domingo, 24 de noviembre de 2013

Crónicas de Surgencia

Un viaje a la frontera bogotana

He sido editor de la revista Surgente durante siete años y catorce números. Le he dicho que no a muchos textos y he aprobado un poco menos de doscientos trabajos que se han publicado en este tiempo. Entre todos esos escritos se nos han colado unas setenta crónicas, para un promedio de cinco por número. De ellas hay muchas notables, la mayoría de un nivel medio y unas cuantas de las que todavía me avergüenzo. Hay cosas que hoy no permitiría que se publicaran, ni siquiera bajo tortura, chantaje emocional o amenaza de excomunión. A pesar de esas excepciones infames, la crónica ha sido el género predominante en la corta historia de esta publicación neoñerística y quizá el que ha dado los mejores frutos, pero en un principio no fue así.

En su génesis, la Surgente se pensó como una revista miscelánea donde había espacio para todo, como en cualquier tienda de barrio, desde el horóscopo hasta el consultorio sentimental; sin embargo, la primera convocatoria ya mostró por dónde le entraba el agua al coco editorial. En el primer número con el que saltamos al ruedo ya había una sección titulada “Ambiente familiar” con un subtítulo que rezaba “crónica urbana”, a la que fueron a parar cinco escritos que suponíamos ameritaban tal clasificación si nos guiábamos por el peso atómico de sus intenciones. Vuelvo a ese número sietemesino, con la vergüenza del padre al que le ha nacido un hijo monstruoso, y me encuentro con una Fantasía de asfalto que me pone a pensar en el estado de alucinación con que fue concebida esa vagabundería literaria, sigo con Uy, sopas el camión y descubro una ficción bienpensante y mentirosa; más adelante una cosa, un entelequia, un organismo, una sustancia, o como se le quiera llamar,  intitulada ¿Quién habrá inventado la basura?, que no pasa de ser una especie de masturbación ideológica del mamertismo más rancio; a la cual sigue un relato de una página sobre el festival de cine de Santafé de Antioquia que no es crónica, no es chicha, ni limo-nada. Lo único rescatable de aquella primera aventura en un género casi que desconocido para nosotros es un texto escrito por el camarada Morris sobre la travesía del río Tunjuelo del año anterior.      

Alguien pensará que estoy juzgando con dureza nuestro propio pasado, pero ya Borges dijo que el pasado solo es arcilla que el presente labra a su antojo. Y desde aquí, desde ahora, mirando las cosas con cierta objetividad, lo cierto es que en aquél tiempo éramos jóvenes y bellos, pero unos burros en materia editorial. Eso sí, unos asnos dispuestos a cometer errores y aprender por el camino. Cosa que se empieza a notar en los siguientes números. Para el segundo tiraje, las crónicas publicadas tienen más carnecita, se nota que son producto de un trabajo más dedicado, se van librando de la ficción y se van haciendo más robustas. De aquél segundo número surge una crónica sobre la diversidad de los jóvenes usmeños, un recorrido en bus por la localidad, una reseña sobre las cocinas y los sabores de Sumapaz y el relato de una búsqueda en que se trenza la historia nacional con la memoria personal. Más allá de un diseño como para el museo del horror, en que se fundían títulos en negro sobre fondos oscuros, y de que el tamaño de las fuentes dio pie a la leyenda de que más de un lector había perdido sus ojos tratando de descifrar aquella maraña de palabras, ya se vislumbraba un camino posible.

El verdadero salto cualitativo en la crónica surgentística se dio en el tercer número. Allí se publicó la primera entrega de la saga del neoñero enviada por Jaime Barragán desde México. Debió ser la lejanía, el exilio o la necesidad de comunicarse con los parceros del barrio, pero en aquella primera crónica Jaime casi que instituyó una agenda del tipo de textos que deberían primar en una revista que se autoendilga el adjetivo periférico-marginal. Barragán escribía aquellos primeros párrafos desde los huesos, con hambre y escalofrío, con el sentimiento del náufrago, pero sin sentimentalismo. Su relato era de una honestidad apabullante, se diría que iba dejando la piel en cada oración, sin preocuparse por la forma literaria, pero sin mentirse, ni mentirle al lector. Además, aquella crónica se proponía como la primera entrega de una serie que se prolongaría a través de otros siete números, con lo cual descubrimos que una buena historia puede ser un texto de largo aliento que busca la complicidad de un lector que desprecie las comidas rápidas. Así pues, con solo tres números andados, se hizo la luz. Con Barragán también aprendimos que la única historia que valía la pena ser contada era la propia, la de nuestro lugar en el mundo, la memoria de nuestros padres y amigos; la de la esquina, el parque y el barrio. Esos pequeños dramas marginales que nunca encontrarían lugar en el gran relato de país que construye el poder dominante. Así pues, narrarnos a nosotros era cumplir la máxima tolstoiana de ser universales cultivando el jardín de nuestra casa.

Después se vinieron en seguidilla los números cuatro, cinco, seis y siete, acompañados de un concurso literario en el que la crónica fue una invitada de honor. De esos tirajes, muy a vuelo de pájaro, debo reseñar trabajos que bien merecen la visita de un buscador de graciosas gemas literarias. Cazucá, un relato que no termina era la radiografía de lo que implica ser un joven en la frontera de las metrópolis del sur del mundo, pues en comunas, favelas, chabolas o villas miseria, el no futuro adquiere el mismo rostro de los mismos pobres. En Posible forma de reconocer un neoñero modelo 82, un joven de barriada rememoraba diversos tránsitos que definían toda una experiencia generacional. Polvo eres y en polvorero te convertirás es una crónica sobre lo que significó la pérdida de la tradición pirotécnica para muchas familias del sur bogotano. Suerte y a la orden recoge la experiencia de una joven que vende chance, mientras va conociendo al traque, un habitante de la calle habitual de Santa Librada. Y Una casa, siete entradas, es una narración sobre las particularidades de una pajarera de Yomasa en la que llegaron a cohabitar 140 personas.

Tiempo después, tras un número maldito, realizamos el tiraje nueve en el que debutaron quince nuevos narradores en el subgénero de la crónica testimonial. Relatos rebosantes de vida que trazaban una cartografía sobre las diversidades juveniles que habitaban el territorio, experiencias dolorosas, de superación personal, de apegos a ciertos lugares o simples anécdotas curiosas de la cotidianidad local. De esa experiencia, por ejemplo, viene uno de los grandes descubrimientos de la surgencia, un muchacho de Sucre que envió la crónica A lo malevo, un texto germinal que ya anunciaba al escritor que se acaba de ganar el premio distrital de dramaturgia. Después realizamos otros procesos de formación, convocatorias y concursos de donde emergieron nuevos narradores que llenaron de historias las páginas de los últimos cuatro números de la revista Surgente, los que no vinieron sino a confirmar lo que ya era una sospecha: habemus cronistas.

Así esbozada, esta es la historia de un camino de búsquedas y hallazgos. Nadie nos dijo cómo hacerlo, cuál era la fórmula del éxito, ni qué historias deberían ser contadas. La crónica se impuso por sí misma, se impuso como una exigencia ética y estética apropiada a una realidad concreta. Nació del encuentro azaroso entre una forma, una mitología local y un medio de propagación. Si nosotros no lo hubiésemos hecho, es seguro que habría hallado otros caminos para ser en tanto ser. Las historias no nos las inventamos, estaban allí a la espera de ser narradas. Nosotros solo tiramos la piedra al agua y dejamos que las leyes físicas hicieran el resto. La crónica nos encontró antes que nosotros la descubriésemos a ella, pero nos encontró porque salimos a la noche oscura de la literatura local con linternas nuevas que alumbraban en todas direcciones, por un natural presentimiento de novedades. En ese sentido, la Surgente, que nació de pequeñas casualidades, fue creciendo, fue creciendo, y en ese ejercicio de ampliar sus horizontes fue definiendo una forma literaria que no es exclusiva de nosotros, pero que es una marca de la casa.

Ahora bien, leer las setenta crónicas publicadas hasta ahora es embarcarse en un viaje hacia la última frontera de la Ciudad. Lejos de la centralidad capitalina, al sur del sur, allá donde el círculo se vuelve circunferencia y la carne es solo piel, donde ha ido surgiendo una palabra verdadera, honesta, pringamosera, que no necesita de la ficción para hacer sentir su vitalidad creativa. En esta antología de la no ficción se han ido desgranando, página a página, las preocupaciones, sueños, miradas y paisajes de un territorio vasto, nuevo y fronterizo. El Sur, como gran topos de la crónica surgente respira en cada relato. Allí están, uno a uno, los personajes que cualquiera de nosotros encuentra por estas calles tendidas a pulso y ojímetro. Allí están reunidos todos los perdedores, los desterrados por el sistema hacia las orillas, pero también los que desde la última fila levantan la mano y piden la palabra. Y también están allí las historias que en el barrio son chisme, habladuría popular, cuento de vecinos, leyenda urbana o anécdota fugaz. Así pues, saltando de palabra en palabra, uno siente que en la crónica ya todo está dicho, pero todo está por decir, como ese ornitorrinco que sorprendió a los ojos ávidos de milagros, en tanto les recordaba siempre lo conocido; en tanto, la frontera, real o imaginada, es ese escenario en que lo viejo se renueva, lo nuevo ya es pasado y lo sólido –como dijese Marx- se desvanece en el aire, por lo que se precisa de un género también fronterizo, entre el periodismo y la literatura, que le permita una carta de ciudadanía.

Ahora bien, aunque el camino es largo y culebrero, no quisiera despedirme sin recordar a ese gran cronista que es Gay Talese, quien dijo: “Yo solo quiero transmitir el asombro de la realidad, la corriente ficcional que fluye bajo el río de la realidad”, opinión que nos recuerda que la crónica descansa allí donde parece que no pasa nada, donde lo real cotidiano se ilumina solo para los ojos de quien sepa mirar. En ese sentido, en Usme las historias están al alcance de la mano, como a la búsqueda de un autor, y para la muestra un par de botones: un viejito que ha pintado miles de avisos comerciales a mano alzada, en unas letras grandes y deformes, solo por un par de cervezas; un carnicero que una vez se hizo crucificar y tiempo después se enterró vivo para evitar el cierre del matadero local; un hombre que pastorea un lote de diecisiete gallos de pelea en un parque; una señora que vende leche de cabra llevando un rebaño de chivas amarradas por la calle; un líder comunal que ante el asombro de una multitud le hizo el amor a una motocicleta de alto cilindraje; unos personajes como el reportero del sur, Julio Valencia, el Grave o el payaso Hénser que parecen salidos de una novela de aventuras decimonónicas, un barrio que fue fundado por desmovilizados del M-19 y otro por sobrevivientes de Armero; un fallo de indemnización colectiva por el caso doña Juana que sacudió la vida de los vecinos del relleno; unos motociclistas que venden el arroz, el arroz, el arroz con leche; un locutor que le pone su voz a toda la publicidad de megáfono; unas negritas que venden cocadas en todos los portales de Transmilenio sin que nadie se los prohibida o un poeta local que falsificó títulos de pregrado y posgrado para aparentar que estudió lo que todos sabemos que no estudió.  

En fin, son tantas las historias que merecen ser contadas, que el Taller de Escritura Creativa Surgente lo que hace es abrir la puerta para el encuentro con los relatos de una localidad en la que siempre ocurren historias que no son noticia, eventos que no alcanzan el grado de desastre natural o muerte violenta, pero que dan cuenta de esas vidas anónimas que exigen su lugar en el gran relato de una Ciudad que se dice humana. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

Premios Marrano Intelectual*



Buenas y santas, malas y pecadoras mujeres, y castos y santos varones.

Yo sé que para ustedes es un placer casi sexual el tenerme aquí… Digamos que para mí también lo es. Bien podría estar en mi casa revolcándome en mi crapulencia, pero como dijo el Papa: “¡qué hijueputas!”, hoy me tocaba baño, afeitada y cambio de ropa interior. Y cuando toca, toca… Ahora, como dicen los vendedores informales, muy formales ellos, me disculpan las personas que se encontraban dialogando y o u meditando… ¿Qué? ¿Estos manes de verdad creen que los filósofos bogotanos andan en cebollero de quini subiéndose por la puerta de atrás? ¿Quién carajos medita por la ruta Lomas-Alfonso López en el trancón del Centro a eso de las seis de la tarde? Uno no es tan formal como ellos, uno no medita, uno maldice: “estos malpa… se volvieron a subir”.

Pero bueno, sin desviarme mucho, que ya me he desviado un poco –por favor no vayan a meditar sobre el significado de ese color rosa de la carátula – yo vengo es a presentarles la primera entrega de los premios “Marrano intelectual”, porque todo chancho que se respete merece su nochebuena, los cuales son otorgados por la eminentísima Academia de las Artes Neoñerísticas y el Iluminismo Jipjopero, debe ser por eso que está integrada por las lámparas más visajozas de la cuenca del Tunjuelo y más allá. Esta prestigiosa institución en un cónclave secreto eligió a los ganadores, en una sesión al final de la cual hubo mucho humo blanco, aunque con cierto aroma muy popular en las noches de la plazoleta de La Marichuela. Ahora bien, no se hagan falsas expectativas, ni cacen apuestas, que en estos premios hubo más chanchullos que en un reality de RCN o en la elección de la sede de un mundial. Mejor dicho, esto está más cantado que el happy birthday, sin embargo, digamos que el fallo estuvo auditado por las madres comunitarias del hogar Pequeños Pirobitos ¡30 años formando los criminales del futuro! 

Ahora sí, como dijo Peter Jackson, vamos por partes: 

Para empezar, tenemos el premio “Síndrome Bon Bril”, a la saga más extensa publicada en la Surgente. Hablemos de su autor. Seguramente ustedes recordarán una campaña política que se preguntaba ¿Quién es Barragán?... pues bien, cuenta la leyenda urbana que nadie ha podido desentrañar aquél misterio. Hay quienes dicen que el personaje se llama Jaime Barragán Antonio, pero otros creen que a la inversa, y en sentido contrario, se llama es Antonio Barragán Jaime. En todo caso, este personaje ha sido acusado injustamente de crímenes que sí ha cometido, como dejarse crecer el bigote, beber agua de la llave y marchar por la liberación de Ublime, ahora que Shakira abandonó su causa. Así que porque no hay escritor que publique cien crónicas, ni una revista marginal que no se quiebre antes, le entregamos su marranito de alcancía a Jaime Barragán para que por favor guarde allí las ideas para la continuación de la saga del neoñero ilustrado hasta el número 69, que es un número mágico. 

A continuación el premio “el alquimista” a Oscar Eduardo Ortiz, quien es prueba viviente de que ser pobre, negro y ñero no es excusa para que uno no luche por sus sueños, porque cuando uno tiene un sueño, el universo no conspira para que se le haga realidad. No señor, el universo conspira es para que cuando uno se despierte, ya no se acuerde ni qué fue lo que soñó. Sin embargo, este muchacho de otrora mechón amarillo y swing especial para bailar "El tiburón" en una sola baldosa, que bien pudo haber terminado arrejuntándose con cualquier Llerly Mayerly de peinado de cebolla y tatuándose con tinta china sus nombres en un corazón entrelazado con una flecha. A pesar de todo eso, como cantase el malogrado artista local Oswaldo Nichols, ahora es un chico formal que ama la libertad, así que recibámoslo con ese coro que dice: “No pare, sigue, sigue. No pare, sigue, sigue”… 


Nuestro tercer premio fue bautizado “Quaker, la avena se te nota” y su ganadora es Érika Julieth Piragauta. Ahora bien, como yo soy un chico tímido y frente a las mujeres hermosas me sudan las manos, me tiembla la voz, digo cosas idiotas, me da un no sé qué, no sé dónde, o para ponerlo en términos más castizos: “me da como currucucú” me prometí no decir ninguna insensatez ni siquiera un comentario morboso, en cambio querría elogiar sus cualidades morales, su interesante personalidad, hablar de las búsquedas estéticas de su escritura que reflejan el absurdo de la existencia humana y de los dones por los que dios la escogió para tan altos ministerios… Pero ¿a ver? como decía un bambuco: a quién engañas abuelo, yo sé que tú estás llorando, seguro que los castos y santos varones aquí presentes pensarán que estamos ante una de las chicas más bonitas y pilas de esta Localidad que bien se merece un marranito de presente. 

Nuestro cuarto premio es el titulado “Clío, jóvenes bien preparados” para Paula Stephanía Madrigal. A ver, hace tiempo, uno a los quince años andaba viendo los powers rangers, jugando tin tin corre corre, tratando de encontrar a Javier en El Espectador del domingo, o si era una chica, supongo que organizando la fiesta de quince, ese momento tan especial en que la chinita pasaba de niña a mujer. Pero no, ahora estos muchachitos publican en revistas, hablan inglés, al punto que no dicen tuíter como la gente mayor, sino tuirer, y hasta se han inventado una forma de escribir en el chat que solo ellos comprenden. No debimos haberlo permitido, si al menos le hubiésemos hecho caso a aquél comercial de los pollitos que empezaba con las preguntas retóricas: “¿hay chicles?, ¿hay curitas?”. Igual ya es muy tarde para ello, así que no queda de otra sino reconocerles su pilera, entregarles sus premios y pasarles nuestra hoja de vida dentro de diez años cuando dominen el mundo, no sin una nota en letra chiquita que diga  “¿Te acuerdas del marranito aquél?”…

Como no hay quinto malo, el siguiente puerquito corresponde al premio “Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así”, para Juan Camilo Ahumada, por supuesto. A ver, pongamos un ejemplo, si alguna vez subiendo para Sucre, no sé qué tendrían que ir a hacer ustedes por allá, supongamos que usted es hincha del Atlético Nacional y se va a encontrar con sus parceros, pero esto es un ejemplo, no tiene por qué ser verosímil… entonces, usted se detiene a ver pasar un chico la cosa más rara por ahí, con unos pantalones amarillos, una camiseta esqueleto de malla blanca, el pelo desaliñado, barba de una semana y una cara así como de qué dijera, como de haber trasnochado resolviendo todos los casos de factorización del álgebra de Baldor, seguro usted que es una persona de mundo pensaría que el mismísimo Rimbaud que no estaba muerto, sino que andaba de parranda por ahí en alguna cocacola bailable. Pero no, no se engañen, que detrás de esa apariencia se esconde el secreto mejor guardado de la literatura usmeña. 

Este premio se titula “Un amigo es una luz brillando en la oscuridad” y va para nuestro compañero Álvaro Lozano. Sí, pareciese que es más confiable un tribunal de justicia militar que el comité editorial surgente. Y tienen razón en pensarlo, pero quién dijo que la vida es justa, no señores, en qué país creen que viven, ustedes no ven noticias, salgan un poquito de Facebook que la verdad está ahí afuera y aquí adentro cuando nosotros no estamos… ¿Ustedes creen que monseñor Ordóñez elige en la Procuraduría a los empleados más aptos? No, elige a sus amigotes. ¿Ustedes creen que investiga a los corruptos? No. Solo sanciona a sus enemigos. Así que ocurre en TNT, ocurre en la vida real… Álvaro, venga por su marranito, que es poca cosa, pero con mucho cariño, y síganos brindando pola en el bar de Daniela y aromáticas de papayuela en la panadería de bomberos, que así como vamos, vamos es bien… 

Este premio se llama “Recordando a Penélope” y va para Alex Caro, quien llevaba muchos años practicando las labores de punto, el tejido de dos agujas, el crochet, el ganchillo, el punto cadeneta y en cruz, a la espera de que publicásemos su cuento ganador de un concurso Surgente realizado un poco antes de la guerra de Troya que cantase Homero. Así pues, este marranito va para un escritor que compuso su primer poema en el jardín infantil y el último en el Jardín de Freud; quien ya descubrió que la literatura no da plata (para eso está la venta de minutos y los consultorios esotéricos), pero en todo caso sirve para que la mamá, que nunca entiende lo que uno escribe, le chicanié a sus vecinas con que tienen un hijo escritor. 

Este premio se llama “Yo soy el maldito poeta maldito” y se entrega a Michael Benítez, quien a lo Billy the kid, viene disparando rimas duro y a la cabeza. Su nombre, sin duda remite a una época pasada cuando el mítico Michael Knight, al volante de Kitt el auto fantástico, devoraba kilómetros y retinas los sábados por la tarde, antes que David Hasselhoff se convirtiera en un guardián de la bahía. Pues bien, dirán ustedes que Michael Benítez no es un nombre para un poeta, al menos no para un poeta colombiano, cuando aquí todos los poetas se llaman José o Juan y se apellidan Jaramillo o Escobar. Sin embargo, estaría preciso para sherif de de un pueblo de frontera en Estados Unidos, la tierra de Jim Morrison, el más maldito de los poetas malditos… 

Este premio se llama “Doble punta, doble color” y corresponde a Jeisson Hernández, otro chico ingenioso del Ingenioso Hidalgo, que ahí como quien no quiere la cosa, con sus matachitos, va creando historias cada más más propias. Una prueba más de que, después del derrumbe de doña Juana que ha sido lo mejor que le ha pasado a esta tierra -o cuanta gente creen que está esperando esa platica-, la bienestarina es la segunda cosa más importante que nos ha ocurrido, aunque para mí que ahí había algo raro, como que de eso tan bueno no dan tanto, a lo mejor sí tiene razón Julio Valencia, un reconocido investigar de lo paranormal, quien ha publicado libros como “Viven entre nosotros y no pagan arriendo” o “A mí que los marcianas me aprovechen con todo y ropa”, y todo esto hace parte de un plan de los extraterrestres para apropiarse de lo único sagrado que queda todavía en esta tierra usmeña y que no es el cementerio indígena, sino las tarjetas de Timoteo y la gallina radioactiva.    

El último premio se llama “Quien lo vive es quien lo goza” y es para Kenshin Himura, a quien su gran admiración por Flash le llevó a querer emular a su ídolo en todo y casi lo logra, pues aunque sus registros de velocidad en los cien metros loma harían avergonzar a una tortuga discapacitada, su novia lo abandonó debido a cierta precocidad digna de un superhéroe. Luego de eso, ha seguido ensayando combinaciones de trusas, antifaces y calzoncillos de colores con la falaz idea de hacerle justicia a los más pobres, o cuando más incursionar en el diseño de modas, con lo cual no ha hecho sino enfurecer a la mamá, quien le suele repetir con maternal cariño aquello de “Mijo, mire a ver qué hace con su vida”. Sin embargo, estas amonestaciones no amilanan a nuestro personaje, que sabe que debe ocultar su verdadera identidad bajo el perfil de dibujante usmeño de historietas, eso mientras le llega la hora de salvar a la humanidad… 

Así pues, llegamos al final de esta velada, sin el ánimo de velársela a nadie. Compren ya en el stand de la salida mis últimos libros “Cómo hacer el tonto, sin morir en el intonto” y mi autobiografía “Historia de un hombre sencillo al que las mujeres confundían con Nacho Vidal”. Para conferencias pagas llamar a los números que aparecen aquí abajo, pero ojo, dije "conferencias pagas", que lo único que daré gratis será mi cuerpo a la ciencia después de muerto o a alguna mala y pecadora mujer que quiera disfrutarme sin ánimo de lucro, mientras tanto. Sean infelices, que de ellos es el reino de la verdad. 





* Este texto fue leído por su autor el 22 de febrero del 2013 durante el lanzamiento de la revista Surgente No. 14, al tiempo que los escritores galardonados recibían su merecido reconocimiento...

miércoles, 21 de agosto de 2013

Una biblioteca que era un oasis


En noviembre del año 2003, cuando regresé a Bogotá con $50.000 en el bolsillo y las ganas de estudiar literatura en remojo, me acerqué por vez primera a la Biblioteca Pública La Marichuela, quizá porque no tenía dinero para gastar en libros y porque era el espacio de lectura que me quedaba más cerca. También, porque estaba tan solo, desparchado y sin oficio, que leer era una forma de matar el tiempo y de cobrarme una vieja deuda con mis profesores de literatura, que yo no sé cómo hicieron para birlarme la experiencia de los mejores libros de la cultura occidental en bachillerato. ¡Malditos! En aquellos días, mientras desempeñaba oficios tan poco literarios como lavador de platos en un restaurante en Galerías o vendedor de tapetes para autos en el semáforo de Yomasa, tuve tiempo para hacer un viaje sin brújula, al tin marín de do pingüé, por los estantes de cuento y novela, que siempre están al margen de la demás colección.

Llevé una foto 3x4 con fondo azul y un recibo de servicio público, llené un formulario y esperé una semana la llamada de confirmación de los datos, al cabo de la cual pasé a reclamar un carnet que me daba la opción de sacar tres libros en préstamo. Colección general, una semana y literatura, quince días. Ahora, reviso una libretica de apuntes y encuentro en su respectivo orden cronológico, con una referencia de una página, el listado de las cosas que leía entonces. Es evidente, por las fechas continuas, que me dediqué a leer como un desesperado todo lo que se me atravesaba, como si no hubiera mañana, como si tuviese que recuperar el tiempo que había gastado en otras cosas. Empecé por la saga del gaviero, siete novelas en una semana a razón de una por día. Nunca había leído nada de Álvaro Mutis y me despaché toda su obra narrativa de un solo envión, en la edición de tapas coloridas de “La otra orilla”. Esa prisa debe ser la causa de que nunca recuerde cuales son las tramas separadas de Amirbar, Un bel morir o La nieve del almirante. Sé que una trata de un viaje en un planchón río arriba, la otra es sobre la explotación de una mina y la restante sobre un cargamento de armas a lomo de mula, pero hasta ahí recuerdo.

Después de Mutis seguí con Borges, sus cuentos de Ficciones y El aleph fueron uno de esos descubrimientos trascendentales, como cuando uno de niño se da cuenta que no existe el niño dios, ni la cigüeña, dos entes de la misma naturaleza espectral. Después, dice mi libreta que leí los cuentos petersburgueses de Gógol, una antología de Chejov, El jugador de Dostoievski y que dejé a medio camino Guerra y Paz de Tolstoi, en un arrebato de amor por los autores rusos, que todavía no se me pasa. De Herman Hesse me consumí El lobo estepario y Sidharta, dos novelas maravillosas; pasé a Faulkner con Mientras agonizo y Las palmeras salvajes. Después, siempre viajando hacia el sur del Río Grande, me devoré con ansias locas Pedro Páramo de Rulfo, Las lanzas coloradas de Uslar Pietri, Los jefes y Los cachorros del primer Vargas Llosa y El astillero de Onetti, para terminar rendido a los pies de Rayuela, una de esas novelas que siempre se me han resistido de una manera extraña. Así pues, para no hacer una enumeración interminable de obras que no vienen al caso, paso a contar un nuevo descubrimiento.

Uno de aquellos días, mientras hacía la fila para sacar mis tres libros de costumbre, observé en la cartelera un aviso que invitaba al club de lectores de los viernes por la tarde. Así que en la siguiente sesión ahí estaba a la hora señalada. Entonces fue que conocí al personaje, cómo describirlo, el típico ñero ilustrado. Un individuo que de habérmelo encontrado en una calle desierta me habría hecho pensar “¡aquí fue, me robaron!”. Pero no, El Cami, como le decían al individuo, no porque se llamara Camilo, como efectivamente se llamaba, sino porque había despachado para el CAMI de Santa Librada a más de uno a patecabra olímpica, era el coordinador del incipiente club libresco. Aquél joven, que se notaba recién estaba estrenando cédula, máxima aspiración de un ñero de barriada, me pareció un personaje muy particular. Habríase visto tipo más leído y chicanero, si yo le hablaba de Borges, él me salía con Saki o Lord Dunsany, que eran esos autores de los que el maestro se había nutrido y que yo desconocía. Además resultó un erudito en libro-álbum. Llegaba con sus historias de Willy el tímido y de Olivia, que nos leía con cierta expresión afectada. En fin, la cosa es que con el compadre Camilo Urbano, desde entonces nos une una amistad libresca que siempre pasa por las preguntas sobre los autores que cada uno va leyendo. Ahora, mientras yo le cuento de un tal Mijaíl Bulgákov, él me azara la plaza con Roberto Bolaño, a quien para más señas yo confundía hasta hace muy poco con Chespirito. Y claro, si uno debe decir que la lectura rehabilita ñeros, el Cami sería la prueba más perfecta de ello.

En ese club de lectores de los viernes, también conocí a un parche de jóvenes inquietos y con muchos proyectos por delante. Llerly Darlyn que me invitó a un taller de tango y que ha seguido durante años invitándome a tomar tinto con limón a su casa. Dennis Martínez, una muchacha de risa bonita que no terminó de crecer, pero que no lo necesita para ser una gran persona, quien venía siempre con Carolina, una chica con ínfulas de poeta y un piercing en el ombligo. Anwar Elí, un miembro del club de fans de Britney Spears, a quien le debo el haberme llevado a conocer el Oldhu, que sería otra de mis casas. Tampoco me olvido de los hermanos Oscar y Leidy Rodríguez, muy pilos ellos, de Patricia que escribía unos textos todo góticos y, por supuesto, de Kelly Mejía, una muchachita casi adolescente, quien estaba embarazada y tenía un ángel que todavía no pierde. Esos nombres siempre los recuerdo con cariño, porque de su mano y sus palabras, fui conociendo de otra manera esta Localidad. Se diría que fueron mis primeros amigos usmeños. Ellos me llevaron a conocer el CEC Fe y Alegría, donde proyectaban cine o presentaban obras de teatro los viernes por la noche, me invitaron las primeras cervezas en Música ligera, un templo del rock en español donde me llené los ojos de humo mucho tiempo; pero, sobre todo, hicieron más agradable la semana a la espera de nuestro pequeño espacio de lectores.

Ahora, cuando devuelvo el casete y reviso mi libreta de apuntes, sé que la lectura, en aquellos días, era una forma bastarda de escaparme del mundo, de mi triste situación de miseria, desplazado en una ciudad llena de frío. La biblioteca fue un oasis donde descansar los pasos. En sus estantes encontré, más que buenas historias, una excusa para sortear el hambre. Por eso, todavía tengo medidos los minutos y los pasos que me gasto de mi puerta a la suya. El camino también siempre es el mismo. Sigo a la ruta del alimentador, paso tangente al parque del Cortijo, cruzo por detrás del Colegio Cervantes, rodeo las instalaciones y franqueo la puerta. Una vez allí siento que estoy en una vieja casa a la que siempre volveré, porque el vínculo que me une con el espacio se ha tejido durante una década y está signado por los nombres de las personas que hicieron que me enamorara de esta humilde casa de las palabras, tan llena de historias y recuerdos. Entonces, cuando cierran las puertas de Biblioteca de La Marichuela, es como si me estuvieran clausurando la memoria de esos días en que los libros eran un refugio seguro contra todas las catástrofes.