miércoles, 17 de octubre de 2018

Equinodermis



Un caballo malherido llamaba a todas las puertas
Federico García Lorca


UNO


Corre el caballo golondrino un amanecer de año nuevo
lleva en sus lomos a un borracho que es mi viejo
sus relinchos se acercan
estremecen la cama de alambres trenzados
y mantienen despierta la madrugada
Mi tío César está de parranda familiar
los sobrinos que vinieron del destierro
aúllan cuando él se desprende por los barrancos
un caballo que apura en tropel la vida
Sobre el camino polvoriento
de un verano interminable
corre su tranco largo de caracoles imposibles
La cocina chisporrotea
hay chicha de maíz fermentado
y tamales en cosecha
entonces, piafando como el corcel que le habita
desmonta su jinete en la enramada
Ha bebido aguardiente sin descanso
y la voz se resiente de su canto escandaloso
que compite con las notas desparramadas del acetato

Mi tío César está de fiesta
el amanecer se anuncia en el horizonte
con una luna de sangre
que me hace llorar todavía
¡Siempre es posible que se caiga el cielo!
Que nadie duerma
que los ojos acompañen la alborada
Suenan los acordeones
y mis hermanas siguen revoloteando
mariposas en torno al fuego de los años dulces
Los gritos se prolongan en un ay ombe
que nace muy adentro
Las lágrimas me abrasan en el sueño
Hay algo premonitorio
en esta danza de hombres sudorosos

Una cierta cuchillada sin nombre
el pulso tembloroso de un rayo que escruta el cielo 
Mi tío César gira poseído de licor
en el epicentro de la rumba
una marioneta despeinada en un solo de tambores
La botella va y viene
salta mano a mano
uno y otro trago
Boca a boca se consume
en un largo beso colectivo
en un abrazo de mocos hermanados
El compadre Chepo anega la espera de un hijo
prometido en la baraja
Raulito Moncada se arranca con las uñas
un dolor de sangre reposada
y Emel que libera su carcajada de plátano maduro
Hay caldo para bajar tanto aguardiente
La risa como un escarabajo de colores
aletea por todos los rincones

Mi tío César está en su carnaval meridiano
pero no cae
resiste la borrasca como una ceiba milenaria
ebrio de música, caldo y aguardiente
mira a lo lejos un firmamento que se viste de naranja
cada vez más claro
más expuesto al amarillo
El viejo se desbarranca arrullado por el sueño 
madre atiza la fogonera
los leños de quebracho se astillan
revientan en copos luminosos
la llama sigue crepitando
y en la olla hierve un vientre de sancocho
Se anuncian visitas, amores, peleas...
el año que se va, el año que viene
un calendario de fiesta y cosecha
la saturnal campesina que mi tío César ya no espera
Rompe los zapatos en la rueda del parrando
rompe la vida a los veintiocho
es el caballo golondrino
en la mitad de un corral humano
El relincho amanece en sus labios
como una promesa de amor distante
Vive la última fiesta
Las sombras que apaga el sol mañanero
encuentran de nuevo el camino a casa
saltando de piedra en piedra
sobre un arroyo teñido de sangre


DOS

Es domingo en Chimila
diecisiete de octubre
mi tío César corre con zancadas de caballo alebrestado
con toda la sangre empujándole las piernas
perseguido por una jauría verde oliva
cercado por la lluvia que se empoza en la garganta
es un potro alazano que niega toda rienda
El golondrino se pone sus cascos familiares
y hace retumbar los callejones con su estrépito de herraduras

Ay, Chimila, quién te ha visto en el preludio de los aguaceros
Quién conoce tanta sombra bajo los almendros

Corre entre la música de la tarde
que apaga un enjambre de rabiosas balas
con los dientes remangados
la espuma se condensa en las bocas
un grito sin desgarro
una lágrima que acompaña su veloz marcha
una cruz que rasguña el aire
un sortilegio
un ángel que cierra los ojos
un tahúr jugándose la vida en la carrera
La última evasión
la única respuesta
Toda la existencia puesta en las canillas
Recuerda la embestida de un toro en el potrero
huye con la fuerza de zancas juveniles
la brisa le rompe las alas del sombrero
pierde la camisa, pero salva la frontera del martirio.
Ahora se atraganta de polvo y viento
tratando de llegar primero
aferrarse a una cruz de palo verde
esperar el primer canto de los gallos
y derrotar al diablo en un cruce de caminos

Ay, Chimila, quién te ha visto desde los altos corazones
Quién conoce tanta sombra bajo los higuerones

Corre mi tío César
y yo escucho fútbol en la radio
Los sobrinos se alejan por la carretera
Le hemos dejado solo
con sus piernas a prueba de muerte
desandando sus caminos
enfrentando la rabia de los enemigos
abofeteando los uniformes con su risa de novillo
gritando que este es un país libre
y yo voy adonde quiera

Las aguas se precipitaron de un salto
atisba la amenaza
lo encadenan
lo fustigan a patadas
El caballo golondrino despierta en un botalón antiguo
el miedo ancestral le espolea los ijares
la calle es una estepa alfombrada de verdura
revienta las amarras
y eleva sus patas al sol
despliega las alas
bordea las nubes
escupe desde arriba
devora la fragancia de las buganvilias
se lanza al infinito
tachonando de colores la calzada polvorienta
ahí va el golondrino
vence la talanquera y esquiva los disparos

Ay, Chimila, quién te ha visto con la sangre en los colmillos
Quién conoce tanta sombra bajo los tamarindos

Una exhalación
un espabilar de velas
un instante que revienta todos los relojes
un grito que detiene el bamboleo de las sillas mecedoras
un repique de campanas
corre mi tío César
veloz hacia la nada
al encuentro con un beso de fusiles
que relamen la rodilla
y destrozan los huesitos del metatarso izquierdo
El asfalto que recibe la caída
y una mancha púrpura le sigue
otro disparo le crucifica el pecho
y se retuerce en el centro de la ronda
suena la música
y se transporta a una fiesta de azahares
los rostros conocidos miran su agonía
así se matan los perros, grita el comandante
pero el caballo golondrino sigue galopando
bajo un aguacero torrencial de octubre
que lava sus heridas
y con su sangre riega los jardines
y no se detiene en el tiempo
y penetra la memoria
y de dos saltos terribles, desafiantes
se instaura en el poema y se hace palabra caminante.


[Publicado originalmente en el poemario "Memomía", 2011].


domingo, 28 de enero de 2018

Los venideros o sobre los riesgos del amor libre y la escritura automática o sobre lo que pasa con tu vida de escritor cuando llegas al tercer piso y no te han invitado al festival de poesía de Medellín

Los venideros es el título de una antología de poetas sureños editada por el Colectivo Surgente, pero también podría ser muchas otras cosas. Por ejemplo, unos seres de luz. Una raza alienígena en eterna lucha contra los gramáticos, los supersayayines y los payasos de restaurante. Fácilmente identificables porque andan despeinados, desgalamidos y cargan unos celulares con inteligencia propia. Los celulares, valga la aclaración.

Los venideros podría ser el nombre de un pequeño motel donde no corra el reloj ni, pasada una hora, la administradora quiera tumbar la puerta. Siempre es una señora con unos kilos de más y una cara de pocos amantes, así como quien ha pasado muchas navidades y pocas nochebuenas, quien en venganza por su mala vida golpea con saña la puerta de los mancebos demorados.

Los venideros también pueden ser esos familiares que vienen de lejos, te desalojan de la cama y te mandan a dormir con tu hermanito menor. Las estadísticas para el posconflicto dicen que estos venideros han desplazado por más de una noche al 90% de la infancia de este país y de allí, de esas noches incómodas, de patadas y lucha a cara de perro por un pedazo de cobija, por al menos uno de los cuatro tigres de la manta, más una pizca de lectura de Benedetti y muchas canciones de Romeo Santos, surge una entidad mórbida llamada el poeta venidero.

El poeta venidero, entiéndase varón y mujer, es un pobre poeta que ni siquiera hizo carrera para pobre común y corriente, sobre todo corriente cuando le acechan los acreedores, que está convencido que la poesía sí paga o, por lo menos, paga más que otras labores mucho más heroicas como el mototaxismo, la venta por catálogo de productos Avon o el oficio de pasear morrocoyas.

Los venideros son poetas del Porvenir, o sea de ese barrio usmeño que queda ahí más arribita de Altavista. También pueden ser del Porvenir II sector, pero esos son más barrocos y rococós, en tanto han pasado media vida imaginando formas de trabarse con unos sparkies, lo que técnicamente se llama empeparse.

Los poetas venideros, viniendo a cuento, no vienen a la poesía. La poesía es la que los desencama y los convence de que existe un lenguaje que va más allá de las palabras. Sí, los manoseos.

En un país de godos, los venideros son los godots, así con te de tejemaneje, de la poesía. El público los espera, saliva de expectativa, se come las uñas a falta de algún sanguchito y ellos liándose con alguna metáfora o con un bareto.

Los venideros escriben muy poco, porque son demasiado sexis para el oficio. Según las últimas cifras del Dane tienen tanto atractivo sexual como los choferes del SITP o las impulsadoras de Herbalife.

Los venideros son poetas malditos, pero no malditos geniales, sino malditos verdaderamente estropeados por la vida, que se roban el wifi del vecino y sueñan con tener una musa que los inspire o, cuando menos, una moza que los mantenga.

Las lenguas viperinas afirman que los venideros han sido arruinados sistemáticamente por tragos nobles como el coco chévere, el moscato pasito y el vincoca. Por eso la recomendación es que si van a tomar, no escriban. Y si van a escribir paguen primero la ronda o empeñen la cédula.

El poeta venidero, a diferencia del poeta clásico, no usa palabras como atanor, fallebas, mamparo, radiobaliza, arcén, verdín, musher o gurrupleta. Su lenguaje no tiene nada que envidiarle al de doña Gloria, la del Metrocable, la poeta que sí lo mama en reversa. Por eso, la crítica especializada los califica como poetas sefardíes, o en su defecto, poetas séfiros, sátiros, sinsontes, zócalos, epicíclicos, traslúcidos o chuchumecos.

Está demostrado que a los poetas venideros, como a los niños y a Rafael Novoa, les encanta el Sun Tea. Al punto que han inventado el verbo suntear, el cual conjugan así: yo sunteo, tú sunteas, él suntea y hasta ahí. Está visto que la papeleta de dos litros no alcanza para que nosotros, ustedes y ellos alcancen a suntear.

Hay quienes dicen, incluido el presidente Juanpa, que esos tales poetas venideros no existen. Otros criticones afirman que los venideros desde que pusieron en práctica la política del amor petrista han quedado literalmente petrificados y que ya no producen ni un verso, ni una rima, ni una lástima.

Finalmente, una recomendación, no te enamores de un poeta venidero, ni de los otros tampoco, o tus hijos tendrán orejas de elfo, bigotes femeninos y cola de marrano o, lo que es peor, cola de Kim Kardashian.

miércoles, 17 de enero de 2018

La intuición del estar vivo

El artista sureño, al menos como concepto, nos llena de asombro. Un fenómeno capaz de convencer a los escépticos, a los teóricos del determinismo y a los profetas de la pornomiseria. Hay algo ahí que nos obliga a descentrar la mirada de la obra en sí, aislada del mundo, y más bien fijarla en los creadores. ¿Quiénes son esos sujetos que sujetan el pincel y los colores y las palabras y las formas? ¿De qué extrañas aguas emponzoñadas han llenado la mirada? ¿Qué les mueve a hacer una apuesta casi siempre a pérdida? Uno podría ensayar hipótesis, elucubraciones economicistas, reduccionistas a priori, pero en vez de eso, más bien vamos a hablar de un botón en su compleja complejidad.

John Eduardo Castiblanco, más conocido en los altos fondos del arte local como Kenshin Himura, como el samurái de un manga, es un ejemplo que ilustra la cuestión de cómo echa raíces el arte allá donde los recibos de servicios públicos vienen con subsidio estratobajero.

Conozco al personaje en cuestión hará unos ocho, siete, diez años, qué importa. Nótese que escribo personaje en vez de persona, porque Kenshin Himura es la primera creación del artista Castiblanco, una criatura que terminó por adquirir vida propia. Ha muerto el hijo de vecina, viva el artista. Por entonces, tal vez 2010, ya superada la barrera de los treinta años, John Eduardo no era lo que dice un artista, quizá tampoco pensaba serlo. Lo suyo eran el cómic, la patineta, el ambientalismo y las clases de ciencias sociales que dictaba en un colegio de barrio popular. Era el profe Castiblanco, cuando ser el profe era chévere y hasta sexy y todavía profe no era una palabra para nombrar técnicos de fútbol. No falta sino ver que su tesis en la Universidad Distrital iba sobre el proceso independentista haitiano. ¡Imagínense algo más alejado de las artes plásticas! De Toussaint L'Ouverture a Toulouse-Lautrec hay mucho margen, mucha vida. Ya entonces dibujaba cómics a lo nipón, matachitos de los tantos que esbozan millones de chavales alrededor del mundo. Mucho ojo grande, pelo en rebeldía, chicas de figuras estilizadas, que poco tenían que ver con la idiosincrasia de la saporrita sureña. Un arte hecho sobre moldura y papel calcante.

Era evidente, tal vez lo sigue siendo, que ese camino no conduce a Roma, que a la vuelta de la esquina el pintor en ciernes se estrella con el letrero del Private Property, Not Trespassing. También era evidente que Castiblanco dibujaba por puro placer, por mamar gallo, por tomarse a broma la vida.

Y entonces, si esta historia venía bien, qué pasó, dónde se torció todo. ¿De dónde le vino al susodicho ese afán del arte, esa urgencia por crear una obra que ya está ahí, al alcance de la mirada, reclamando su espacio, tocando la puerta de las galerías? No soy quien va a conjeturar respuestas al enigma, pero creo con claridad meridiana que todo ha sido un camino de aprendizaje empírico, el clásico método del ensayo y el error. Prueba, fracaso, más pruebas, insistencia, hasta que por algún lado suena la flauta. Un primer acierto, una sola nota bien y todo se desencadena. Un pequeño paso en la dirección correcta y el creador encuentra su hilo de Ariadna. Lo demás es trabajo en serio y en serie. Soplar y soplar el vidrio caliente  hasta que la botella tenga forma de botella, de cáliz de la amargura, de lámpara de los deseos. 


Lo que vino después, el vino, es lo de siempre. Puertas que se abren, el establecimiento que bendice, valora, categoriza todo lo que crece salvaje en los montes, los hierbajos que se domestican en el jardín de las curadurías, el silvestrismo legitimado. Pero, mientras eso pasa, mientras la segadora del campo artístico, tan presta a la burocracia, no haya nivelado todas las espigas, estamos ante un arte que surge de la entraña de un hombre que, como suponía Borges, quizá es todos los hombres que habitan estos territorios al sur del sur.

Adorno dijo que nada en el arte contemporáneo es evidente y que esa es la mayor evidencia de su existir. Pasa eso con las obras de Kenshin Himura. ¿Cuánto hay en ellas de artificio, cuánto de artesanía, cuánto de juego de niños? Quizá hay de todito, como en cualquier miscelánea, máxima creación del comercio barrial. La miscelánea junta esto y aquello y aquesto. La novedad con la tradición, el exotismo con la ropa de todos los días. El barroquismo de su arte deriva de la práctica popular de la mezcolanza, del salpicón, el refajo, el tuti-fruti, el calentao, el sancocho trifásico. Su estética es eso y un poco más, una sumatoria de técnicas, de materiales, de estilos. Una apuesta que es todo movimiento, salto de matones, agua que si no se mueve se pudre. Ahí radica su excepcionalidad, ahí también su peligro.

Ahora recordemos, es importante hacerlo, que el artista en ciernes se hace a golpe de riñón, que su intuición creadora le viene de una infinidad de vertientes, sin pasar por la apisonadora de las academias. Y para un artista que bebe de todas las fuentes, un poco de cómics, otra pizca de videojuegos, otro tanto de cine caspa, pero también de cine de autor, de la música rockolera, la oralidad que sobrevive entre las baldosas, el cotidiano del barrio y la tienda y el salón comunal y el jardín infantil, iglesia y potrero y guaro y fotonovela, todo eso que es la vida en este sur de aullido y soponcio encuentra expresión en una obra que se resiste al calificativo en cuanto lo que gana para sí es una totalidad de la existencia, sin orden, agolpándose en los callejones, en los patios, en las escombreras donde el óxido lo tiñe todo de ruina y reciclaje.

Así pues, el trabajo de Himura, porque el arte es sobre todo trabajo, sin esperanza y sin pausa, pasa por depositar un voto de confianza en el espectador, el que mira y ve lo que quiere o buenamente puede ver, el vecino que pasa frente al cuadro, que vitrinea, pare un poquito, pille esta vuelta, venga y le digo. Oiga, mire, vea. Vea como el título de aquella revista de kiosko convencida de la facultad de mirar que tiene el hombre del subsuelo. Y es seguro que ese hombre, esa mujer que ve, algo siente, algo vislumbra, quizá una imagen descolorida entre el chiquero, ese rostro familiar a contraluz, un recuerdo de otro tiempo que salta de la memoria al cuadro y lo llena de olores y sabores y retacha de figuraciones propias. 

Y así hasta el infinito. Su obra no es más sino la vindicación de la confianza en que el arte, cuando es arte verdadero, es siempre un encuentro con ese otro que también es el mismo, un diálogo en que todos somos uno en el rito antiquísimo de una mirada común que es tiempo congelado en las venas. 

Eso me parece que es. Eso es.