viernes, 25 de mayo de 2012

Balada de un festival imaginado


Nunca he estado en el paraíso de las imágenes. Mis ojos, vigías horadantes, no conocen la única playa del cielo a la que, año tras año, las mareas arrastran lo mejor del cine mundial, los directores que de verdad valen la pena, la ambrosía de los dioses que escriben su mitología en celuloide. Cannes está muy lejos de mis ojos, sin embargo puedo imaginar los naufragios felices en su arena.

De las tierras bañadas por el Danubio, vuelve Michael Haneke a la carga con una historia de amor senil protagonizada por Emannuelle Riva, aquella francesa perdida en las ruinas atómicas de Hiroshima mon amour, junto al octogenario Jean-Francois Trintignat, uno de esos actores que hemos visto envejecer de película en película. El tercer vértice del triángulo lo conforma Isabelle Huppert, esa profesora de piano que con un mínimo gesto transmite un estado del alma. Haneke barrió hace tres años con La cinta blanca, un filme escoba que rasga la mirada con sus imágenes de lija, una puñalada visual, una inmersión sin escafandra en el problema del mal. Así que la expectativa no puede ser mayor. Sus acciones cotizan muy alto. ¿Qué conejo saltará de su sombrero mágico? 

Y de la rivera más cercana, retorna Alain Resnais que se resiste a la muerte y al olvido con una película que se titula algo así como No has visto nada en la que, si le creemos a las reseñas que llegan de la otra orilla, se mezclan magistralmente el teatro y el cine. Un canto de amor a la tragedia griega, a unos actores que son ellos mismos y a la herencia de Melies y los Lumiére. Resnais es el cine en mayúsculas y con erre de Rebeldía. Nunca se afilió a ninguna corriente, ni partido, aun cuando compartió efervescencias con la Nueva Ola. Los suyo es el magisterio del arte sin velos, ni cortapisas. Es uno de esos viejos pistoleros que siempre se guardan una bala para el final. Y pareciese que vuelve a Cannes a despedirse, a cerrar un ciclo empezado hace más de cuatro décadas cuando frente a la tragedia de la bomba y el amor, un japonés le repetía a su amante en Hiroshima: “No has visto nada”. Estoy por creer que un premio a estas alturas se queda pequeño para su talante. Una palma ya no agrega nada a su corona de laurel.

Cruzando el anchuroso Atlántico, desemboca en la alfombra roja Carlos Reygadas con su nueva película: Post Tenebras Lux, sin duda otra trampa de cazar ojos tendida por el director mexicano más radical de los últimos tiempos. De todos los tiempos, si excluimos a Buñuel. Este enfant terrible, amado en Francia, entre sus paisanos cultiva el milagro del desprecio colectivo. Y lo odian porque no lo comprenden. Pero ¿cómo entender a un cineasta que traduce a Trakovski y Dreyer en clave tercermundista? ¿Cómo hablar hoy de fe, resurrección, milagros y totalidad? ¿Cómo filmar con las lentes en cruz y el vade retro impreso en la claqueta para evitar la tentación de los amores perros? En una tierra de extremismos, Reygadas es el capo de las salas, espanta a los fieles con sus imágenes de la belleza, como si de una performance de la muerte se tratase. En sus tres incursiones a la costa mediterránea nunca regresó con las manos vacías y ya se sabe que en Cannes las palmas se ganan por puntos, nunca por nocaut. 

Jacques Audiard viene con sangre en los ojos. El ángel de la gloria le tocó el hombro cuando trajo El profeta, se aferró a su encanto un momento, escuchó el restallar de los aplausos, pero siguió de largo dejándole alguno de esos premios de consuelo y en la boca el sabor amargo de lo que se creía casi seguro. Pero ahora lo intenta de nuevo. Sus películas precedentes avalan sus aspiraciones. Está naciendo un astro en el horizonte del cine francés que no tuesta palomitas para artistas, ni rinde homenajes facilones al cine gringo. Audiard –como Dumont, Kechiche, Guediguian, Cantet o Beauvois- es el futuro del cine francés. Encanta y sorprende por partes iguales. Sólo se espera que las señales no sean equívocas y que aquél profeta no sea una simple voz en el desierto.

De Latinoamérica regresa Walter Salles, uno de esos directores inclasificables. Su obra es irregular, puede filmar una pequeña joya como Línea de pase o volcarse en un esperpento hollywoodense como el remake de Dark Water, una floja cinta de terror japonés. Salles se despacha con una adaptación de “On the road”, la novela culmen de la generación beatnik. Veremos cómo salva su acercamiento a Kerouac, aunque tratándose de viajes, Salles es un seguro autoestopista del cine. Junto a Carlos Sorín, debe ser el director con más kilómetros de camino filmado. Seguro le lloverán críticas de los fieles, le tacharán de hereje, pero ya sabemos que al brasilero le gusta chamuscarse cuando apuesta por el cine en serio, como aquella vez que desmitificó la imagen del Ché en sus Diarios de motocicleta. Sin duda tiene la mejor plataforma para reflotar su carrera como un heredero digno de Glauber Rocha, aunque su estética ya no sea la del hambre, sino la del lulismo fílmico en ascenso. Ojalá no desaproveche esta opción. Es ahora o nunca.

Desde los mares vikingos, vuelve Thomas Vintenberg, uno de los supervivientes del Cine Dogma. Quizá el único que salió vivo de aquella celada cinefílica. Le costó más de una década demostrar que lo suyo iba más allá del agujero negro abierto por su apuesta iconoclasta, en la que quedó atrapado sin remedio su compañero-jefe Lars von Trier, enfermo de algún tipo de megalomanía. Este joven director ya demostró que además de espantar públicos burgueses con La celebración, una palma de oro merecida, podía contar buenas historias; en tanto sus recientes películas, como Dear Wendy, hablan de su buen pulso detrás de la cámara. Volcado en un cine de corte más clásico, después del experimentalismo dogmático, su mirada se asienta a la sombra de una cinematografía nacional en la que Dreyer y Kierkegaard actúan como faros guía.

El ejército persa vuelve a asolar las playas galas. Abbas Kiarostami, como un Jerjes contemporáneo, ha comandado la conquista iraní de la alfombra roja. En un tiempo en el que nada sabíamos de Irán, más allá de las referencias perversas sobre la revolución islámica, Kiarostami nos enamoró con sus pequeñas historias. Todos fuimos a la búsqueda de la casa de nuestros amigos, dejamos que el viento nos llevara probando el sabor de las cerezas a través de los olivos. Su cine atravesó los noventa dejando una estela de fuego en el callejón de las termópilas de la imagen global. Le siguió una generación dorada proveniente de aquellas tierras (Majidi, Gobhadi, Mafmalbakh o Panahi), pero cuando ellos llegaron donde el viejo capitán había dejado el testigo, este se había marchado, enfundado en sus gafas negras, escrutando otros horizontes. Lo suyo se tornó un experimentalismo formal que vino a su encuentro mediado el nuevo siglo. Ahora sorprende con una película rodada en Japón (Like someone in love) en homenaje a los viejos maestros insulares de los que aprendió tanto. Ya sabíamos que amaba a Ozu hasta el delirio, al punto de dedicarle más que una película (Five), un ejercicio de vanguardia. ¡Hay moro en la costa!   

Otro que arriba de lejanas tierras es el canadiense David Cronenberg, el más visceral, kafkiano y surrealista de los directores contemporáneos. Siempre bordeando el cine comercial, se las ha ingeniado para filmar el malestar de la cultura occidental, alejándose del drama psicológico y escrutando eso que llamamos “cuerpo”. Lo suyo es la fisiología elevada a imagen fílmica. Es el anatomista de los nuevos tiempos. En cada película suya hay un hombre que amanece convertido en un monstruoso insecto, alguien que debe arrastrar su organismo por la pantalla como un caracol con su carga inútil y total. En los últimos años filmó Una historia de violencia y muchos dijeron que había cambiado, que se había vendido al cine-arte, un reproche absurdo para alguien que sabe comercializar bien su piel; pero no creo en ese cambio, pues en el fondo sigue con su escalpelo bien afilado, dispuesto siempre a mirar qué se esconde debajo de la epidermis.

Y despojado del exotismo de hace tiempo, vuelve el rumano Cristian Mungiu. Ya se llevó la palma con 4 meses, 3 semanas, 2 días, un drama abortivo muy bressoniano, y ahora intenta reverdecer su gloria. En aquél entonces se dijo que de las tierras transilvanas venía la renovación del cine europeo, que Mungiu era sólo la punta de un iceberg enorme, pero quizá aquello no fue más sino una casualidad histórica, amplificada por una crítica que desde sus gavias imagina tierra firme cada tanto. El tiempo se encargó de demostrar que el descubrimiento era flor de un día, pues en aquél reino ni siquiera había una industria que sostuviera la creación del joven director, de tal manera que, con todo y el éxito internacional de su anterior filme, la promesa tardó seis años para volver a Cannes, el tiempo de su odisea en busca de una nueva película. Esta vez las esperanzas no son muchas. Difícilmente alcanzará la resonancia ya obtenida, pero de su éxito o fracaso depende el que volvamos a ver su cine. El mercado puede ser muy cruel con los cineastas de la periferia.

Finalmente, de todas las latitudes arriban viejos zorros marinos y nóveles capitanes de agua dulce. Una breve ojeada a la bitácora del festival muestra nombres como los de: Ken Loach con una palma a cuestas por El viento que agita la cebada, aunque en una caída dolorosa, quizá porque el mundo ya no necesita esa poética del proletariado en la que enseñó su maestría; Matteo Garrone, que tras el éxito de Gomorra, ha venido a encarnar la esperanza de un renacer del cine italiano, tan sumido en el olvido; Andrew Dominik que después de la elogiada El asesinato de Jesse James repite con Brad Pitt encarnando a un protagonista duro de matar; Wes Anderson, quizá uno de los directores más imaginativos del orbe  trae una aventura de boy-scouts esperpénticos titulada Moonrise Kingdom…. 

Y la lista de nombres que ilustran las tendencias del cine contemporáneo se sigue extendiendo hasta allá donde la vista confunde el mar y el cielo. Así que abandono esta atalaya, mientras un caracol en el oído me trae el eco remoto de un festival que mis ojos no han visto.

jueves, 17 de mayo de 2012

Usmeando, una cartografía olfativa de Localidad


Un ensayo descriptivo en el que intento evidenciar, a partir de una lectura caleidoscópica de los olores asociados a ciertos lugares de Usme, la forma en que las sensaciones olfativas construyen identidades, aunque estos rasgos de lo propio estén permeados por una lógica macabra de la geopolítica que excluye a poblaciones enteras hacia las fronteras de las metrópolis y les obliga a vivir en ambientes signados por la depredación de los recursos naturales, la contaminación ambiental y la instauración de unas marcas del biopoder en su percepción de mundo.

Introducción

El acto de habitar en Usme implica la conciencia de saberse residente de un mundo fronterizo que se aprende a través de los sentidos, en el que las cosas y los escenarios que constituyen el espacio imaginado tienen una marca de origen diferente de los de la otra ciudad, la ciudad del Norte. La localidad Quinta es un universo anexado a la gran urbe por esa dinámica del crecimiento capitalino hacia la frontera, como una célula que se hincha y permea su propia membrana contenedora, dejando un espacio límite en que se funde lo propio y lo extraño, la razón y la sinrazón, lo moderno y lo antimoderno. Esta configuración del territorio, generada por complejos flujos y reflujos históricos, es compartida con otras localidades del Territorio Sur, pero adquiere en Usme ciertas desemejanzas que le dan un carácter de cosa única a este espacio delimitado al suroriente del Distrito Capital.

Esas particularidades se perciben de forma directa a través de los sentidos, antenas del cuerpo que comunican con el mundo y que en su diálogo con el afuera construyen realidad. Así, para el lugareño, el territorio vivencial se torna en una mano que tacta, un ojo que ve, una lengua que gusta, un oído que escucha y un olfato que huele. Y es de esos olores que se impregnan en las fosas nasales y se asocian a ciertos lugares, fragancias que viajan con nosotros en el recuerdo de la tierra, aromas que pueden producir una epifanía que nos devuelve la película y el mundo perdido, de los que quiero escribir en este viaje descriptivo llevando, como en los dibujos animados, el olfato como faro guía por la periferia sur que se configura en la tierra usmeña; convencido, además, de que no existe una relación inmanente entre la experiencia sensorial y la constitución de lo social, que la percepción física del mundo es la forma como el biopoder se inscribe en los cuerpos, de tal manera que la imagen que construimos de la tierra que hoyan nuestros pasos está mediada por configuraciones sociales y exclusiones históricas, que nos trajeron de naufragio en naufragio por el río de una historia que otros escribieron por nosotros.

En ese sentido, si el verbo “husmear” significa en su primera acepción una mejor percepción del espectro de olores dispersos en el ambiente, en este viaje por el topos local vamos a “usmear”, sin hache, como un acto cartográfico e identitario que intenta dar cuenta de nuestro lugar en el mundo desde la experiencia olfativa.

Génesis

En el principio Chiminigagua creó el mundo de la nada, en un tiempo en el que todavía no existían el Estado, la familia, ni la propiedad privada. Después envió a sus aves negras para que volaran en todas direcciones sembrando la luz en sus dominios, pero para nuestro infortunio, el pájaro luciferino que enviaron hacia el sur de Bacatá murió de fatiga en pleno vuelo, por lo que su cuerpo mastodóntico, encallado en el valle del Tunjuelo, estuvo descomponiéndose durante muchas lunas e inundando el territorio con una fetidez intolerable para nuestros antepasados. Así pues, en medio de la oscuridad de los primeros días, porque es obvio que el dios tenía otras tareas más apremiantes que ponerle la luz y los demás servicios públicos a estas periferias, los chibchas de la comarca dieron en llamar Usme a las tierras olvidadas, tenebrosas y malolientes del Sur, así como llamaron “pájaros de mal agüero” a todas las aves de negro plumaje que cruzan su cielo.

Por supuesto que este es un relato apócrifo de mi cosecha, que intenta dar cuenta, desde una explicación mitológica común a nuestros imaginarios, del origen de las exclusiones históricas del Territorio Sur, así como de su asociación con olores en los que el lector no querrá meter sus narices. Ahora bien, para seguir en el terreno de la leyenda, tiempo después de aquellos aconteceres, los hombres, con la ayuda del dios Sué, se colgaron ilegalmente de la luz e inventaron las palabras para ordenar ese mundo que se les había dado. Lo mío y lo tuyo, lo uno y lo otro, el amor y el odio, fueron constituyendo dualidades de sentido desde los cuales interpretaron la realidad. Y las palabras dejaron de explicar las cosas para funcionar como herramientas al servicio del poder, así como la experiencia de habitar la tierra dejó de ser un acto íntimo de comunión con los elementos para convertirse en caída incesante hacia la nada, expulsión del paraíso, pérdida de la inocencia. Tras el pecado genésico, los hombres levantaron un mundo en que la experiencia estuvo mediada por la condición social y las comunidades primitivas, indiferenciadas originalmente, se dividieron entre ricos y pobres, ellos y nosotros.  Así, mucho tiempo después del séptimo día, algún demonio vio que aquello era bueno para sus intereses y separó las aguas entre el Norte y el Sur. A los hombres de las tierras allende la Primera de mayo les heredó la fragancia de los perfumes parisinos y a nosotros, además de la picada radioactiva, nos legó un incienso de oprobio que se hizo lugar de enunciación. En ese sentido, los olores ya no nos pertenecen como experiencia primaria del mundo, sino que son parte de la estructura dominante que llevamos entre pecho y espalda, artilugios hegemónicos del biopoder que dormitan bajo la piel y nos van constituyendo como seres enajenados de cualquier tarea revolucionaria por cambiar el establecimiento. 


Una pizca de historia con dos cucharadas de clavitos macerados

García Márquez recuerda, en Vivir para contarla, a una vecina impregnada de un olor a valeriana, que enloquecía a los gatos, y que siguió evocando el resto de la vida con un sentimiento de naufragio.[1] En esta escena iniciática, el escritor plantea que al igual que una imagen, un olor puede marcar fenomenológicamente la fijación de un lugar, un evento o una persona en la memoria. En ese sentido, en contravía de esta frase macondiana que habla de fragancias infantiles, mi primer encuentro con Usme, ocurrido en el año 1997 está signado por el hedor de la inmundicia. El olor a excrementos se me presentó en aquella época como un fuerte estímulo sensorial que viajaba desde las puertas de la percepción nasal hasta el cerebro, en una travesía subterránea de un impulso que la materia gris prefijó para siempre al paisaje local, constituyendo un cronotopo de la identidad.

Tiempo después, la hediondez subía de las cárcavas, profundos huecos que se incrustan en el mapa como fosas lunares dejadas por la expoliación cementera de recursos naturales, cicatrices incurables de la tierra que con su podredumbre nos dicen que la llaga de la naturaleza sigue abierta, incurable, que supura su fétido lenguaje de aromas perturbantes. Y sigue subiendo ese miasma irrespirable en días calurosos y se explaya enérgico con su nube de mosquitos por los barrios del Danubio y La Fiscala; y reposa sobre la troncal de los articulados rojos; y rodea el fortín del Batallón de Artillería, ofuscando la guardia taciturna de las garitas; y supongo que llega hasta los patios profundos de La Picota y quizá los prisioneros encuentren en este aire pestilente el recuerdo de una libertad lejana, como un mensaje cifrado de esperanza que les enviase el mundo exterior.

Las cárcavas son la cara sin maquillaje del umbral que conduce a Usme, unos espejos de agua maloliente por los que se entra a la madriguera del conejo blanco, que de a poco se incorporan a un paisaje de ruina y óxido, adquieren carta de naturalidad y se quedan a vivir entre el ensueño y la pesadilla. Pareciese que siempre han estado allí, que su olor es mítico, ancestral, como si cuando Bachué desaguó la sabana estas lagunas hubiesen quedado lejos del alcance de su báculo prodigioso. Y esas fosas comunes del capitalismo expoliador han borrado otros recuerdos, el de las viejas haciendas coloniales con sus casas de tapia pisada o el más reciente del Colegio San Antonio arrasado de la faz de la tierra por las inundaciones del año 2002.

Ha pasado una década desde entonces y, en tanto tiempo, el contacto con este tufo cenagoso ha sido obligatorio para los más de 300.000 habitantes de Usme, que entran o salen de la Localidad a diario. Un vaho que emana de las excavaciones producidas por las cementeras y se estanca como una nube vaporosa sobre las avenidas Caracas y Boyacá atrapando en su malla de corpúsculos orgánicos a todas las narices. Nadie está exento de este efluvio espectral, al punto que la gente se ha ido acostumbrando tanto a la situación, que ya nadie parece notarlo. El olor está ahí porque sí, sin explicaciones, ¿para qué?, y se va integrando a una forma de ser y vivir, pues el biopoder penetra en nuestra sensibilidad por las costuras del sentido, como si los usmeños estuviesen acostumbrados a las dañinas pestilencias, a la basura, a las aguas negras. Ya ni siquiera los más escrupulosos usan el pañuelo de los primeros tiempos, cuando más hacen un leve gesto de taparse la boca cuando sopla el viento desde las cárcavas, por el mero hecho de mostrar cierta afectación, pues no existen pulmones para resistir sin respirar los varios kilómetros de travesía por el bosque enmarañado del olor a mierda.

Aunque ya nadie pregunta por el origen de este bálsamo nauseabundo, que en tardes soleadas alcanza cotas insospechadas de hediondez, siempre es bueno recordar que el agua empozada proviene del río Tunjuelo, el mismo que se origina en la represa La Regadera sumando varias  fuentes que nacen en el páramo de Sumapaz y abastece de agua a más de 300.000 habitantes de la Ciudad; pero, a medida que penetra en lo urbano, el río es sometido a todo tipo de vejaciones ecocidas: alcantarillados que vierten sus aguas negras en el cauce, el paso por el embalse seco de Cantarrana, la desembocadura de quebradas contaminadas con todo tipo de residuos y, finalmente, la recepción de todos los lixiviados producidos por el relleno Doña Juana, un flujo promedio de 25 litros por segundo de un líquido viscoso generado por la descomposición de las 7.500 toneladas diarias de basura que depositan el Distrito y otros municipios de la Sabana en los predios del vertedero. Así que el Tunjuelo anegado en las cárcavas, no es más sino una mezcla heterogénea de desechos orgánicos, basura local e importada, aguas muertas, cuerpos en descomposición, residuos de la explotación minera, heces de una ciudad que da la espalda a su mugre y a sus pústulas.

Una vecina malhumorada

Una vez se llega al Portal Usme, especialmente en esas noches en que las brisas que bajan desde la Hoya del Tunjuelo se expanden por los valles de la cuenca baja, se empieza a sentir un viento que huele diferente, como el hálito huero de un dragón antediluviano que respirase bajo la tierra. Y con esta idea de una gran criatura macilenta que sostiene el mundo, uno observa hacia los cerros occidentales que se levantan al otro lado del río y se encuentra con la figura de una gran mujer tendida bocarriba con sus impudicias lamidas por las nubes. Ella es Doña Juana. Así se ha llamado desde tiempos inmemoriales esa formación orográfica intermedia, y uno supone que a los nativos de estas comarcas les debía parecer familiar la imagen de una mujer que es la tierra, pachamama ahora vuelta depósito de basura, que va dejando escurrir por su entrepierna un caudal negro de lixiviado, quintaesencia de toda la bazofia capitalina.

Un día, a finales de la década del ochenta, ese cerro tutelar se convirtió en basurero, no “relleno sanitario” como eufemísticamente le designan las autoridades distritales, en una medida institucional que se suponía transitoria, pero que se hace eterna, pues cada determinado tiempo se aprueba una nueva expansión. Así fue como miríadas de volquetas empezaron a cruzar la ladera día y noche en un constante flujo que no lo para nadie. Luego se levantaron los socavones contenedores y la fetidez fue tomando diversas formas. El basurero fue entonces un fruto maduro que se nutrió de los procesos industriales de producción mercantilista, del rebasamiento de la resiliencia natural, de todas las formas de contaminación instituidas, de los ciegos caminos del consumo desaforado. Estuvo durante mucho tiempo silencioso, pero alimentaba un rencor de desperdicios en su seno. Iba creciendo con cada volquetada de desechos que deglutía y, desde su atalaya, observaba a la Ciudad indolente, masticando un odio visceral. Desde su panóptico, el basurero veía pasar el río espumoso de químicos agroindustriales; las chimeneas a lo lejos cegando el cielo de humo renegrido; las filas hormigueantes de trabajadores corriendo a su labor diaria, como bestias subyugadas al salario; los embotellamientos de vehículos con sus tubos asmáticos expeliendo dióxido de carbono, los buldóceres despellejando la corteza de los cerros. El basurero vio el apocalipsis de una metrópoli que rebasa cualquier idea del desarrollo humano y supo que su destino era el de fungir como ángel exterminador, así que hizo sonar su trompeta cuando creyó llegado su momento.

La explosión odorífera se produjo un septiembre negro del año 1997 cuando miles de toneladas de desperdicios quedaron expuestas a cielo abierto, debido a un deslizamiento en cuña de uno de los baluartes naturales de la montaña. La vieja Juana se desparramó dejando sobrexpuestas las miserias que almacenaba en su estómago y una podredumbre visceral fue recorriendo como una mancha de gas mostaza todos los rincones del Sur y aún más allá. El olor siguió el rumbo de los vientos alisios y pareció que todas las tierras de la cuenca baja del Tunjuelo se cubrían con un aire viciado que sólo podía anunciar enfermedad y daño, como si además de las exclusiones históricas, el destino manifiesto de los habitantes de estos territorios fuese vivir y respirar la impureza, que se mantuvo en el aire durante meses, mientras bajo su efecto nocivo los hombres y mujeres trabajaban, comían y hacían el amor.

Han pasado los años y las toneladas de desechos siguen llegando, mientras los habitantes de los barrios circunvecinos al basurero, con su sistema olfativo ya insensible a la fetidez tradicional que inunda sus casas, sólo en tardes vaporosas acompañadas de lluvia –muy frecuentes en Usme- sienten un efecto extraño en el aire, algo así como una emanación mucho más densa, ácida y nauseabunda; fenómeno éste al que irónicamente designan con la frase “Doña Juana se malgenió”, “se alborotó” o “se rebotó”, metáforas populares en que se funden los humores de la montaña con las consecuencias de los ánimos femeninos.

Ese hedor tan particular llega hasta el portal de Transmilenio, frontera invisible con la otra fragancia de las cárcavas, entonces uno presiente que el aroma del relleno, como una colonia antigua, tiene muchos componentes esenciales e invisibles; por lo que, quizá, con el olfato hiperdesarrollado de Jean-Baptiste Grenouille, protagonista de El Perfume (novela de Patrick Süskind) se podría tomar una muestra ínfima de su esencia y disgregar la sumatoria de olores planetarios. Seguro en ella se hallarían ciertas trazas de sangre hospitalaria, semen encapsulado de los prostíbulos de gente bien, carne de los mataderos clandestinos de caballos, leche en polvo importada de Nueva Zelanda, cunchos de un café “Juan Valdez” del Centro, algún pañal desechable de marca internacional y unas lentejas canadienses que un pobre despreció en un comedor comunitario. Un perfume puede contener al mundo.

De Este a Oeste, de Norte a Sur

Algunos habitantes de Usme suelen decir que son el “norte de Villavicencio”, por aquello de que lo del norte es lo mejor, para indicar que se ubican en la frontera de Bogotá, equidistantes de la capital metense como de los centros del poder distrital. En ese sentido, el barrio Puerta al llano, representa esa imagen del eufemismo que embellece y denota cierta evasión de la realidad marginal. Y es en este barrio donde se ubica otro foco de emisión odorífera de la Localidad: el matadero oficial.

A pesar de que este tiene licencia de funcionamiento, a diferencia del matadero de Usme, ello no le exime de haberse convertido en una fuente de contaminación para los habitantes del sector. El olor a muerte se hace presente en el aire: la sangre, la carne y los excrementos de las reses, contrastan con el olor a campo, que se puede percibir en un lugar que todavía tiene zonas de expansión. Los residuos que se vierten directamente en la Quebrada Yomasa flotan sobre las aguas, formando un lecho sanguinolento que recuerda ciertas coloraciones de caño Cristales, pero la imagen lúdica se torna bofetada cuando se observa cómo su olor pestilente penetra la cotidianidad de un colegio que se encuentra a unos pocos metros del matadero. Y junto al olor, las moscas, propias de los focos de contaminación, asombran por su magnitud, aunque no falta el infante que distrae sus horas tratando de cazarlas con una malla para atrapar mariposas.    

Este olor de beneficiadero vacuno bien lo conocen los habitantes de Usme Pueblo, sector que en las asociaciones de citadinos se reconoce por la venta de carne al por mayor y al detal. Allí, en medio del casco urbano, se ubica el otro matadero de la Localidad. Una vieja edificación que cuenta la historia de días mejores, a la que se siguen trayendo vacadas para el sacrificio y donde se repiten escenas dantescas de sangre, sudor, cuchilla y músculo, que pareciesen tomadas de aquél relato del escritor Esteban Echevarría. El matadero se resiste a desaparecer, quizá porque las personas que allí trabajan y que devengan su subsistencia del oficio de matarifes se resisten con él a seguir siendo considerados una especie en vía de extinción, últimos ejemplares de una raza de hombres madrugadores que enfrentaban la res sin mediación, le apuñalaban profundo el pecho, sentían la sangre caliente correr por el brazo y luego la tasajeaban, mientras se regodeaban en el aliento tibio de la carne recién pelada. Esta faena se repite como en un círculo mecánico e infernal, pero es necesaria para que todas las mañanas, especialmente los fines de semana, cuando despunta el sol en el horizonte, se empiecen a parquear lujosos camperos que vienen a buscar un buen trozo de carne fresca para el asado familiar. Entonces, uno se imagina la escena en la terraza y no deja de sentir cierto escalofrío cuando la contrasta con el performance del sacrificio del novillo.

Es domingo en Usme. Avanzo por la estrecha calle principal como por un mercado chino. Aquí no hay gatos o culebras en exposición, pero hay tanta carne colgando de oxidados ganchos de hierro, olores diversos de cada modalidad expuesta para la venta a como cae la tarde; murillo, falda, lomo, costilla, cada pieza tiene su tufillo particular; y en los zapatos se empieza a cuajar una costra silente de agua sanguinolenta que escurre desde todas partes y se va por las calles en cualquier dirección, a falta de un sistema de desagüe, mezclándose con los meados de los borrachos que orinan contra cualquier pared su ebriedad de chicha y pola. Estos olores se entremezclan con el humo que brota de las parrillas que asan el chunchullo afuera de los piqueteaderos, fritanga, chicharrón, bofe y demás entresijos extraídos de las vacas, cerdos y cabras que se distribuyen desde el sur más sur de la ciudad; además de la papa criolla, la arepa, el plátano asado o el guacamole para picarse al gusto.

Hay una decena mal contada de piqueteaderos, más otras tantas chicherías y famas, que configuran una verdadera economía gastronómica y febril. La materia prima se encuentra al alcance de la mano, los clientes vienen de afuera por el placer de untarse de pueblo, acto que debe consistir en respirar este aire enrarecido; los otros son vecinos de Localidad que viven y trabajan en este espacio con sus batas que fueron blancas alguna vez, ahora manchadas de todos los fluidos animales. También están los nuevos usmeños, esos que llegaron con la fiebre de las casas baratas de la Operación Nuevo Usme, que miran por encima del hombro a los antiguos residentes y que sienten especial predilección por el exotismo gastronómico del lugar. Así se va configurando un espacio mortecino y vivaz de la Ciudad, en que confluyen diversos olores que son uno solo, el olor de Usme Pueblo. Un aroma tan particular que cuesta creer que en el fondo no es más sino el producto disuelto de una configuración del poder geopolítico sobre el cuerpo de los hombres y mujeres que residen en la frontera siempre excluida y siempre palpitante de Bogotá.

Las calderas del diablo…

En el sector del Danubio Azul, en contraste con un nombre que nos remite a los valses de Strauss mientras las luces de Viena se reflejan en un río anchuroso y apacible, sólo se respira un humo negro que viene de las chimeneas donde se cuecen a fuego lento los ladrillos con los que se construirán las casas del norte, los edificios con el toque Salmona, los adoquinados de los nuevos parques más allá de la calle doscientos, el material que le seguirá dando a la Capital ese color anaranjado que es una marca de la casa. Bogotá, más que una urbe de concreto y acero, es una ciudad hecha de tierra caliente, de agregados pétreos compuestos en formas atractivas para el ojo ciudadano, pero allá al sur, donde Transmilenio llega por un solo carril y los jóvenes se revientan las entrañas a cuchilladas, un poco más arriba de donde termina el llano y comienza la loma, se levantan las calderas del diablo. De allí, de esos hornos crematorios que no se detienen, ni de noche, ni de día, sigue saliendo el hollín en grandes bocanadas de humo ceniciento, que se suspende en el aire y se disuelve en la pituitaria de los habitantes del sector.

Algunos cuentan que todo empezó con las ladrilleras, que ellas fueron las que ampliaron el horizonte de la Ciudad hacia este sector y que los barrios llegaron después, pero sin importar la antigüedad de las unas o los otros, lo evidente es que llevan casi medio siglo de coexistencia desafortunada. Desde Morenas hasta la parte alta de Yomasa se extiende una franja que separa los barrios del Parque Entrenubes, en la que históricamente se posicionaron diversas empresas de extracción minera, así como de manufactura de ladrillos y otros productos derivados de la tierra.

Sin embargo, más allá de las escoriaciones generadas en los cerros, el humo de ébano, que se extiende como un polvillo de hollín sobre las casas, los árboles y las vidas de los habitantes de la zona, también ha penetrado en sus pulmones, al punto que los vecinos de estas empresas se hicieron fumadores, contra su voluntad, de los residuos de la  producción ladrillera, con el agravante de que sus casas siguen siendo levantadas con lo que se encuentra más a mano, que en su mayoría no es con los ladrillos que ven pasar en grandes camiones hacia los depósitos de las compañías que los venden en el norte, a familias que respiran su tranquilidad de lavanda y pino.

Transmilenio o el aroma de los otros

Siete personas de la Localidad atraviesan la ciudad a 24 kilómetros por hora apretujados en un espacio de un metro cuadrado. ¿Quiénes son ellos? Mujeres lactantes, viejas verdes, obreros de construcción, no importa, son “desconocidos”, una especie de seres de otra esfera que sólo por azar confluyen en el mismo ínterin. No se hablan, pues siempre fue de dudosa aceptación dirigirle la palabra a extraños. No se miran, porque a esa distancia una mirada es como un disparo. Se comprimen sin tocarse. El cuerpo, prisionero de prendas variopintas no da lugar a la experiencia del otro, a menos que se caiga en el inveterado ejercicio del bluyineo. No se oyen, pues las palabras son un murmullo ininteligible que nadie puede atrapar en el aire, secretos de cotidianidad que a nadie importan. Pero, allí, donde la proximidad atrofia los otros sentidos, elimina la singularidad del mundo y establece un régimen de deshumanización del prójimo, es decir del próximo, siempre nos quedará el olfato.

En la mañana, todo es olor de colonias que se venden en oferta a través de catálogos diversos, aromas de champús de rositas y manzanilla, pulcritud, rocío de la noche anterior, ducha fría que ha dejado una inconfundible esencia de piel húmeda en los rostros de obreros y estudiantes. El viaje se hace en el efluvio de fragancia que emana de esos cuerpos apretujados por el sistema, pero todavía contentos, felices de tener otro día para laburar, para ganarse el pan con su mano de obra barata, pero eficiente. Las mañanas son un agradable cóctel de frescura que embriaga las narices, porque eso sí, desde que existen los articulados, la gente se acicala más para subirse en los diablos rojos, donde todo el mundo lo ve y lo aspira.

Sin embargo este paisaje se vuelve distinto cuando el viaje es de regreso, nocturno y en horas pico. Los rostros sonrientes de la mañana han perdido su alegría matutina. Desaparece la nube de olores cosméticos y, en cambio, sobrevive un tufillo de aguas nauseabundas, efluvios fisiológicos, sudor acumulado de una jornada de duro esfuerzo, trabajo mal pago que se transmuta en olores insolentes. Miasmas de la clase obrera que se apretuja en las estaciones, que se mete a la fuerza donde ya no cabe un alma de más, que recuesta su cansancio contra el otro y que actúa como una fuente de aromas diversos acumulados durante el día, los cuales comparte con la proximidad, en un intercambio de esencias de la Ciudad que viajan hacia el sur a menos de 24 kilómetros por hora.
 
Coda

Tu nombre me sabe a hierba, de la que nace en el valle a golpe de sol y agua, canta Joan Manuel Serrat y me le robo ese verso para dar un panorama de lo que las veredas de Usme evocan al ser nombradas. Allí en el borde urbano-rural, se percibe un aroma de vapor de agua, tan prolija en Usme; la fragancia de la tierra húmeda que producen los alimentos para los citadinos, el humo de los fogones de leña y la exhalación del sancochito campechano en la olla hirviendo; la boñiga fresca en el corral, los cagajones de caballos, la cagarruta de las ovejas, que sólo pueden oler a cucuyina o yaraguá; la leche recién ordeñada que espumea en el balde de aluminio y que se transporta a la ciudad para venderla al detal. Una sumatoria de esencias inaprensibles para el olfato conquistado por el biopoder de la Ciudad. En fin, son 181 Km.2 de olor a pasto, a flores, a resinas vegetales, a estiércol animal, a tierra abonada, a rocío levantándose con el sol. Aromas que conforman un aire liviano, tan fácil de respirar, que nos hacen olvidar por un momento que la zona rural también es Bogotá.

Y más allá de los campos engalanados con hombres laboriosos, se levanta sobre cimientos arcaicos el páramo de Sumapaz. Allí todavía las palabras significan y los aromas cuentan un mundo ancestral. Allá todavía las personas respiran el aire puro, lejos de la mundanal corrupción urbana, pero tal vez, no por mucho tiempo, pero esa es otra historia.


[1] García Márquez, G. (2005). Vivir para contarla. Norma. Bogotá. p.16.

miércoles, 18 de abril de 2012

¡Gringo, Welcome!

Cuentan los que han subido, que desde la cima del Aconcagua, la verdadera “cumbre de las Américas”, casi se puede ver el continente entero. De igual manera, en nuestra reciente cumbre se vieron o se escondieron cosas más allá de lo evidente. A pesar de la ausencia de Chávez, que sigue peleado con el imperio del trópico de cáncer, en Cartagena se destaparon tres monumentos a la vergüenza nacional sobre los que vale la pena detenerse un poco: la desaparición forzada de los indigentes cartageneros, el equívoco de Shakira cantando el himno nacional y la orgía del putas que montaron los agentes gringos con las heroicas meretrices criollas.

La noticia se regó como Petro en twitter cuando se supo que los habitantes de la calle habían desaparecido de la ciudad amurallada. Además de preguntarse ¿dónde está Elisa?, los colombianos no entendían cómo se les habían volado los gamines a las autoridades de un corralito de piedra tan vigilado. Un fanático de la seguridad democrática llegó a plantear la tesis de que eso era obra de la amenaza terrorista que había secuestrado a esos compatriotas para que no se siguieran pudriendo en la selva de concreto. Otros, más apocalípticos, dijeron que seguramente se habían ahogado como resultado benéfico de la ola invernal. Alguien más sospechó que habían caído en las redes de las facultades de medicina que, siguiendo el ejemplo de una alma mater currambera, ahora estaban surtiendo de cadáveres sus depósitos ya vacíos, como si no fuera más fácil pescar los que bajan por el Magdalena. No faltó el progresista que planteó la hipótesis según la cual estos personajes, sin duda patrimonio turístico de una ciudad que los trata con el amor que uno le tiene a sus zapatos viejos, se habían aburrido de tanta playa, brisa y mar y se habían ido para pueblos con un clima más benigno, aprovechando que ahora sí se puede viajar con seguridad por las rutas de mi Colombia. Incluso alguien, no falto de morbo y recelo, llegó a sospechar que andaban en la “chiva del porno”, por lo que dentro de algunos meses se verían sus videos en la red, dando paso a un nuevo engendro audiovisual en el que se mezclaría la mejor pornomiseria de Víctor Gaviria con la pronografía explícita de Orgasmatrix. A propósito, les recomiendo esta página si quieren ver en primicia los videos de los gringos culiones.

La especulación terminó cuando Campo Elías (que sólo tiene el nombre del patriota de Pozzetto) salió a decir muy tieso y muy majo que los gamincitos no estaban muertos, sólo andaban de parranda en un fiestononón como de extraditables, bañándose en tinas exultantes de espumas aromáticos y bálsamos orientales, brindando con champaña espumosa cual jefes de gabinete y durmiendo entre almohadones de plumas. Ah, claro, y consumiendo un bazuco bien monocuco, importado de Gringolandia, gracias a las bondades del TLC. El único problema, según el burromaestre, era que se les habían colado a la rumba desechable una mano de paisas de lo más aprovechaos que se habían ido desde Medellín a hacerse pasar por gamines caribeños, sólo para disfrutar de tan jugosos beneficios que brindaba la Ciudad por esos días, algo que sería muy macondiano si no supiésemos que aquí la gente se hace pasar por desplazada, damnificada, muerta o paramilitar, si el gobierno da alguna bicoca. Mejor dicho, que por los méritos infinitos de la infancia del mesías negro y por las tiernas lágrimas que derramó en Kenia, todo lo que pedían se les ponía de papayita. En fin, el alcalde también dijo que una vez pasada la guayabera de la Cumbre, iban a desplazar a estos antioqueños ventajosos pa’ su tierra, porque ajá, cómo era posible que un cachaco como Urrutia estuviese hablando golpiao sólo pa’ tener comida y techo durante una semana. Que no había derecho, que además necesitaban abrir un par de cupos pa’ los jugadores del Real Cartagena que hace como dos años no les pagan sueldo y terminaron vendiendo partidos, después de fracasar con la venta de minutos y con el mototaxismo.

Después, el funcionario muy amablemente confesó que, además de a los profesionales del reciclaje, también habían recogido a todos los perros callejeros, a los perros calientes, a las zorras de tracción animal, a las de atracción humana, a los vendedores ambulantes y a las ambulancias, a los negros y hasta a un par de zapatos viejos que afeaban un parque. Y que si preguntaban por las putas, las habían encerrado a todas en el mismo hotel donde se hospedaban los 1.000 guardaespaldas de Barack Hussein Osama, como para que dejaran el nombre de Colombia bien en alto, teniendo en cuenta que los tipos parecían jugadores de la NBA. También comentó que se habían proscrito las neveras de icopor, el bollo e’yuca, el ron tres esquinas y la champeta, por lo cual la guerra de pick-ups sólo podía librarse con sinfonías, óperas y sonatas, para que los invitados dijeran que en Cartagena no sólo Hay Festival, sino que también hay cultura musical. Finalmente, el famoso locutor dijo que había ordenado liberar a todos los burros y a los esclavos, para que los demócratas viesen cómo llegaban hasta aquí las banderas de Lincoln. Y como acto de buena voluntad con el Papa gringo, habían extraditado al único elefante que había en el zoológico hacia un país donde el rey Juan Carlos de España puediese cazarlo con total impunidad, con lo cual se mataban dos pájaros de un solo tiro, pues el monarca se desquitaría con el animalito de la frustración por la pérdida de YPF y el emperador negro no percibiría los pasos de animal grande de los republicanos en las próximas elecciones, quienes, como es sabido, creen que el hombre no proviene del mono, sino del elefante.

Estaba dixiendo esas cosas Terán Dix, cuando salió volao a liberar a Ublime, cuya retención ilegal denunció valientemente Shakira mientras entonaba el himno patrio. Efectivamente, después que las farc soltaron a los últimos milicos, que de paso se metieron a contrabandistas de fauna silvestre, la famosa cantante exigía la liberación de este compatriota que seguía pudriéndose en algún lugar de esta otra Cartagena del Chairá. Ahora bien, algunos criticaron a la musa libaneso-gringo-argentino-española por utilizar un momento tan importante para hacer proselitismo político, pero esos mismos ya no recuerdan que ella había estado en Leticia pidiendo la libertad de otros secuestrados, o al menos que les pusieran botas para que no anduvieran por la selva con los pies descalzos. La indignación fue tal que monseñor Ordóñez dijo que ahora sí se sabía pasado esta niña, que era una loba con piel de Piedad, que ese bochorno sólo era comparable al de Azúcar Moreno cuando en un reinado llegaron a Cartagena saludando al “querido pueblo de Bolivia”. Pero yo no sé de qué se extrañan, si una de las dos cosas que más le gusta hacer a esta otra diva es intervenir himnos solemnes, los que adapta a su tierna voz para escarnio de multitudes. ¿Acaso ya nadie recuerda que el waka waka, tan celebrado por nosotros como algo original, no era más sino un plagio del himno del ejército camerunés? ¿Por qué los africanos no armaron tanta alharaca cuando fue y les cantó su versión macheteada en su propia cumbre del fútbol? ¿Acaso ella no era nuestra representación en el mundial, así como ahora es nuestra representante en el Barcelona? Mientras tanto, aunque la critiquen, a mí me parece que el acto de la niña es de un valor político sólo comparable al de los maoístas que se pasaron la década de los noventa pidiendo la libertad para Mumia y para el presidente Gonzalo en cuanta plaza encontraban.

Finalmente, cuando estábamos acongojados por no haber pasado de un mísero empate con la selección de Evo -Y eso que Juan Manuel Mourinho se llevó hasta al tino Asprilla pa’ romper la sequía goleadora del equipo, que será lo único seco con esta llovezón- resulta que la buena noticia nos la dio la Prostitución Colombia sub-17, que en una gesta gloriosa digna de la india Catalina, como aquella heroína patria y alucinógena, conquistaron a los conquistadores. Como dirían los bravos zenúes: “se los comieron vivos”. Así pues, con mucha malicia indígena, no fue una, ni fueron dos, fueron tres veces que le hicieron morder el polvo de una forma olímpica a la varonil selección USA-me. Los dejaron tendidos en el campo de fuego, expulsados en secreto y sin un mísero dolarito, porque eso sí, las nuestras les cobraron una tarifa que estuvo cerca de igualar lo que pagaron por haberse robado Panamá. En fin, eso es lo que cierto alcalde oriundo del trópico llama “la política del amor”. Los gringos tendrán muchas bombas atómicas, pero lo que a nosotros nos sobra para exportar son bombas sexuales y si alguien lo duda que busque en google los nombres de Esperanza Gómez o Franceska Jaimes, pa’ que vea porqué es que Colombia es pasión.

Lástima que lo bueno dure tan poquito, pues pasará mucho tiempo antes de que volvamos a ver escenas tan conmovedoras como la transmisión durante una hora del aterrizaje de un avión donde viene un ser de otro mundo, un animal de galaxias. Lo confieso, no pude contener las lágrimas. Y eso que ni siquiera venía en camisa guayabera. ¡Ayyy… me ericé!

domingo, 25 de marzo de 2012

De clases, colmenas y Colmenares

El caso Colmenares es irresistible. Quise escapar de su influjo, del morbo que lo envuelve, de su pútrido olor a humo y bagatela, pero se me hace evidente que más allá de la parafernalia mediática que ha desatado, hay algo profundamente sintomático de nuestra sociedad en ello, como si en la turbiedad de las aguas en que apareció encallado el cadáver del villanuevero se reflejase la cara sucia de nuestra contemporaneidad.

Los analistas de medios –léase Omar Rincón y su cónclave de amiguetes-  han salido a decir que el caso es peculiar porque alimenta nuestra hambre de prójimo, que el drama humano es construido por los medios como un engendro de reality show y cierta serie gringa de investigación criminal, con personajes bellos, adinerados y una fábula de pasquín que deja abiertas las preguntas sobre lo que pasó y lo que pasará, como para que el espectador haga sus apuestas. Tal vez haya mucha verdad en ello, tal vez proyectamos nuestros sueños y frustraciones en estos niños bien que se comportan como gente mal, pero tengo para mí, que la cosa va más allá. 

El teledrama tiene de particular dos elementos siniestros que le dan su merecido rating, pero que, sin embargo, nadie se atreve a poner sobre la mesa de disección del cadáver. Lo primero es que funciona como un signo actual de la lucha de clases que vive el país. Digámoslo de otra manera, este caso escenifica el encarnizamiento con que en todos los escenarios del poder nacional se pelean a muerte dos clases poderosas, pero con visiones de mundo y prácticas distintas. La segunda clave para comprender la herida abierta en la sensibilidad del espectador es que el proceso desnuda la mentira del discurso telenovelesco, en tanto nos muestra que el pacto moral entre clases en que se fundaron ideológicamente todos los dramatizados criollos es una absoluta y vil falacia, con lo cual, dicho sea de paso, pareciese que el efecto Colmenares, explotado hasta la extenuación por la pequeña pantalla, actúa como un caballo de Troya en el seno de la misma industria televisiva.

De allá de la Guajira arriba…

En esta esquina los Colmenares, una familia oriunda de Villanueva y ya sabemos qué se cultiva por aquellas zonas del sur de La Guajira. No se necesita ser muy ducho en economía política, ni haberse leído La historia doble de la Costa de Fals Borda, para saber que esta, como muchas “familias tradicionales” de la región, debe tener detrás de su fortuna un pasado ligado al poder gamonalicio sobre la tierra, al contrabando e, incluso, a la bonanza marimbera. Es decir, los Colmenares son representantes de una clase endogámica, arraigada en las regiones, dueños de las pequeñas parroquias, acostumbrados al clientelismo y a las formas premodernas de relacionamiento social con sus vasallos. Sin embargo, el problema radica en que en algún momento de su historia, de linajes que descienden del mismo Pedro Badillo, ya no les bastó con su lugar en el mundo y quisieron ir a por más. 

Los hijos de esta clase provinciana remontaron la cordillera en busca de una nueva centralidad. Los vientos cambiantes de la historia les insuflaron la necesidad de ir a la academia para darle mayor lustre y legitimidad a su poder regional, ahora afincado sobre el discurso de la ilustración. Algunos se hicieron cantantes de vallenatos por el camino y otros más terminaron siendo comandantes paramilitares, pero otros, como el padre del occiso, fueron “doctores” en leyes y medicina de prestigiosas universidades andinas, con lo cual ingresaron al terreno de la élite política e intelectual, se enquistaron en el valle de los alcázares y lograron jugosos beneficios de su cercanía al palacio de Nariño. Eso fue hace tiempo, más o menos medio siglo, y desde entonces, estos “buenos muchachos”, llenos de plata y apellidos caribeños, trajeron a la fría nevera su sabor de tierra caliente, sus músicas, sus sombreros vueltiaos y su realismo mágico, elementos que con el tiempo se convertirían en epítome de la identidad nacional. 

Los provincianos no se contentaron con pasear su estruendo y su dinero, como Petro por su casa, en la lejana capital. Además la conquistaron. La inmigración caribeña fue la única colonia que no se quedó en el ghetto regional, sino que impuso su cultura a una ciudad orgullosa de sus Caros y Cuervos, Pombos y Silvas. Nadie sabe a ciencia cierta cómo ocurrió eso, ni me interesan aquí los modos, sobre lo que hay interesantes investigaciones sociales[1], pero lo cierto es que los bárbaros atilas del trópico, se tomaron la Capital, desde donde han seguido conquistando otras regiones. Y ese es un pecado que la élite central nunca les ha perdonado. La resistencia ante su avasallamiento cultural se tradujo en una serie de mitos que asocian al costeño con el mal gusto, la pereza, la pernicia, la zoofilia y el caos, entre otras bajezas morales que se hallan en los que René Girard llama “los textos de mistificada persecución”[2], en los que el Otro (el caribeño para este caso) se construye desde un discurso hecho de racismo, discriminación y revanchismo.  

Es verdad que siempre ha existido esa lucha entre el centralismo semi-aristocrático paramuno contra el “arribismo”, literal y muchas veces ilegal, de las regiones bajas; pero lo imperdonable es que los costeños fueran los únicos, aunque ahora lo intentan los paisas, que conquistaron sus templos de la cultura, símbolos de una vieja hidalguía de claro origen colonial. Esto, por supuesto, fue visto como una herejía, un desalojo, una derrota histórica, en que los recién llegados se iban apropiando más que de las cosas, de los símbolos antiguos; caso asimilado al de la compra en masa de títulos nobiliarios por parte de la burguesía revolucionaria en la Europa de hace doscientos años. Aquellos hijos de terratenientes, o en algunos casos “nuevos ricos”, venidos de la periferia nacional se abrieron paso en la centralidad, algunos se quedaron a vivir y siguieron trasplantando su “anormalidad” a los recintos sagrados de la cultura cachaca, a sus universidades de prestigio, museos, zonarosas, andrescarnederes, unicentros y demás instituciones de viejo abolengo, mientras el rencor crecía agazapado en el corazón de una clase oligárquica frente al poder plebeyo desplegado por los intrusos que llegaron con costales de billetes convencidos de que ninguna puerta resistiría el peso de sus pesos. 

Mientras “el gavilán mayor” recorría los pueblos guajiros distribuyendo maletas de dinero y emborrachándose en parrandas eternas, sus jóvenes paisanos llevaban su folclorismo calentano a Bogotá; pero, también, como esta era una colonización eminentemente de jóvenes varones, aquellos se fueron relacionando sexualmente con las blancas, castas y puras mujeres andinas, al punto que “las cachaquitas” son todo un género dentro de las historias del vallenato. Ello además significó otra afrenta para el imaginario de una clase patriarcal en que la dignidad del padre reside en la entrepierna de sus hijas. Ahora bien, ese resentimiento primigenio que encontró portavoces tan calificados como Luis López de Mesa y Laureano Gómez nunca se ha superado, persiste en el ambiente, aunque se disfraza en el discurso de la diversidad nacional. Los valores tradicionales se rindieron al poder del dinero, pero aquellos invasores siguieron siendo vistos como unos “diablos”, portadores de algún mal antiguo; por ello, cuando veo el disfraz que usó Colmenares en su última fiesta de Halloween no dejo de sentir un estremecimiento al comprender que la mascarada dio lugar para la escenificación verdadera de una tragedia mítica en la que el chivo expiatorio se sacrifica al cabo de fiesta[3]. Ese negro con su disfraz de diablo rojo, en medio del grupo blanco con sus trajes de tonos pastel no fue azar, fue una prueba de que la antropología no se equivoca. De alguna manera inconsciente es como si la víctima se hubiese vestido para la ceremonia sacrificial.

La familia Colmenares es heredera de aquella colonización, lo cual se refleja en una serie de detalles que muestran su arraigo provinciano, al tiempo que su modernidad dineraria. El muchacho fue enterrado en Villanueva, aunque sus padres viven en Bogotá hace tiempo, sólo porque uno es de donde tiene sus muertos y en ese sentido el joven regresó al panteón familiar. Es decir, los Colmenares siguen habitando el lugar imaginario de la Guajira, aunque sus hijos crezcan en la capital. El difunto sabía que su relación con una niñita bien de la élite bogotana no era bien vista, de hecho lo expresaba en sus correos electrónicos, por eso la mamá quería que mejor  estudiara en la Nacional; pero hay en su gesto una actitud provocadora que no soporta el poder central. Su padre escaló a importantes lugares académicos y políticos, pero siguen siendo una familia costeña, marginal, negra; creyentes en valores atávicos, al punto que no deja de ser sintomático que el caso se reabra porque el espíritu del difunto se le aparece en sueños a la madre a reclamar venganza, pero ya no la clásica revancha guajira de la sangre por la sangre, sino mediante las herramientas del Estado moderno que están en la capacidad de pagar; pues ahora estas familias contratan investigadores, abogados y forenses, así como antes  contrataban sicarios y hechiceros. Este detalle pinta de pies a cabeza esta clase latifundista, cuyos valores tienen raíces atávicas, pero buscan legitimarse a través de discursos modernos como la educación, la justicia y el liberalismo.

Ancha senda que va al porvenir…

En la otra esquina están los Morenos, Quinteros, Cárdenas y compañía. Ellos son de las estirpes cuyo árbol genealógico se remonta a Castilla y León. Sus hijos son “niños bien”, en todo el sentido de la palabra, de esos que “no matarían una mosca”, de hecho dice Laura Moreno en una entrevista que ella “no permitiría que le hicieran daño a un ser vivo”. Me impresiona tanta candidez. Siempre han visto al mundo desde sus elevados apartamentos de Cedritos o el Chicó. Contrario a los Colmenares que viajan hacia adentro, estos vacacionan en Miami o Canadá. Hablan varios idiomas, pero nunca han sospechado que en este país existan sesenta lenguas nativas. Los hijos de esta élite estudian en Los Andes, La Javeriana, el Externado o El Rosario, visten de una manera descomplicada, aprecian el minimalismo y las tecnologías, tienen mascotas que comen mejor que un habitante de Ciudad Bolívar y tienen empleadas de servicio, choferes y guardaespaldas que cruzan la ciudad para atenderlos. Como quien dice son la créme de la créme

Pero esta clase no se quedó viviendo de sus viejos laureles, sino que se ha modernizado al tiempo que cambia el país. Se les encuentra en la banca, en los ministerios y en el sector petrolero. Han incursionado en nuevos negocios, siempre desde el poder central, pero su intransigencia de clase les ha impedido actuar fuera de la ley, lo que no implica que de manera justa. Han sabido cubrir sus negocios de un manto de legalidad, por lo cual no han tranzado con los narcos, a los que siguen despreciando, más que por ser delincuentes, por su excentricidad y esnobismo, tan contrario a su gusto estético, cosmopolitismo, multilingüismo y etiqueta. Esta clase elitista siempre ha creído estar por encima de lo regional, de la diversidad privilegiada por la Constitución del 91; de hecho se sentían más a gusto con aquel país de la Regeneración, cuyo patrimonio moral eran la familia, el español (Bogotá era la capital ya no de la nación, sino de la lengua) y el catolicismo. Sin embargo, ante la amenaza que representaba la emigración regional, movida precisamente por su misma política centralista, esta burguesía de raigambre aristocrática fue construyendo un discurso de la otredad paternalista para los que llamaban “territorios nacionales” y de claro odio racista hacia las clases periféricas, que no marginales, que les significaban competencia en el orden político, económico y cultural. 

Podría extenderme en muchos aspectos de esta lucha de clases, que no es de pobres contra ricos, sino entre dos tipos de burguesías dominantes; sin embargo sólo quiero llamar la atención sobre el hecho de que en este nuevo siglo aquella rivalidad se tornó tema político de fondo. Para nadie es un secreto que con el uribismo se asentaron en todas las instancias de la centralidad los poderes terratenientes, arribistas, e incluso mafiosos, de las provincias, así como sus valores y su gusto estético siempre rayando lo kistch o lo popular. Uribe Vélez es el mejor representante de esa clase regional y latifundista, premoderna y ultramoderna al mismo tiempo.  Y aunque no era costeño, sus lazos con esa región van más allá de los límites del Ubérrimo en Córdoba. De hecho eso daría para una disertación doctoral, pero querría señalar que el caciquismo uribista fundado en las regiones secuestró el país durante ocho años y trasladó la capital del gobierno de Santafé de Bogotá a Santafé de  Ralito, un pueblo perdido en el mapa del trópico.

Ahora bien, ante a la incapacidad de otras clases para hacerle frente al uribismo, esta tarea la asumió la vieja élite bogotana, en cabeza de su adalid de turno Juan Manuel Santos, quien negociara en su momento con el régimen. La amenaza del caciquismo ha sido sofocada casi en todas las instancias del poder central, aunque se niega a dar por perdida la batalla y llama a la resistencia civil; mientras asistimos a la reacomodación de fuerzas en un clásico movimiento de unidad nacional, que no es más sino la terapia de frente unido que siempre han negociado las élites bogotanas en momentos de crisis, cuya apuesta es la recuperación de las instituciones y de la gobernabilidad, lo que significa la concentración de la nación en sus manos. Lo curioso es que estas dos clases poderosas y enfrentadas nunca se han declarado la guerra total, sino que han preferido “los conflictos de baja intensidad”, los partidos amistosos para medir fuerzas,  las pruebas pilotos donde ponen en juego sus habilidades y saberes; por lo cual no es raro que en ambas orillas se enfrenten dos de los más diestros penalistas nacionales, que en su momento fungieron como abogados de Uribe, y que la batalla legal por el caso Colmenares se esté dando con toda la espectacularidad de los affaires del ex-comisionado Restrepo, Uribito o los Nule, en los cuales cruzan armas fuerzas poderosas ubicadas en las dos orillas de una guerra antigua que una patria boba no ha podido resolver.

Un país grande, una pantalla chica…

Doris Sommer[4] plantea que la novela latinoamericana se constituyó en el vehículo privilegiado para que la élite dominante propusiese un relato sobre la identidad nacional, constituido por sus valores hegemónicos, los cuales deberían servir como baluartes de lo propio, mientras se negaban o invisibilizaban las poblaciones y discursos que se oponían a su visión de mundo. Es decir, que los sectores burgueses, terratenientes y aristocráticos posindependencia intentaron a través de la novela –y de otras expresiones culturales- implantar su ideología a las demás clases nacionales. En ese sentido, no es raro que en nuestros países, al sur del Río Grande, surgiese una narrativa fundacional que echaba los cimientos de las repúblicas recién nacidas a través de historias de amor entre personas de diferentes razas o credos políticos, que a través del matrimonio sellaban una alianza que actuaba como metáfora de los arreglos entre los sectores que se distribuían el poder político. Sin embargo, contrario a la tendencia regional, las novelas genésicas de la colombianidad (María y Manuela)  no tuvieron esa conclusión deseada en que la pareja protagonista sellaba el pacto nacional entre clases en la cama; sino que ambas, con finales idénticos donde la amada muere, señalan un impasse fundacional; es decir, que estas novelas fungen más bien como signo de una imposiblidad, que se corresponde con la incapacidad de las élites en el poder de sellar un acuerdo nacional por medios de la política distintos a la guerra civil, al tiempo que señalan cómo sus valores nunca hegemonizaron del todo a otros sectores emergentes.

Ahora, bien, yo creo que eso que la novela nunca pudo realizar plenamente, lo logró con suficiente competencia la telenovela regional, que actuó como elemento integrador de una identidad plural, mucho antes de que la diversidad fuese propuesta por la Constitución del 91, tal como lo señala Martín Barbero[5]. Este fenómeno televisivo de los dramatizados que se localizaban en las diferentes áreas geográficas de Colombia, echado a andar por programadoras que tenían sus bases en Bogotá, pero alimentadas por  talentos de todo el país, actuó además como una cartografía de la cultura nacional, un verdadero dispositivo ontológico que instauró la idea entre la gran masa televidente, especialmente entre las clases populares, de que esta era una nación de regiones donde cabíamos todos; pero por supuesto que lo hacía desde un relato del exotismo interno, la corrección política y sin problematizar, más allá de lo melodramático, las dificultades de la consolidación de un Estado nacional.

En ese sentido, aunque se mantuvieron a flote los culebrones basados en el modelo “sirvienta se enamora del hijo del patrón”, la apuesta del melodrama criollo más vanguardista apuntaba a superar el esquematismo lacrimógeno del amor prohibido entre ricos y pobres, a través de una narrativa del amor diverso, pero ya no en términos de clases, sino también en clave regional. Así pues, grandes telenovelas como “Café”, “La otra raya del tigre”, “La potra zaina”, “Guajira”, “San Tropel” y “La costeña y el cachaco”, que debe ser la última de su género, nos fueron contando cómo los colombianos podíamos superar las diferencias culturales regionales para abrazar una idea de la diversidad. Esta idea también estaba en la base de la comedia criolla, al punto que “Todos en la cama”, una teleserie sobre jóvenes universitarios venidos de las regiones que convivían en un mismo apartamento en Bogotá, mostraba cómo al final de cada capítulo se resolvían todos los conflictos bajo la misma fórmula del “todo junto bajo el sol”, como dijese el fundador del imperio chino; ejemplo que se convirtió en signo de este discurso. Esta identidad en la diversidad ya no versaba sobre la mezcla amorfa de razas que constituían algo nuevo, como proponían los ideólogos del  “mestizaje” o la “raza cósmica”, sino como una sumatoria híbrida de culturas donde la igualdad se construía sobre lo que nos hacía diferentes; de tal manera que el doctor de la capital se podía casar con la muchacha de la región y viceversa.

La fórmula fue exitosa, al punto que se multiplicó y se vendió al vecindario. La diversidad regional se había convertido en una marca de fábrica de la televisión propia y en ella estuvimos dispuestos a creer. Así pues, el género de la telenovela, que congregaba millones de colombianos de todos los ámbitos en torno a sus arriesgadas tramas, propuso un relato nacional fundado sobre el “pacto moral” entre clases, de tal manera que en el matrimonio final de los protagonistas se sellaba el maridaje entre clases y regiones de una forma acrítica. Este tipo de dramatizado, con excepciones como “Azúcar”, construía un relato edulcorado que negaba toda noción de pérdida, de duelo, o de exclusión histórica de ciertos sectores subalternos; de tal manera que el mundo no se dividía entre clases sociales, sino entre buenos y malos, cachacos, paisas, costeños y demás. 

Esa narrativa funcionó casi dos décadas, pero se empezó a cuestionar al mismo tiempo que se comprobaba la utopía de la nueva Constitución que promulgaba la igualdad en base a la diversidad, lo cual ocurrió a final de siglo, a raíz de dos fenómenos fundamentales de nuestra historia reciente: el fracaso de los diálogos de paz del Caguán que convenció a muchos que no todos cabíamos bajo la misma bandera y el proyecto parapolítico que se propuso refundar la patria para imponer el pensamiento único a todos sus ciudadanos, bajo la idea dominante de la seguridad nacional, buenos y malos, ciudadanos de bien y terroristas, amigos y enemigos. Esto daría para otro ensayo, pero me interesa observar que en el decenio uribista en que propuso una única lectura de país construida desde la centralidad de Santafé de Ralito, la gran derrotada fue la telenovela regional que se extinguió como género, para darle paso a la telenovela humorística o a la narconovela. Al punto que en un enlatado como “Chepe Fortuna”, se privilegiaba el maridaje entre clases tropicales, con una visión bastante paternalista de los pobres, siempre felices en su miseria, pero negando cualquier posibilidad de encuentro entre cachacos y costeños. Como si dijera “que cada uno sea feliz en su árbol”, aunque para ello tuviesen que convertir a los foráneos en personajes malos, muy malos.

Una telenovela sin happy end…

Lo anterior se relaciona con el caso Colmenares porque, contrario a la idea del abogado de las implicadas que dice que “Los medios convirtieron esto en una telenovela”, a mí lo que me parece es que esta historia funciona más como una anti-telenovela, en tanto se convierte en un relato fundado sobre un nuevo “impasse”; es decir que nos cuenta aquello que nunca podría ser en el universo cerrado del teledrama. Este caso de crónica roja, con todas su intrigas por medio, actúa como un relato opuesto al culebrón porque lo que debió ser una historia de amor telenovelesco entre jóvenes hermosos y adinerados que superaban sus mínimas diferencias para vivir felices y comer perdices, terminó derivando hacia una trama macabra en la que el dinero y el poder han terminado por asesinar a la Verdad, en tanto ya no importa qué definan los jueces, nunca se sabrá qué ocurrió aquella noche de Halloween; de tal manera que el espacio del melodrama es conquistado por el terror, tal como lo sospecharan los Mauricios en “La mujer del presidente”, que funcionó como preludio de lo que pasaría después con el país y con la televisión. 

Así pues, el hecho de que hayan desaparecido los registros de las cámaras de televisión, implica que el audiovisual ya no puede dar cuenta de las consecuencias profundas del poder económico y político en la realidad nacional. Es como si de la historia rosa pasásemos al absurdo de la imagen, en el que a la telenovela le cuesta reconfigurarse a sí misma en un espacio imaginario que se ha visto permeado por la cruda realidad del acontecer nacional. En ese sentido, lo terrible para el receptor de telenovelas es que en este dramatizado, en el que todos los implicados parecen representar un papel, lo cual es evidente en sus intervenciones grandilocuentes, ya nadie habla del amor; basta escuchar la entrevista que le hicieron Semana y El Tiempo a Laura Moreno, para ver que la palabra “amor” está desterrada de su lenguaje, en ese sentido, habla en términos de la Ley, como si esta fuese ajena al mundo de los humanos, máxime cuando está hablando de la muerte de un muchacho del que supuestamente estaba enamorada. Entonces, ahí donde el amor se doblega ante la Ley, no nos queda otra cosa que salir huyendo de la televisión para buscar refugio en lo real.

Lo terrible del dramatizado Colmenares es que disloca los puntos de referencia sobre los que el espectador tradicional leía el mundo desde el horizonte interpretativo del melodrama. Es imposible trazar la línea fronteriza entre buenos y malos, lo cual apunta a ese impasse en la lectura de nuestra realidad nacional. Jovencitas hermosas, blancas, pero no rubias, como Jesi Quintero y Laura Moreno pueden ser portadoras de un mal difícil de asimilar en tanto serían las protagonistas perfectas de un teledrama. El joven difunto también se pliega al papel de moreno chévere impuesto por la pequeña pantalla. Incluso los padres de las partes se amoldan al ideal de “gente buena”. En ese sentido, el absurdo adquiere forma y desemboca en lo horroroso cuando el espectador intuye que el discurso amoroso se difumina, que las relaciones signadas por la diferencia no pueden salir adelante, que vivimos una sociedad clasista en la que los matrimonios entre pobres y ricos no dejan de ser una fantasía que ocurre en la tierra utópica de la telenovela, y que ni siquiera la alta sociedad mira con buenos ojos los matrimonios entre pares, si entre ellos se interpone el acento de lo regional.

El caso Colmenares extirpa el ideal de esa Colombia diversa, cuyo máximo símbolo era la selección que jugaba de una forma tropical con gente de todas las regiones. Una mezcla de mechudos, calvos, rubios, morenos y blancos. Por supuesto nunca estuvo el elemento indígena por allí. Pero así como aquel ideal del toque-toque era lo nuestro, el “uno juega como vive” y el “perder es ganar un poco”; entrado el siglo volvimos a empezar de nuevo, a cuestionar esos valores, sin encontrar valores sustitutos. En ese sentido, no comparto la idea expuesta por Daniel Samper Pizano, quien en una columna reciente, sostiene que este caso implica un regreso a los tiempos anteriores al Bogotazo, cuando los dramas de las páginas judiciales captaban la atención de un público popular. Por el contrario, me parece que este proceso no ejemplifica el retorno al tiempo de los dramas privados, en tanto lo que está en juego no es simplemente la historia de un crimen pasional entre los nadies, tal como ocurría entonces; aquí el caso no es más sino la punta de un iceberg social y político, en ese sentido, este es un drama que, más allá de sus protagonistas con nombre propio, recoge lo trágico de la identidad nacional, por lo tanto pareciese que nos compete a todos, a esa comunidad imaginada que actualmente sólo puede dar cuenta del fracaso del proyecto nacional fundado en la diversidad, que adquirió cuerpo estatutario en la Asamblea Constituyente, pero que ya se había asentado en la música colombiana, en la telenovela y en la selección de fútbol.

Coda

En tiempos en que la nación se trenza en una lucha encarnizada entre contrarios de la misma clase, que parece desbocarse hacia una nueva oleada de sangre, tal como lo advierte William Ospina en una columna reciente de El Espectador, es evidente que la diversidad subyace en el fondo de la cuestión. Lo cual no sería tan extraño si uno piensa que en otras ocasiones la gente se mató por cosas como el color de una bandera. Entonces cuando veo que en la televisión se promociona “El desafío, la lucha de las regiones. El fin del mundo” que tiene tan buen rating desde hace tiempo o cuando en los foros de los medios la gente se desafía a muerte por su gusto futbolero, detrás del que se esconde un regionalismo rampante; uno está dispuesto a creer que el caso Colmenares sobrepasa su propia identidad como cosa en sí y se convierte en signo de distenciones más profundas que atraviesa el país en este momento. En tal sentido, este teledrama actúa como el pitido de una olla de presión que sigue fracturándose por las fuerzas centrífugas del federalismo que luchan por escapar o conquistar el centro.

Finalmente, creo que este caso ha generado tanta expectativa ciudadana porque recoge el impasse de un encuentro periferia-centro nunca superado, al tiempo que muestra el propio impasse de la telenovela regional que surgió como respuesta a aquél proceso de hibridez siempre cuestionado.


[1] Véase: Wade, Peter (2000). Música, raza y nación. Música tropical en Colombia, Chicago: Universidad de Chicago.
[2] Girard, René (1986). El chivo expiatorio. Trad. Joaquín Jordá. Barcelona: Ed. Anagrama.
[3] Véase: Girard, René (1984). Literatura, mímesis y antropología. Trad. Alberto L. Bixio. Ed. Gedisa. Barcelona; Girard, René (1986). El chivo expiatorio. Trad. Joaquín Jordá. Barcelona: Ed. Anagrama.
 [4] Sommer, Doris (2004). Ficciones fundacionales, México: FCE.
[5] Véase: Martín-Barbero, Jesús y G. Rey (1999). Los ejercicios del ver: hegemonía audiovisual y ficción televisiva. Barcelona: Editorial Gedisa; Martín-Barbero, Jesús y Sonia Múñoz (Comp.) (1992). Televisión y Melodrama, Bogotá: Tercer Mundo; Martín-Barbero, Jesús (1988). Matrices culturales de las telenovelas. Estudios sobre las culturas contemporáneas, 2; Martín-Barbero, Jesús (1987). “La telenovela en Colombia: televisión, melodrama y vida cotidiana”. En Diálogos de la Comunicación, No. 17: Lima; Martín-Barbero, Jesús (1987). De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. Bogotá: Tercer Mundo.