domingo, 28 de enero de 2018

Los venideros o sobre los riesgos del amor libre y la escritura automática o sobre lo que pasa con tu vida de escritor cuando llegas al tercer piso y no te han invitado al festival de poesía de Medellín

Los venideros es el título de una antología de poetas sureños editada por el Colectivo Surgente, pero también podría ser muchas otras cosas. Por ejemplo, unos seres de luz. Una raza alienígena en eterna lucha contra los gramáticos, los supersayayines y los payasos de restaurante. Fácilmente identificables porque andan despeinados, desgalamidos y cargan unos celulares con inteligencia propia. Los celulares, valga la aclaración.

Los venideros podría ser el nombre de un pequeño motel donde no corra el reloj ni, pasada una hora, la administradora quiera tumbar la puerta. Siempre es una señora con unos kilos de más y una cara de pocos amantes, así como quien ha pasado muchas navidades y pocas nochebuenas, quien en venganza por su mala vida golpea con saña la puerta de los mancebos demorados.

Los venideros también pueden ser esos familiares que vienen de lejos, te desalojan de la cama y te mandan a dormir con tu hermanito menor. Las estadísticas para el posconflicto dicen que estos venideros han desplazado por más de una noche al 90% de la infancia de este país y de allí, de esas noches incómodas, de patadas y lucha a cara de perro por un pedazo de cobija, por al menos uno de los cuatro tigres de la manta, más una pizca de lectura de Benedetti y muchas canciones de Romeo Santos, surge una entidad mórbida llamada el poeta venidero.

El poeta venidero, entiéndase varón y mujer, es un pobre poeta que ni siquiera hizo carrera para pobre común y corriente, sobre todo corriente cuando le acechan los acreedores, que está convencido que la poesía sí paga o, por lo menos, paga más que otras labores mucho más heroicas como el mototaxismo, la venta por catálogo de productos Avon o el oficio de pasear morrocoyas.

Los venideros son poetas del Porvenir, o sea de ese barrio usmeño que queda ahí más arribita de Altavista. También pueden ser del Porvenir II sector, pero esos son más barrocos y rococós, en tanto han pasado media vida imaginando formas de trabarse con unos sparkies, lo que técnicamente se llama empeparse.

Los poetas venideros, viniendo a cuento, no vienen a la poesía. La poesía es la que los desencama y los convence de que existe un lenguaje que va más allá de las palabras. Sí, los manoseos.

En un país de godos, los venideros son los godots, así con te de tejemaneje, de la poesía. El público los espera, saliva de expectativa, se come las uñas a falta de algún sanguchito y ellos liándose con alguna metáfora o con un bareto.

Los venideros escriben muy poco, porque son demasiado sexis para el oficio. Según las últimas cifras del Dane tienen tanto atractivo sexual como los choferes del SITP o las impulsadoras de Herbalife.

Los venideros son poetas malditos, pero no malditos geniales, sino malditos verdaderamente estropeados por la vida, que se roban el wifi del vecino y sueñan con tener una musa que los inspire o, cuando menos, una moza que los mantenga.

Las lenguas viperinas afirman que los venideros han sido arruinados sistemáticamente por tragos nobles como el coco chévere, el moscato pasito y el vincoca. Por eso la recomendación es que si van a tomar, no escriban. Y si van a escribir paguen primero la ronda o empeñen la cédula.

El poeta venidero, a diferencia del poeta clásico, no usa palabras como atanor, fallebas, mamparo, radiobaliza, arcén, verdín, musher o gurrupleta. Su lenguaje no tiene nada que envidiarle al de doña Gloria, la del Metrocable, la poeta que sí lo mama en reversa. Por eso, la crítica especializada los califica como poetas sefardíes, o en su defecto, poetas séfiros, sátiros, sinsontes, zócalos, epicíclicos, traslúcidos o chuchumecos.

Está demostrado que a los poetas venideros, como a los niños y a Rafael Novoa, les encanta el Sun Tea. Al punto que han inventado el verbo suntear, el cual conjugan así: yo sunteo, tú sunteas, él suntea y hasta ahí. Está visto que la papeleta de dos litros no alcanza para que nosotros, ustedes y ellos alcancen a suntear.

Hay quienes dicen, incluido el presidente Juanpa, que esos tales poetas venideros no existen. Otros criticones afirman que los venideros desde que pusieron en práctica la política del amor petrista han quedado literalmente petrificados y que ya no producen ni un verso, ni una rima, ni una lástima.

Finalmente, una recomendación, no te enamores de un poeta venidero, ni de los otros tampoco, o tus hijos tendrán orejas de elfo, bigotes femeninos y cola de marrano o, lo que es peor, cola de Kim Kardashian.

miércoles, 17 de enero de 2018

La intuición del estar vivo

El artista sureño, al menos como concepto, nos llena de asombro. Un fenómeno capaz de convencer a los escépticos, a los teóricos del determinismo y a los profetas de la pornomiseria. Hay algo ahí que nos obliga a descentrar la mirada de la obra en sí, aislada del mundo, y más bien fijarla en los creadores. ¿Quiénes son esos sujetos que sujetan el pincel y los colores y las palabras y las formas? ¿De qué extrañas aguas emponzoñadas han llenado la mirada? ¿Qué les mueve a hacer una apuesta casi siempre a pérdida? Uno podría ensayar hipótesis, elucubraciones economicistas, reduccionistas a priori, pero en vez de eso, más bien vamos a hablar de un botón en su compleja complejidad.

John Eduardo Castiblanco, más conocido en los altos fondos del arte local como Kenshin Himura, como el samurái de un manga, es un ejemplo que ilustra la cuestión de cómo echa raíces el arte allá donde los recibos de servicios públicos vienen con subsidio estratobajero.

Conozco al personaje en cuestión hará unos ocho, siete, diez años, qué importa. Nótese que escribo personaje en vez de persona, porque Kenshin Himura es la primera creación del artista Castiblanco, una criatura que terminó por adquirir vida propia. Ha muerto el hijo de vecina, viva el artista. Por entonces, tal vez 2010, ya superada la barrera de los treinta años, John Eduardo no era lo que dice un artista, quizá tampoco pensaba serlo. Lo suyo eran el cómic, la patineta, el ambientalismo y las clases de ciencias sociales que dictaba en un colegio de barrio popular. Era el profe Castiblanco, cuando ser el profe era chévere y hasta sexy y todavía profe no era una palabra para nombrar técnicos de fútbol. No falta sino ver que su tesis en la Universidad Distrital iba sobre el proceso independentista haitiano. ¡Imagínense algo más alejado de las artes plásticas! De Toussaint L'Ouverture a Toulouse-Lautrec hay mucho margen, mucha vida. Ya entonces dibujaba cómics a lo nipón, matachitos de los tantos que esbozan millones de chavales alrededor del mundo. Mucho ojo grande, pelo en rebeldía, chicas de figuras estilizadas, que poco tenían que ver con la idiosincrasia de la saporrita sureña. Un arte hecho sobre moldura y papel calcante.

Era evidente, tal vez lo sigue siendo, que ese camino no conduce a Roma, que a la vuelta de la esquina el pintor en ciernes se estrella con el letrero del Private Property, Not Trespassing. También era evidente que Castiblanco dibujaba por puro placer, por mamar gallo, por tomarse a broma la vida.

Y entonces, si esta historia venía bien, qué pasó, dónde se torció todo. ¿De dónde le vino al susodicho ese afán del arte, esa urgencia por crear una obra que ya está ahí, al alcance de la mirada, reclamando su espacio, tocando la puerta de las galerías? No soy quien va a conjeturar respuestas al enigma, pero creo con claridad meridiana que todo ha sido un camino de aprendizaje empírico, el clásico método del ensayo y el error. Prueba, fracaso, más pruebas, insistencia, hasta que por algún lado suena la flauta. Un primer acierto, una sola nota bien y todo se desencadena. Un pequeño paso en la dirección correcta y el creador encuentra su hilo de Ariadna. Lo demás es trabajo en serio y en serie. Soplar y soplar el vidrio caliente  hasta que la botella tenga forma de botella, de cáliz de la amargura, de lámpara de los deseos. 


Lo que vino después, el vino, es lo de siempre. Puertas que se abren, el establecimiento que bendice, valora, categoriza todo lo que crece salvaje en los montes, los hierbajos que se domestican en el jardín de las curadurías, el silvestrismo legitimado. Pero, mientras eso pasa, mientras la segadora del campo artístico, tan presta a la burocracia, no haya nivelado todas las espigas, estamos ante un arte que surge de la entraña de un hombre que, como suponía Borges, quizá es todos los hombres que habitan estos territorios al sur del sur.

Adorno dijo que nada en el arte contemporáneo es evidente y que esa es la mayor evidencia de su existir. Pasa eso con las obras de Kenshin Himura. ¿Cuánto hay en ellas de artificio, cuánto de artesanía, cuánto de juego de niños? Quizá hay de todito, como en cualquier miscelánea, máxima creación del comercio barrial. La miscelánea junta esto y aquello y aquesto. La novedad con la tradición, el exotismo con la ropa de todos los días. El barroquismo de su arte deriva de la práctica popular de la mezcolanza, del salpicón, el refajo, el tuti-fruti, el calentao, el sancocho trifásico. Su estética es eso y un poco más, una sumatoria de técnicas, de materiales, de estilos. Una apuesta que es todo movimiento, salto de matones, agua que si no se mueve se pudre. Ahí radica su excepcionalidad, ahí también su peligro.

Ahora recordemos, es importante hacerlo, que el artista en ciernes se hace a golpe de riñón, que su intuición creadora le viene de una infinidad de vertientes, sin pasar por la apisonadora de las academias. Y para un artista que bebe de todas las fuentes, un poco de cómics, otra pizca de videojuegos, otro tanto de cine caspa, pero también de cine de autor, de la música rockolera, la oralidad que sobrevive entre las baldosas, el cotidiano del barrio y la tienda y el salón comunal y el jardín infantil, iglesia y potrero y guaro y fotonovela, todo eso que es la vida en este sur de aullido y soponcio encuentra expresión en una obra que se resiste al calificativo en cuanto lo que gana para sí es una totalidad de la existencia, sin orden, agolpándose en los callejones, en los patios, en las escombreras donde el óxido lo tiñe todo de ruina y reciclaje.

Así pues, el trabajo de Himura, porque el arte es sobre todo trabajo, sin esperanza y sin pausa, pasa por depositar un voto de confianza en el espectador, el que mira y ve lo que quiere o buenamente puede ver, el vecino que pasa frente al cuadro, que vitrinea, pare un poquito, pille esta vuelta, venga y le digo. Oiga, mire, vea. Vea como el título de aquella revista de kiosko convencida de la facultad de mirar que tiene el hombre del subsuelo. Y es seguro que ese hombre, esa mujer que ve, algo siente, algo vislumbra, quizá una imagen descolorida entre el chiquero, ese rostro familiar a contraluz, un recuerdo de otro tiempo que salta de la memoria al cuadro y lo llena de olores y sabores y retacha de figuraciones propias. 

Y así hasta el infinito. Su obra no es más sino la vindicación de la confianza en que el arte, cuando es arte verdadero, es siempre un encuentro con ese otro que también es el mismo, un diálogo en que todos somos uno en el rito antiquísimo de una mirada común que es tiempo congelado en las venas. 

Eso me parece que es. Eso es.