por la altura y contra equipos de un cuarto de pelo o que cuando nos tocara con un equipo de verdad íbamos a salir volando como pepa de guama. Como siempre, el problema no es por falta de jugadores, que seguro los hay, muchos y buenos, en la geografía patria. El problema es, básicamente, que no teníamos un director técnico, lo que se evidencia en que este equipo carecía de una idea táctica, de estrategia, de identidad, de temperamento o de variables acordes a cada situación del partido. Por lo visto de eso no sabe nada este señor, cuyo mayor logro deportivo fue haber ascendido una vez al Quindío de la Primera B. Un técnico de segunda, que ni siquiera supo escoger a los mejores y que, hasta el final, se aferró al genio individual de un par de jugadores, para que lo salvaran del naufragio. Sin embargo, los medios insistían en contarnos una realidad que no coincidía con lo que mostraban las pantallas. Dizque los superpoderosos, los tres mosqueteros, la furia colombiana, el ballet amarillo, la verraquera, pues, mijo. Nada, un equipo pegado con las babas de Lara. Y los mejicanos ahí, songos sorongos, sin mucho esfuerzo nos despacharon rapidito, porque esa es la lógica del futbol.
Perdió la mentira de “nuestra selección”. Este era un equipo montado por los dirigentes, amigos del técnico y dueños de los pases deportivos de los jugadores (esa forma de esclavitud no erradicada del fútbol que dice que un negrito del Pacífico pertenece a un empresario paisa); quienes se llenan los bolsillos de plata cada vez que venden a uno de estos morochos al exterior. Y como era agosto, tiempo de cometas, nadie mejor para elevarlas que el señor Lara, “cometero” como ninguno. Los dirigentes (por no decir Hernando Ángel, dueño de tres equipos de fútbol) pagan la comisión para que pongan a sus jugadores y así estos se cotizan en el mercado, para después exportarlos a otras ligas, un típico modelo de producción de futbolistas de negrocultivo. Entonces, por decir algo, uno pregunta: ¿Dónde están los jugadores costeños? No había ninguno, con la excepción de dos atlanticenses que los traficantes del fútbol se llevaron de pelaos para Cali. Seguramente por llamar a Leiner Escalante, el goleador del año pasado del torneo sub-20 nacional, los directivos del Junior no estaban dispuestos a pagar las coimas que otros sí pagan. Entonces es una mentira que esto fuera un combinado patrio, era una selección del Valle del Cauca, como en los noventa las juveniles eran paisas. Las roscas que cambian con el tiempo, con la misma dinámica de los ejes del poder narcotraficante tan asociado a nuestro fútbol.
Perdió la mentira de “nuestro mundial”. Este es un evento montado por la FIFA, una entidad sin alma, pero con ánimo de lucro, para quien todo es negocio, puesta al servicio de las seis multinacionales que financian sus torneos. Es decir, ellos son los dueños del aviso. ¿Alguien vio siquiera una valla de Café de Colombia en un estadio? No, señores, el mundial es un circo que va de pueblo en pueblo vendiendo su espectáculo, pero no cualquier circo pobre. Así que es ingenua esa alegría de los medios por el récord de taquilla, lo que sólo implica que una millonada de chibchombianos pagaron por ver un mundialito al que no vienen los mejores jugadores (¿Dónde están los brasileños Neymar, Lucas y Ganso, por poner un ejemplo?), con equipos como Guatemala y Guatepeor, pero cuyas boletas se venden a precio de oro y cuya recaudación se va completica para las arcas de la FIFA en Zurich. Eso, sin hablar de las estratosféricas cifras que se invirtieron del erario nacional en remodelación de estadios, a lo que se añade que los dirigentes excluyeron a tradicionales plazas futboleras como Ibagué, Cúcuta o Bucaramanga de la fiesta mundialista, en beneficio de pueblos como Armenia, Pereira o Manizales. ¿Para qué se tiene un estadio como el Metropolitano, el mejor de Colombia, si sólo se le dan cuatro partiditos? En fin, que el cuento del mundial no es más sino un negocio redondo multinacional del que son muchos los excluidos, empezando por los pobres amantes del fútbol, como este redactor, quienes se deben conformar con la transmisión televisada, pues qué importa que se juegue aquí o en la Cochinchina, si no hay pa’ la boleta. ¡Qué boleta!
Gana la tranquilidad: Qué bueno volver al sosiego de esos días sin fútbol, sin bocinas, sin gente enfebrecida por las calles dispuestos a darse traques con el que sea, sin el ruido ensordecedor y sin la mancha amarilla hecha de camisetas piratas. Ya estaba cansado del fútbol y sólo fútbol, a todas horas y en todas partes, como si una epidemia de estupidez nos hubiese contagiado a todos. Qué pereza ese sonsonete tropipop de Jorgito Celedón que dizque era la canción oficial del mundial, comparado con eso el waka waka es una sinfonía, o ese guacamayo “bambuco” todo mal pintarrajeado y para nada original, porque eso sí, cualquier evento que se haga en esta Locombia llevará por mascota un guacamayo. ¡Qué folclorismo tan barato!. Ya quería descansar de tanta publicidad Bavaria, que se nos vende como lo más autóctono de nuestra tierra y todos sabemos que es surafricana. Malísima esa propaganda de los jugadores bailando como monigotes, cuando se supone que están ahí es para jugar fútbol ¿Sería que se estaban emborrachando con el bolillo o que creyeron que esto era el mundial de salsa? Ya era bueno descansar por un rato de esos narradores que maltratan las palabras diciendo cosas tan absurdas como que “la pelota se va ancha”… ¿qué?, esos que machacan los nombres de los jugadores extranjeros o que hablan de los propios como si de sus sobrinos se tratase: orteguita, trencito, franquito o jamesito…. Por no hablar de los inmamables Hernández Bonnet y el calvo Vélez.
De otra parte, nos salvamos de tener a ese petardo de Lara en la selección mayor, que seguro iba para allá. Qué vergüenza un técnico que, en vez de estar preparando a su equipo, se la pasaba pidiéndole milagros a una virgen en Tunja o que creía que la hija le traía buena suerte. Me hizo acordar del petardo de Maradona y sus estúpidos agüeros. Es seguro que técnico cabalero no sabe de fútbol; lo que sí lamento es que ya no volveremos a ver sus lágrimas, qué técnico tan llorón, su cara de tragedia, sus excusas imbéciles como que al equipo lo afectó que el bolillo le pegara a una moza. ¡Qué sensibilidad tan hijueputa!
Para los que se subieron a ese bus de algodón, ya es hora de bajarse de toda esa mentira de la televisión, de esa parafernalia absurda con presidente a bordo, de la falsa publicidad de los patrocinadores y volver a nuestra realidad cotidiana, a estas calles inseguras y llenas de huecos, a nuestro sistema de salud en estado moribundo, al apretujamiento de los transmilenios,  a los recibos que se vencen a la velocidad de la luz, y al rebusque de la papa de todos los días. Ya es hora de dejar de endiosar negritos brutos y correlones; y, más bien, pillar que mientras estábamos pendientes de la pelota, el mundo se está cayendo a pedazos, que en Siria se están matando de lo lindo, que en Somalia se muere la humanidad de hambre, que en España o Inglaterra todavía hay gente que se indigna por la pobreza que se les vino encima, que en Noruega el terrorismo de derecha se cobró un centenar de víctimas, y que todas las bolsas van de culo pa’l estanque, lo cual debe ser muy malo.
Finalmente, lo mejor de esta eliminación es que nos ahorramos los quinientos muertos que habrían quedado si esa selección poca cosa,  con una ayudita de la FIFA, hubiese ganado el mundial. Ahora sólo rezamos para que el técnico Eduardo Lara no vaya a realizar esa terapia saludable de pegarle a la moza para superar tanta frustración.

martes, 9 de agosto de 2011

En la escena del crimen… este cine sí pasa aquí.


Theodor Adorno se preguntaba si era posible la poesía después de Auschwitz. Esa misma inquietud me ha rondado cada que veo una película que intenta dar cuenta del conflicto colombiano. En ese terreno son muchas las imágenes del naufragio que hemos ido acumulando. Caminos trillados por donde se desemboca en la estupidez fílmica. Sin embargo, Todos tus muertos es una “rara avis” dentro de ese cine. Se acerca a la denuncia, pero denosta del panfleto. Muestra un montón de muertos, pero los priva de la morbidad telúrica de los cuerpos en descomposición. Habla del fracaso de nuestra democracia desde la sutileza del entredicho. Cuenta una historia que de cotidiana se nos volvió paisaje y recupera la dignidad perdida, a manos de la narconovela, de eso que podríamos llamar el “cine de la violencia”.
Todos tus muertos es una película llamada a abrir un camino en el maizal reseco de la cinematografía nacional. Lo suyo no son crispetas para el alma, sino mazorca biche que deja un poso de inquietud en los paladares más bienpensantes. Carlos Moreno, el joven director que firmase esa pequeña obra maestra que es Perro come perro, esta vez cuenta la anécdota de Salvador, un campesino que un domingo de elecciones se encuentra con un montón de muertos en su cultivo. Hasta allí no estoy adelantando nada que no se haya dicho en la sinopsis del film; sin embargo, esta es sólo la excusa para darle vuelo a una historia que roza diversos géneros, sin caer en ninguno, mientras va construyendo las claves de su propio relato.
El descubrimiento de la masacre es el elemento que viene a desestabilizar el principio de realidad del personaje principal, un Álvaro Rodríguez en estado de gracia a años luz de sus personajes televisivos, para quien el mundo  tal como lo conoce se resquebraja en ese momento. De allí en adelante la película deriva hacia un universo en el que lo “real” se desvanece en el aire, se atasca en la malla del discurso burocrático, se hace inabarcable para la conciencia de un rudo trabajador que no puede asimilar el horror de cincuenta muertos como si de una cosecha de cuerpos se tratase. Lo real, entonces, es la principal víctima del relato cinematográfico, se destroza toda ilusión de una Verdad absoluta a la cual atenerse, quedándose el espectador con los fragmentos de un cuento que no se puede volver a pegar, como si de un espejo roto se tratase.
Una vez desvanecido cualquier asidero realista estamos frente a la pureza del acto fílmico, las cosas ya no son como deberían ser en el mundo objetivo, sino que son como se reacomodan en la imaginación enfebrecida de Salvador, es entonces que las composiciones de los encuadres adquieren el estrabismo visual del “bizco” y  los muertos se muestran en toda su irrealidad, como si de una instalación performática se tratase, se mueven por una extraña voluntad, miran a la cámara de forma insospechada, pueden ser ubicuos o, al final, levantarse frente a la incredulidad de nuestros ojos, en una escena que nos recuerda el final fellinesco de Y la nave va.
Ahora bien, desde el inicio, la película insiste en mostrarnos la extrañeza, así que cuando un gallo amanece muerto, sabemos con Gabo, que en este pueblo calenturiento “algo raro va a pasar”, como si debajo de la cotidianidad se tejiese una tela de araña mucho más compleja. Sin embargo, es el descubrimiento del protagonista, un pequeño hombre en el sentido más gogoliano posible, lo que hace que este se tenga que enfrentar a un universo que lo supera totalmente, pero, sobre todo, que no corresponde con su horizonte de sentido. Cuando Salvador va al pueblo en busca de ayuda, guiado por una idea de simple sentido común, se estrella con un mundo absurdo en el que los intereses de quienes sustentan el poder demarcan unos códigos incomprensibles, un lenguaje extraño en el que la amenaza de lo desconocido se posa sobre sus hombros, dejándolo en una estaticidad desnuda de palabras –se diría que el hombrecito también está muerto- y que se corresponde con esa imagen de su bicicleta a la que le han robado una llanta; sin duda un guiño al cine del gran Vittorio, amigo como Moreno, de esos pequeños hombres de pueblo siempre superados por sus circunstancias.
Si en Perro come perro asistíamos al mundo de los lavaperros del narcotráfico, signado por juegos, trampas y armas humeantes, que iba socavando a los personajes hasta rendirlos para la muerte. En Todos tus muertos, Moreno se aleja de su ópera prima para construir un paisaje igual de soporífero, pero mucho más terrorífico, donde las dimensiones del secreto ligado a los poderes en la trasescena se muestran como una espada de Damocles que puede caer en cualquier dirección. En ese sentido, la película se configura como una “pieza de cámara tropical” en la que la tensión dramática está aumentando con la misma intensidad del calor que reverbera en la pantalla o con el incesante repiquetear de un teléfono celular que nos enloquece a todos, mientras dos gallos de pelea, como los personajes principales, se debaten en una confrontación que sólo se saldará con sangre, única forma de la violencia explícita que salpica el relato, pero que en su crudeza nos señala lo innominado de la masacre.
Finalmente, hay quienes han calificado a Todos tus muertos de comedia negra, de farsa, de metáfora, de ensayo surrealista y de otras tantas etiquetas que sirven para taxonomizar este tipo de obras, inclasificables en su misma originalidad; pero para mí que ésta es simplemente un tipo de película que rompe con las amarras del cine precedente, e intenta, en el ejercicio de la libertad creativa, dar un paso hacia adelante y cuestionar el modo de representación de la violencia en nuestra tradición fílmica. Una peli que juega sus bazas en su negación a retratar el horror, a favor de un espacio vacío en el relato para que sea el espectador quien complete la trama, quien reclame todos sus muertos y al final descubra que la realidad es aquel lugar en el que los cadáveres todavía tienen nombre y se pueden contar.

jueves, 4 de agosto de 2011

Un allenígena en el París de las maravillas

Hubo una época en que París era la capital del mundo y Woody Allen era Woody Allen. Ya no es así. París es una ciudad de postal, rendida a los encantos faranduleros de una Carla Bruni, primera dama y todo, que actúa en las películas del director neoyorkino. Debe ser que el mundo está muy mal.

El viejo Woody siempre ha sido diestro en el arte del cóctel cinematográfico. La fórmula, aplicada con desiguales resultados desde sus tiempos de comediante consiste en acumular toda la mitología sobre un tema, una corriente artística o un evento histórico, y sacar de esa mezcla un tutti-frutti original, en cuyo sabor no se distinguen los diferentes materiales que lo componen. Así, por ejemplo “Bananas” recogía la mitología sesentera sobre las revoluciones latinoamericanas, en especial la leyenda de la Sierra maestra. Luego vendrían obras como “Sombras y niebla”, “Misterioso asesinato en Manhattan” o “Acordes y desacuerdos” –por sólo mencionar algunas- que jugaban eclécticamente con la memoria del expresionismo alemán; el universo de Alfred Hitchcock o el mundo originario del jazz. Lo mismo hacía en “Para acabar de una vez con la cultura”, su particular libro de ensayos. Toma un tema, los deshuesa, muestra lo cómico de sus postulados y luego pasa al siguiente. Así, desde el psicoanálisis hasta la existencia de Dios. Después haría de esa fórmula un filón cinematográfico. Y el éxito no se dejó esperar. Muchas de sus obras tienen el gusto de lo conocido, la sombra inevitable de la fuente inspiradora, pero se sitúan en ese espacio que llamaba Lotman la “variedad significativa”, una obra que bebe en la tradición, pero no se limita a copiarla, sino que la reinterpreta.

El problema surge cuando los ingredientes son tan evidentes, tan abundantes, tan exagerados, que ya no queda sino una colcha de retazos que deja ver las costuras. Es entonces que el cóctel se sale de cauce y los árboles no dejan ver el bosque. Eso es lo que ocurre en la última película de Woody Allen, que cuando el guiño no da vida, mata. Y es que no se puede construir un film sólo con referencias a otros relatos, pues la obra ya no reposa en sí, sino en su hipertextualidad. Eso ya no es cine, como un diccionario no es una obra literaria. Lo terrible, entonces, de Medianoche en París es que no tenemos película, sólo citas, pies de página para ratones de biblioteca. Así como en el cuento de Borges “Examen de la obra de Herbert Quain”, no hay cuento, sólo enumeración bibliográfica, con una ventaja a favor de Borges y es que el catálogo es completamente ficticio, algo diferente ocurre cuando intentamos taxonomizar la mitología de la historia, en sentido barthesiano o lo que Lezama Lima llama “las eras imaginarias”. Y es a eso a lo que juega Woody Allen, acercándose peligrosamente a esas puestas en escena de Peter Greenaway, donde el cine se torna catálogo.

La película abre con una serie de imágenes, postales estáticas de una ciudad que nunca duerme. Es París, pero se parece a esa Roma abandonada de El eclipse de Antonioni; si en aquella los lugares desolados quedaban como meros testigos de lo que fue, vaciedad de una historia de amor frustrada, aquí la postal juega a fungir como estatua, recorderis de la eternidad. París siempre estará allí como el Elíseo, el Arco del triunfo, el Sena o Notre Dame. Así que cualquier historia de un hombre perdido en su medianoche es la historia de todos los hombres que se tragó la bohemia. El tiempo se contrae, da saltos, de Versalles a la bélle epóque, de los años veinte a nuestra contemporaneidad; pero el pensador de Rodin, como los grandes monumentos o la Bruni siguen estando ahí. Piedras de infinitos. Pero es sólo el principio.

Owen Wilson, pésimo actor donde los haya y el allenígena de ocasión, se pierde en esta ciudad y un coche de anticuario lo recoge todas las noches para llevarlo al barrio latino, donde la “Fiesta” –título de una novela de Hemingway- nunca se detiene. Hasta allí estamos en presencia de un truco de lo más utilizado desde Lewis Carrol. El espacio se complejiza, unas campanadas actúan como espejo y todo se vuelve extraño. El salto se da sin sobresalto, entras al automóvil y te vuelas noventa años hacia atrás. El problema radica en lo que encuentra el protagonista al otro lado, ni más ni menos que la creme de la creme intelectual y artística que pasó por París en una década, parece que todos viven en el mismo bar, que todos se conocen y lo que es peor, que este mediocre escritor es el centro de atracción entre tantas lumbreras; frente a él los demás son sombras. Penosa la anécdota de un Buñuel medio estúpido y un Dalí que habla como los indios en las viejas pelis del Oeste: “Hau, yo ser Dalí”. Lo demás no es otra cosa que una serie de lugares comunes, clichés de la peor factura en la que se suman pequeñas anécdotas y van desfilando los Fitzgerald, Hemingway, Cole Porter, Elliot, Gertrude Stein, Picasso, entre otros muchos… pero empeora la situación cuando damos otro salto de matroska y nos encontramos en el mismo Moulin Rouge con Toulusse Lautrec, Degas y Gaugin. Después ya no tiene nada de raro que aparezca el mismísimo Rey Sol pidiendo guillotinar a un sabueso que ha tenido la desdicha de caer por Versalles. ¿La guillotina, acaso, no la inventaron los revolucionarios tiempo después? Es entonces que yo siento vergüenza ajena. Si seguíamos así la película iba a desembocar en el Big Bang.

Por supuesto que a mi alrededor todo son risas, cada que aparece un artista reconocible por su imagen-cliché la gente lo identifica; así las cosas esto parece más un juego de adivinanzas para mamertos. ¿Quién será el siguiente? La película se desmadra, se pierde cualquier tipo de relato. ¿Qué importa a estas alturas? Todo cae en lo previsible, los personajes históricos son caricaturas de sí mismos, meros figurantes sin ningún peso de carácter. La película no dice nada sobre la agitación política de la posguerra, ni de las cicatrices en el alma que el conflicto había dejado en todos estos artistas a los que la misma Stein llamó “La generación perdida”, nada de eso, estos sólo son unos borrachones, ni siquiera clasifican como bohemios, despojados de toda humanidad. Y como para que la función esté completa, Allen nos regala un par de escenas robadas de “Regreso al futuro”, aquellas de la paradoja del tipo que lee un libro sobre el pasado y regresa a jugar con ese saber o aquella en donde el protagonista le regala a Buñuel la idea para que haga “El ángel exterminador”; eso me recuerda a una serie estadounidense ochentera en la que un par de personajes iban por la historia resolviendo entuertos para que todo fuera como fue.

El problema último de la película es su esnobismo ramplón, esa actitud de turismo cultural que ya había esbozado Vicky Cristina Barcelona y que aquí se profundiza, como si una película fuese una guía superflua y total sobre una ciudad. Resulta curioso que al principio el allenígena se despacha contra la pedantería del pseudointelectualismo, llegando incluso a cuestionar la autoridad académica de La Sorbona. Después descubrimos que la película misma es un monumento al esnobismo más en boga, que juega a ser un divertimento para iniciados, pero todo es levedad, anecdotario vacío, oropel para un público que sale de la sala reconfortado creyendo que esto es exclusivo, que no es para todo el mundo, con lo que se cree más inteligente, más astuto, más pilo. Gente que nunca habrá leído a Hemingway, menos a Fitzgerald, pero que tienen a Woody Allen, quien en noventa minutos les resume chapuceramente una época que no necesariamente fue gloriosa.

Al final, Allen nos recuerda lo que viene diciendo desde la Rosa púrpura del Cairo, que la realidad es el peor de los lugares, pero siempre es mejor que la fantasía. Y que no importa que en este mundo te haya tocado ser Owen Wilson, siempre nos quedará París.