jueves, 1 de marzo de 2012

Antonio en busca del Dorado


Apaporis es un documental  que retrata una lectura, una búsqueda y un fracaso. 

Para lectores incansables, como estos ojos míos que deletrean y ven cine, la película nos habla en primera instancia sobre el acto de leer y los peligros que ello encierra. El documental, con sus escasos ochenta minutos de duración, nos sumerge en la aventura de viajar por un texto. Al principio nos dice que Antonio Dorado, un director que se hizo un nombre rodando “El Rey” con una estética que desafiaba la concepción de la narconovela, ha sido arrastrado por la portentosa corriente prosaica de El río, libro que otro lector voraz como Wade Davis escribiera para entrelazar sus aventuras amazónicas con las de su predecesor Richard Evans Schultes. Las imágenes nos muestran al realizador hojeando un ejemplar sobre el que ha cometido el flagrante delito de inscribir apuntes, subrayar con colores vistosos líneas llamativas, doblar páginas y otras pequeñas indelicadezas, propias de quienes atraviesan el paisaje de las palabras dejando los rastros de su paso como machetazos en la corteza de los párrafos.

A partir de esa lectura se transforma el horizonte selvático de Dorado, decide ir tras las huellas de Davis, así como este siguió a Schultes en su travesía hasta el Apaporis. En ese sentido, el documental, como en un juego de espejos, cuenta la lectura de una lectura e intenta escribir en imágenes lo que su antecesor plasmó sobre papel de pulpa amazónica. Veamos si lo hacemos más comprensible: Schultes estuvo en las reservas de Yuruparí casi una década a mediados del siglo pasado, contó arboles de caucho, descubrió muchas especies y saberes de la jungla, fotografió a los indígenas, sin duda fornicó con ellos, y fue el primer blanco que muchas tribus conocieron. La figura de este antropólogo medio loco –no es preciso estar muy cuerdo para incrustarse monte adentro tanto tiempo- sigue levantando polémicas. ¿Era un investigador visionario o un agente del imperialismo? ¿Amaba a los indios o sólo quería robarles sus secretos? En todo caso, esa figura enigmática, con sus gafas redondas y su cara de muchacho taciturno, entusiasmó a Davis a seguir sus andanzas, contar su historia y de paso redactar El río que es todo pasión por esa jungla que atraviesa el Apaporis. Antonio leyó el libro y se fue a Washington a entrevistarse con el autor, para después terminar incrustado en el Vaupés siguiendo los rastros de los dos gringos que le antecedieron.

Hace un par de años, Carlos Palau mostraba en su película En busca del paraíso la aventura de la inmigración japonesa al Valle del Cauca en busca de la tierra que cantaba Jorge Isaacs en María. En ese sentido, Apaporis también se inscribe en esa categoría de los relatos sobre los peligros de la lectura, pues, como ya lo experimentase un caballero de triste figura, hay libros que nos mueven a la acción, en tanto cuentan mundos que quisiéramos atrapar de una manera más concreta, al punto de inducirnos a visitar lugares que ya conocemos a través de palabras mágicas, de imágenes que vienen de un tiempo anterior a la lengua. Así, pues, como un quijote amazónico, Antonio se adentra al corazón de las verdes tinieblas en una aventura fílmica que no es otra cosa sino la constatación de que ese universo narrado por otros todavía existe; la diferencia estriba en que el ingenioso hidalgo sólo pudo encontrar un mundo caballeresco en su locura poética, mientras Dorado sí logra bordear el espinoso terreno de la leyenda en carne propia. 

El realizador caleño viajó al Apaporis armado de cámara, luces y micrófonos para contarnos esa aventura, pero lo hace llevando como equipaje un armazón de referencias culturales de nuestro tiempo, pues no podemos desprendernos de lo que somos. En ese sentido, para los que creyeron que esta era un película que por fin iba a darle la palabra a las tribus que habitan la ribera, siento decepcionarles, este es un documental preparado por un realizador mestizo que nos cuenta un viaje a la selva, en el que, como en toda historia de viaje, hay una transformación, un aprendizaje, una ruta odiséica de la que no se puede volver sin cicatrices en alguna parte del ser; pero como el viajero y el espectador no son tábulas rasas, la película se construye como un encadenamiento de signos de la contemporaneidad, en tanto es imposible entrar al Amazonas desprovisto de la enciclopedia simbólica occidental. 

Así como los cronistas de Indias adaptaron el mundo concreto que descubrían a una serie de imaginarios que orientaban su visión, sus sueños y sus búsquedas, Antonio Dorado también lee ese espacio y nos lo transmite en diálogo con esa semántica de las tierras voraginosas que contasen fray Gaspar de Carvajal, Humboldt, Rivera, Cassement, Molano o Castro Caycedo. El Amazonas funciona como un cronotopo literario, un espacio-tiempo colmado de asociaciones naturalizadas, de tal forma que su mitología está presente a lo largo y ancho del documental. La selva se asocia a nativos virginales, caucherías, jaguares, anacondas, curare, cocaína, conflicto, yagé o canibalismo, por lo que sigue siendo el espacio donde se oye “el chasquido de la mandíbula, que devora con temor de ser devorada”, como poéticamente dijese José Eustasio.

El documental desmitifica ciertas lecturas convencionales, pero también incurre en otras como la insistencia en presentar el mundo del salvaje como el espacio de la magia, lo que implica que no puede escapar del círculo hermenéutico del salvajismo, el universo del mythos que se antepone al del logos sin renunciar a lo que Sontag llama “la vertiginosa atracción moderna por lo ajeno”[i]; aunque se diría que su apuesta última está en darnos una visión personal de un cosmos que a pesar de pertenecer a la patria se inscribe en nuestra aldea visual desde la experiencia televisiva de Discovery Channel o National Geographics. El espacio amazónico está tan contaminado de celuloide y tinta que es imposible contarlo como si nadie lo hubiese visto antes, pues sabemos que no hay nada nuevo bajo los árboles. Sus imágenes son antiguas, mitologizadas, filmadas y reproducidas en todos los formatos, al punto que lo verdaderamente nuevo en Apaporis es la mirada del realizador. Bienaventurado Robert Flaherty que pudo filmar el génesis visual de los mundos aborígenes, pues actualmente la novedad ya no radica en el tema tratado, sino en el ojo que lo filma, un paso de lo objetivo a lo subjetivo, al punto que lo bueno de este documental es que lo haga un hombre que se llama Antonio Dorado, y no Pirry o Michael Moore.

De otra parte, Apaporis es el relato de una búsqueda. El documental funciona como una pesquisa antropológica. Antonio viaja a la selva con imágenes ampliadas de las fotografías que se tomó Schultes en la década del cuarenta con los nativos. Allí en esas imágenes, que retratan a unos hombres de una esfera adánica, el botánico norteamericano es inconfundible entre los rostros curtidos de monte, las sonrisas confiadas, los cuerpos atléticos y la belleza de clorofila de los indígenas. Sin embargo, observando este tipo de imágenes etnográficas siempre nos queda el agujero incoloro de la presencia del Otro. Las miradas de los aborígenes nos enfrentan desde un lugar de la innominación, parecen atravesar la piel de la foto para contarnos una existencia que se escapa por las costuras de su visualidad. Schultes, el hombre blanco, es mundialmente conocido, pero se sabe muy poco de sus acompañantes, como si no importaran, como si fueran parte del paisaje. Surge, entonces, la inquietud por el Otro y es eso lo que motiva la indagación río arriba. Dorado viaja con las fotografías que enseña a todo el que se cruza. Su búsqueda es impaciente, pero parece que el olvido ha ido tiñendo con una pátina de tiempo la memoria de esos ancestros de los actuales nativos. Es como si la manigua se hubiese tragado esos rostros del paraíso. 

Yo me atrevo a  afirmar que esa búsqueda de unos hombres, compatriotas nuestros, tragados por el tiempo, tan perdidos en nuestros registros nacionales, como Arturo Cova al final de La Vorágine, es el componente ético, estético y étnico, que llena de sentido y vida al documental. Schultes quizá no se preocupó por preservar para la posteridad la identidad de aquellos indígenas. Los fotografió en la plenitud de su belleza salvaje, pero su acercamiento visual pasaba por el ojo del explorador blanco que retrata un mundo amenazado, más interesado en preservar una estética del cataclismo que la humanidad de esas personas. Schultes se preocupó por registrar más de doscientos nuevas especies botánicas, que constituyeron verdaderos descubrimientos para la ciencia de su tiempo, pero dejó un espacio en blanco en sus diarios de campo en el que deberían aparecer registrados siquiera los nombres de aquellos nativos con los que convivió tanto tiempo. Es entonces que la lucha por la memoria de los invisibles, aquellos que viven en la espalda del mundo, adquiere pleno sentido. Dorado va a la selva a rescatar a unos compatriotas secuestrados por la historia, la suya es una misión humanitaria casi solitaria, sin las estridencias de las operaciones comandos; pero ese gesto suyo tan hermoso vale toda la película. De hecho, el momento más emocionante del filme es aquél en que un sobreviviente de tiempos remotos puede bautizar para la cámara a esos espectros del pasado que como fantasmas del monte nos han acompañado en la travesía. Así pues, Antonio ha saldado una deuda de más de medio siglo con aquellas comunidades y le ha arrebatado una astilla de memoria al olvido.

Apaporis también es, finalmente, el relato de un fracaso. La desilusión se apodera de nosotros cuando comprobamos una vez más que el universo cosmogónico de los nativos es intraducible en imágenes. El director nos muestra una serie de postales de las comunidades, entrevista a unos cuantos chamanes, acompaña a los aborígenes en la preparación del curare, en el trabajo de la chacra o en la cacería, incluso ellos escenifican algunos de sus ritos ancestrales ante la cámara; sin embargo, la esencia profunda de su cultura se hace inaprensible, incomunicable. Una voz en off  nos cuenta las impresiones del viajero, pero no logramos penetrar la identidad de lo Otro. El indígena es filmado con esmero y gracia, nos enseña su presencia atlética, unas manos, un cuerpo cosificado por el lente, unas palabras atrapadas en el magnetófono; pero la vida profunda de las comunidades, su relación con la trascendencia, el patrimonio intangible de su cultura sigue estando en el lugar de la no-imagen. El Otro no se puede contar si no es desde sus códigos y ya sabemos que el cine es un arte occidental. El armazón cultural de los pueblos del Apaporis se expresa en formas del lenguaje que han germinado durante generaciones entre las hojas y el vapor de agua, pero ello es infilmable, de tal forma que las imágenes que la cámara atrapa al vuelo no son más sino un pálido reflejo de un cosmos preñado de arcanos silvestres. 

Hay una escena en la que Antonio Dorado saborea los mojojoys ofrecidos por los nativos, luego mira a la cámara y nos dice que este alimento “sabe como a maní”. En ese “como”, conjunción que articula un símil cultural, radica todo el ejercicio audiovisual de la película. Es decir, tenemos un documental que intenta traducirnos un universo mítico amenazado por el inexorable empuje del hombre blanco en el que cada una de sus secuencias funciona como portadora de ese “como”. Vemos a los indígenas “como” nos los imaginamos, pero su esencia no está en la imagen. Observamos el río “como” lo atrapa la cámara pero su significado profundamente ancestral se desborda por los rápidos del Jirijirimo. Seguimos a Dorado en su aventura “como” sus compañeros de viaje, pero debemos recordar que nuestro lugar es el silente mundo acolchado de la sala de cine. Vemos muchas cosas, incluso a un cazador que devuelve la vida a una paloma frente a la cámara “como” si observáramos un milagro, pero la oscura naturaleza de lo trascendental, la noria en que se tasa la vida y la muerte en la selva, el terreno por el que divagan los espíritus del jaguar y la anaconda no se pueden filmar, al punto que uno descubre que más allá de un alegato por la preservación de la riqueza cultural de unos pueblos, el documental no nos puede contar cómo es esa riqueza. Y esta bien que así sea, pues el misterio aunque perceptible a los ojos, es incomprensible a la razón.

La cámara no puede apresar más allá de lo objetivo, con lo cual evita aquello que no puede contener, en ese sentido, lo que en un principio se propone como un viaje al corazón del Apaporis no es más que una colección de retazos, sombras, cantos entonados con el ritmo profundo de la tierra, en ese límite en que la sustancia viva se vuelve materia de eternidad, por lo que el documental deviene en una river-movie imposible, sus imágenes danzan en un movimiento satelital en torno al Otro, pero no iluminan más allá de la superficie. El relato se hace paisaje o cuerpo, pero no puede traspasar la fisicidad óptica del video. El Otro sigue siendo el Otro, inaprensible, inabarcable, inalienable. Nuestra fascinación por el Otro, compartida por Dorado, se torna en una búsqueda de lo absoluto, un esfuerzo sincero y vano por tratar de atrapar lo inalcanzable, pues, como alguna vez afirmase Levinas, en el Otro siempre hay una excedencia de su ser. La otredad es lo que no se puede filmar, aquello sobre lo cual “no puedo poder”[ii], por ello el documental, que se anuncia como un viaje en busca del Otro debe derivar obligatoriamente hacia la búsqueda del mismo. Más que del objeto-indio, Apaporis nos habla de un sujeto-director que quisiera asumir la vocería de los aborígenes –cosa que plantea en algún caserío por el que pasa- pero que termina hablando de sí mismo y también de nosotros, siempre fascinados por el salvaje, pues como sostiene Roger Bartra, el salvaje que puebla toda las fantasmagorías occidentales no es más sino un mito del logos europeo para validarse a sí mismo[iii]

En ese sentido, ese salvaje que aparece en Apaporis es un hombre europeo, en tanto la otredad que la cámara filma “es independiente del conocimiento de los otros”[iv], pues –parafraseando al mismo autor- remite a una estructura conceptual-cinemática que sirve más para explicar o criticar las peculiaridades de la civilización moderna, que para comprender a los otros pueblos, a las culturas no occidentales. Así, pues, en consecuencia con una tesis de Susan Sontag sobre el antropólogo como héroe, tras los pasos de los misioneros, “vinieron los humanistas seglares, imparciales, respetuosos, que no fueron a vender a Cristo a los nativos, sino a predicar, una vez de regreso en su mundo, razón, tolerancia y pluralismo cultural a los públicos literarios burgueses”[v], y es evidente que la película está hecha por un realizador humanista para nosotros los espectadores mestizos que rezamos en español y asistimos a las salas a atiborrarnos de crispetas y coca-cola.

Finalmente, termino de ver la película esperando que alguna vez pueda conocer ese río, síntoma inequívoco de los peligros de la cinefilia; que algún día le podamos poner nombre a todos los invisibles de nuestra historia, y que, tal vez, llegue un tiempo en que los indígenas puedan contarnos su mundo desde una mirada propia hecha cine, pero mientras eso pasa, Apaporis es una película hermosa, necesaria y urgente.



[i] SONTAG, S. (1984). Contra la interpretación y otros ensayos. Trad. Horacio Vásquez Rial. Seix Barral. Barcelona. Pp. 106.
[ii] LEVINAS, E. (1977). Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sígueme. Salamanca. Pp. 63.
[iii] BARTRA, R. (2000 - 2001). “El mito del salvaje” en Ciencias. No. 60-61. UNAM. México. Pp. 88-96.
[iv] Ibíd. Pp. 89.
[v] Ibíd. Pp. 112.

1 comentario:

  1. Hay que darle a la sensatez el lugar que se merece..... la frase final que me parece que nos llama a la reflexión, al pensamiento y pone el dedo en llaga de la imposibilidad de conocer al otro desde la diferencia y no desde las categorías dicotómicas propias de las matrices de producción de la ciencia occidental, que ha demostrado ser incapaz de captar la pluralidad, lo múltiple, que esta en otros tiempos y espacios sin caer en comparaciones morales y arbitrarias
    Hermosa película que a pesar del uso de lugares comunes de la imagen, no se convirtió en un documental de vive Colombia viaja por ella

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