domingo, 25 de marzo de 2012

De clases, colmenas y Colmenares

El caso Colmenares es irresistible. Quise escapar de su influjo, del morbo que lo envuelve, de su pútrido olor a humo y bagatela, pero se me hace evidente que más allá de la parafernalia mediática que ha desatado, hay algo profundamente sintomático de nuestra sociedad en ello, como si en la turbiedad de las aguas en que apareció encallado el cadáver del villanuevero se reflejase la cara sucia de nuestra contemporaneidad.

Los analistas de medios –léase Omar Rincón y su cónclave de amiguetes-  han salido a decir que el caso es peculiar porque alimenta nuestra hambre de prójimo, que el drama humano es construido por los medios como un engendro de reality show y cierta serie gringa de investigación criminal, con personajes bellos, adinerados y una fábula de pasquín que deja abiertas las preguntas sobre lo que pasó y lo que pasará, como para que el espectador haga sus apuestas. Tal vez haya mucha verdad en ello, tal vez proyectamos nuestros sueños y frustraciones en estos niños bien que se comportan como gente mal, pero tengo para mí, que la cosa va más allá. 

El teledrama tiene de particular dos elementos siniestros que le dan su merecido rating, pero que, sin embargo, nadie se atreve a poner sobre la mesa de disección del cadáver. Lo primero es que funciona como un signo actual de la lucha de clases que vive el país. Digámoslo de otra manera, este caso escenifica el encarnizamiento con que en todos los escenarios del poder nacional se pelean a muerte dos clases poderosas, pero con visiones de mundo y prácticas distintas. La segunda clave para comprender la herida abierta en la sensibilidad del espectador es que el proceso desnuda la mentira del discurso telenovelesco, en tanto nos muestra que el pacto moral entre clases en que se fundaron ideológicamente todos los dramatizados criollos es una absoluta y vil falacia, con lo cual, dicho sea de paso, pareciese que el efecto Colmenares, explotado hasta la extenuación por la pequeña pantalla, actúa como un caballo de Troya en el seno de la misma industria televisiva.

De allá de la Guajira arriba…

En esta esquina los Colmenares, una familia oriunda de Villanueva y ya sabemos qué se cultiva por aquellas zonas del sur de La Guajira. No se necesita ser muy ducho en economía política, ni haberse leído La historia doble de la Costa de Fals Borda, para saber que esta, como muchas “familias tradicionales” de la región, debe tener detrás de su fortuna un pasado ligado al poder gamonalicio sobre la tierra, al contrabando e, incluso, a la bonanza marimbera. Es decir, los Colmenares son representantes de una clase endogámica, arraigada en las regiones, dueños de las pequeñas parroquias, acostumbrados al clientelismo y a las formas premodernas de relacionamiento social con sus vasallos. Sin embargo, el problema radica en que en algún momento de su historia, de linajes que descienden del mismo Pedro Badillo, ya no les bastó con su lugar en el mundo y quisieron ir a por más. 

Los hijos de esta clase provinciana remontaron la cordillera en busca de una nueva centralidad. Los vientos cambiantes de la historia les insuflaron la necesidad de ir a la academia para darle mayor lustre y legitimidad a su poder regional, ahora afincado sobre el discurso de la ilustración. Algunos se hicieron cantantes de vallenatos por el camino y otros más terminaron siendo comandantes paramilitares, pero otros, como el padre del occiso, fueron “doctores” en leyes y medicina de prestigiosas universidades andinas, con lo cual ingresaron al terreno de la élite política e intelectual, se enquistaron en el valle de los alcázares y lograron jugosos beneficios de su cercanía al palacio de Nariño. Eso fue hace tiempo, más o menos medio siglo, y desde entonces, estos “buenos muchachos”, llenos de plata y apellidos caribeños, trajeron a la fría nevera su sabor de tierra caliente, sus músicas, sus sombreros vueltiaos y su realismo mágico, elementos que con el tiempo se convertirían en epítome de la identidad nacional. 

Los provincianos no se contentaron con pasear su estruendo y su dinero, como Petro por su casa, en la lejana capital. Además la conquistaron. La inmigración caribeña fue la única colonia que no se quedó en el ghetto regional, sino que impuso su cultura a una ciudad orgullosa de sus Caros y Cuervos, Pombos y Silvas. Nadie sabe a ciencia cierta cómo ocurrió eso, ni me interesan aquí los modos, sobre lo que hay interesantes investigaciones sociales[1], pero lo cierto es que los bárbaros atilas del trópico, se tomaron la Capital, desde donde han seguido conquistando otras regiones. Y ese es un pecado que la élite central nunca les ha perdonado. La resistencia ante su avasallamiento cultural se tradujo en una serie de mitos que asocian al costeño con el mal gusto, la pereza, la pernicia, la zoofilia y el caos, entre otras bajezas morales que se hallan en los que René Girard llama “los textos de mistificada persecución”[2], en los que el Otro (el caribeño para este caso) se construye desde un discurso hecho de racismo, discriminación y revanchismo.  

Es verdad que siempre ha existido esa lucha entre el centralismo semi-aristocrático paramuno contra el “arribismo”, literal y muchas veces ilegal, de las regiones bajas; pero lo imperdonable es que los costeños fueran los únicos, aunque ahora lo intentan los paisas, que conquistaron sus templos de la cultura, símbolos de una vieja hidalguía de claro origen colonial. Esto, por supuesto, fue visto como una herejía, un desalojo, una derrota histórica, en que los recién llegados se iban apropiando más que de las cosas, de los símbolos antiguos; caso asimilado al de la compra en masa de títulos nobiliarios por parte de la burguesía revolucionaria en la Europa de hace doscientos años. Aquellos hijos de terratenientes, o en algunos casos “nuevos ricos”, venidos de la periferia nacional se abrieron paso en la centralidad, algunos se quedaron a vivir y siguieron trasplantando su “anormalidad” a los recintos sagrados de la cultura cachaca, a sus universidades de prestigio, museos, zonarosas, andrescarnederes, unicentros y demás instituciones de viejo abolengo, mientras el rencor crecía agazapado en el corazón de una clase oligárquica frente al poder plebeyo desplegado por los intrusos que llegaron con costales de billetes convencidos de que ninguna puerta resistiría el peso de sus pesos. 

Mientras “el gavilán mayor” recorría los pueblos guajiros distribuyendo maletas de dinero y emborrachándose en parrandas eternas, sus jóvenes paisanos llevaban su folclorismo calentano a Bogotá; pero, también, como esta era una colonización eminentemente de jóvenes varones, aquellos se fueron relacionando sexualmente con las blancas, castas y puras mujeres andinas, al punto que “las cachaquitas” son todo un género dentro de las historias del vallenato. Ello además significó otra afrenta para el imaginario de una clase patriarcal en que la dignidad del padre reside en la entrepierna de sus hijas. Ahora bien, ese resentimiento primigenio que encontró portavoces tan calificados como Luis López de Mesa y Laureano Gómez nunca se ha superado, persiste en el ambiente, aunque se disfraza en el discurso de la diversidad nacional. Los valores tradicionales se rindieron al poder del dinero, pero aquellos invasores siguieron siendo vistos como unos “diablos”, portadores de algún mal antiguo; por ello, cuando veo el disfraz que usó Colmenares en su última fiesta de Halloween no dejo de sentir un estremecimiento al comprender que la mascarada dio lugar para la escenificación verdadera de una tragedia mítica en la que el chivo expiatorio se sacrifica al cabo de fiesta[3]. Ese negro con su disfraz de diablo rojo, en medio del grupo blanco con sus trajes de tonos pastel no fue azar, fue una prueba de que la antropología no se equivoca. De alguna manera inconsciente es como si la víctima se hubiese vestido para la ceremonia sacrificial.

La familia Colmenares es heredera de aquella colonización, lo cual se refleja en una serie de detalles que muestran su arraigo provinciano, al tiempo que su modernidad dineraria. El muchacho fue enterrado en Villanueva, aunque sus padres viven en Bogotá hace tiempo, sólo porque uno es de donde tiene sus muertos y en ese sentido el joven regresó al panteón familiar. Es decir, los Colmenares siguen habitando el lugar imaginario de la Guajira, aunque sus hijos crezcan en la capital. El difunto sabía que su relación con una niñita bien de la élite bogotana no era bien vista, de hecho lo expresaba en sus correos electrónicos, por eso la mamá quería que mejor  estudiara en la Nacional; pero hay en su gesto una actitud provocadora que no soporta el poder central. Su padre escaló a importantes lugares académicos y políticos, pero siguen siendo una familia costeña, marginal, negra; creyentes en valores atávicos, al punto que no deja de ser sintomático que el caso se reabra porque el espíritu del difunto se le aparece en sueños a la madre a reclamar venganza, pero ya no la clásica revancha guajira de la sangre por la sangre, sino mediante las herramientas del Estado moderno que están en la capacidad de pagar; pues ahora estas familias contratan investigadores, abogados y forenses, así como antes  contrataban sicarios y hechiceros. Este detalle pinta de pies a cabeza esta clase latifundista, cuyos valores tienen raíces atávicas, pero buscan legitimarse a través de discursos modernos como la educación, la justicia y el liberalismo.

Ancha senda que va al porvenir…

En la otra esquina están los Morenos, Quinteros, Cárdenas y compañía. Ellos son de las estirpes cuyo árbol genealógico se remonta a Castilla y León. Sus hijos son “niños bien”, en todo el sentido de la palabra, de esos que “no matarían una mosca”, de hecho dice Laura Moreno en una entrevista que ella “no permitiría que le hicieran daño a un ser vivo”. Me impresiona tanta candidez. Siempre han visto al mundo desde sus elevados apartamentos de Cedritos o el Chicó. Contrario a los Colmenares que viajan hacia adentro, estos vacacionan en Miami o Canadá. Hablan varios idiomas, pero nunca han sospechado que en este país existan sesenta lenguas nativas. Los hijos de esta élite estudian en Los Andes, La Javeriana, el Externado o El Rosario, visten de una manera descomplicada, aprecian el minimalismo y las tecnologías, tienen mascotas que comen mejor que un habitante de Ciudad Bolívar y tienen empleadas de servicio, choferes y guardaespaldas que cruzan la ciudad para atenderlos. Como quien dice son la créme de la créme

Pero esta clase no se quedó viviendo de sus viejos laureles, sino que se ha modernizado al tiempo que cambia el país. Se les encuentra en la banca, en los ministerios y en el sector petrolero. Han incursionado en nuevos negocios, siempre desde el poder central, pero su intransigencia de clase les ha impedido actuar fuera de la ley, lo que no implica que de manera justa. Han sabido cubrir sus negocios de un manto de legalidad, por lo cual no han tranzado con los narcos, a los que siguen despreciando, más que por ser delincuentes, por su excentricidad y esnobismo, tan contrario a su gusto estético, cosmopolitismo, multilingüismo y etiqueta. Esta clase elitista siempre ha creído estar por encima de lo regional, de la diversidad privilegiada por la Constitución del 91; de hecho se sentían más a gusto con aquel país de la Regeneración, cuyo patrimonio moral eran la familia, el español (Bogotá era la capital ya no de la nación, sino de la lengua) y el catolicismo. Sin embargo, ante la amenaza que representaba la emigración regional, movida precisamente por su misma política centralista, esta burguesía de raigambre aristocrática fue construyendo un discurso de la otredad paternalista para los que llamaban “territorios nacionales” y de claro odio racista hacia las clases periféricas, que no marginales, que les significaban competencia en el orden político, económico y cultural. 

Podría extenderme en muchos aspectos de esta lucha de clases, que no es de pobres contra ricos, sino entre dos tipos de burguesías dominantes; sin embargo sólo quiero llamar la atención sobre el hecho de que en este nuevo siglo aquella rivalidad se tornó tema político de fondo. Para nadie es un secreto que con el uribismo se asentaron en todas las instancias de la centralidad los poderes terratenientes, arribistas, e incluso mafiosos, de las provincias, así como sus valores y su gusto estético siempre rayando lo kistch o lo popular. Uribe Vélez es el mejor representante de esa clase regional y latifundista, premoderna y ultramoderna al mismo tiempo.  Y aunque no era costeño, sus lazos con esa región van más allá de los límites del Ubérrimo en Córdoba. De hecho eso daría para una disertación doctoral, pero querría señalar que el caciquismo uribista fundado en las regiones secuestró el país durante ocho años y trasladó la capital del gobierno de Santafé de Bogotá a Santafé de  Ralito, un pueblo perdido en el mapa del trópico.

Ahora bien, ante a la incapacidad de otras clases para hacerle frente al uribismo, esta tarea la asumió la vieja élite bogotana, en cabeza de su adalid de turno Juan Manuel Santos, quien negociara en su momento con el régimen. La amenaza del caciquismo ha sido sofocada casi en todas las instancias del poder central, aunque se niega a dar por perdida la batalla y llama a la resistencia civil; mientras asistimos a la reacomodación de fuerzas en un clásico movimiento de unidad nacional, que no es más sino la terapia de frente unido que siempre han negociado las élites bogotanas en momentos de crisis, cuya apuesta es la recuperación de las instituciones y de la gobernabilidad, lo que significa la concentración de la nación en sus manos. Lo curioso es que estas dos clases poderosas y enfrentadas nunca se han declarado la guerra total, sino que han preferido “los conflictos de baja intensidad”, los partidos amistosos para medir fuerzas,  las pruebas pilotos donde ponen en juego sus habilidades y saberes; por lo cual no es raro que en ambas orillas se enfrenten dos de los más diestros penalistas nacionales, que en su momento fungieron como abogados de Uribe, y que la batalla legal por el caso Colmenares se esté dando con toda la espectacularidad de los affaires del ex-comisionado Restrepo, Uribito o los Nule, en los cuales cruzan armas fuerzas poderosas ubicadas en las dos orillas de una guerra antigua que una patria boba no ha podido resolver.

Un país grande, una pantalla chica…

Doris Sommer[4] plantea que la novela latinoamericana se constituyó en el vehículo privilegiado para que la élite dominante propusiese un relato sobre la identidad nacional, constituido por sus valores hegemónicos, los cuales deberían servir como baluartes de lo propio, mientras se negaban o invisibilizaban las poblaciones y discursos que se oponían a su visión de mundo. Es decir, que los sectores burgueses, terratenientes y aristocráticos posindependencia intentaron a través de la novela –y de otras expresiones culturales- implantar su ideología a las demás clases nacionales. En ese sentido, no es raro que en nuestros países, al sur del Río Grande, surgiese una narrativa fundacional que echaba los cimientos de las repúblicas recién nacidas a través de historias de amor entre personas de diferentes razas o credos políticos, que a través del matrimonio sellaban una alianza que actuaba como metáfora de los arreglos entre los sectores que se distribuían el poder político. Sin embargo, contrario a la tendencia regional, las novelas genésicas de la colombianidad (María y Manuela)  no tuvieron esa conclusión deseada en que la pareja protagonista sellaba el pacto nacional entre clases en la cama; sino que ambas, con finales idénticos donde la amada muere, señalan un impasse fundacional; es decir, que estas novelas fungen más bien como signo de una imposiblidad, que se corresponde con la incapacidad de las élites en el poder de sellar un acuerdo nacional por medios de la política distintos a la guerra civil, al tiempo que señalan cómo sus valores nunca hegemonizaron del todo a otros sectores emergentes.

Ahora, bien, yo creo que eso que la novela nunca pudo realizar plenamente, lo logró con suficiente competencia la telenovela regional, que actuó como elemento integrador de una identidad plural, mucho antes de que la diversidad fuese propuesta por la Constitución del 91, tal como lo señala Martín Barbero[5]. Este fenómeno televisivo de los dramatizados que se localizaban en las diferentes áreas geográficas de Colombia, echado a andar por programadoras que tenían sus bases en Bogotá, pero alimentadas por  talentos de todo el país, actuó además como una cartografía de la cultura nacional, un verdadero dispositivo ontológico que instauró la idea entre la gran masa televidente, especialmente entre las clases populares, de que esta era una nación de regiones donde cabíamos todos; pero por supuesto que lo hacía desde un relato del exotismo interno, la corrección política y sin problematizar, más allá de lo melodramático, las dificultades de la consolidación de un Estado nacional.

En ese sentido, aunque se mantuvieron a flote los culebrones basados en el modelo “sirvienta se enamora del hijo del patrón”, la apuesta del melodrama criollo más vanguardista apuntaba a superar el esquematismo lacrimógeno del amor prohibido entre ricos y pobres, a través de una narrativa del amor diverso, pero ya no en términos de clases, sino también en clave regional. Así pues, grandes telenovelas como “Café”, “La otra raya del tigre”, “La potra zaina”, “Guajira”, “San Tropel” y “La costeña y el cachaco”, que debe ser la última de su género, nos fueron contando cómo los colombianos podíamos superar las diferencias culturales regionales para abrazar una idea de la diversidad. Esta idea también estaba en la base de la comedia criolla, al punto que “Todos en la cama”, una teleserie sobre jóvenes universitarios venidos de las regiones que convivían en un mismo apartamento en Bogotá, mostraba cómo al final de cada capítulo se resolvían todos los conflictos bajo la misma fórmula del “todo junto bajo el sol”, como dijese el fundador del imperio chino; ejemplo que se convirtió en signo de este discurso. Esta identidad en la diversidad ya no versaba sobre la mezcla amorfa de razas que constituían algo nuevo, como proponían los ideólogos del  “mestizaje” o la “raza cósmica”, sino como una sumatoria híbrida de culturas donde la igualdad se construía sobre lo que nos hacía diferentes; de tal manera que el doctor de la capital se podía casar con la muchacha de la región y viceversa.

La fórmula fue exitosa, al punto que se multiplicó y se vendió al vecindario. La diversidad regional se había convertido en una marca de fábrica de la televisión propia y en ella estuvimos dispuestos a creer. Así pues, el género de la telenovela, que congregaba millones de colombianos de todos los ámbitos en torno a sus arriesgadas tramas, propuso un relato nacional fundado sobre el “pacto moral” entre clases, de tal manera que en el matrimonio final de los protagonistas se sellaba el maridaje entre clases y regiones de una forma acrítica. Este tipo de dramatizado, con excepciones como “Azúcar”, construía un relato edulcorado que negaba toda noción de pérdida, de duelo, o de exclusión histórica de ciertos sectores subalternos; de tal manera que el mundo no se dividía entre clases sociales, sino entre buenos y malos, cachacos, paisas, costeños y demás. 

Esa narrativa funcionó casi dos décadas, pero se empezó a cuestionar al mismo tiempo que se comprobaba la utopía de la nueva Constitución que promulgaba la igualdad en base a la diversidad, lo cual ocurrió a final de siglo, a raíz de dos fenómenos fundamentales de nuestra historia reciente: el fracaso de los diálogos de paz del Caguán que convenció a muchos que no todos cabíamos bajo la misma bandera y el proyecto parapolítico que se propuso refundar la patria para imponer el pensamiento único a todos sus ciudadanos, bajo la idea dominante de la seguridad nacional, buenos y malos, ciudadanos de bien y terroristas, amigos y enemigos. Esto daría para otro ensayo, pero me interesa observar que en el decenio uribista en que propuso una única lectura de país construida desde la centralidad de Santafé de Ralito, la gran derrotada fue la telenovela regional que se extinguió como género, para darle paso a la telenovela humorística o a la narconovela. Al punto que en un enlatado como “Chepe Fortuna”, se privilegiaba el maridaje entre clases tropicales, con una visión bastante paternalista de los pobres, siempre felices en su miseria, pero negando cualquier posibilidad de encuentro entre cachacos y costeños. Como si dijera “que cada uno sea feliz en su árbol”, aunque para ello tuviesen que convertir a los foráneos en personajes malos, muy malos.

Una telenovela sin happy end…

Lo anterior se relaciona con el caso Colmenares porque, contrario a la idea del abogado de las implicadas que dice que “Los medios convirtieron esto en una telenovela”, a mí lo que me parece es que esta historia funciona más como una anti-telenovela, en tanto se convierte en un relato fundado sobre un nuevo “impasse”; es decir que nos cuenta aquello que nunca podría ser en el universo cerrado del teledrama. Este caso de crónica roja, con todas su intrigas por medio, actúa como un relato opuesto al culebrón porque lo que debió ser una historia de amor telenovelesco entre jóvenes hermosos y adinerados que superaban sus mínimas diferencias para vivir felices y comer perdices, terminó derivando hacia una trama macabra en la que el dinero y el poder han terminado por asesinar a la Verdad, en tanto ya no importa qué definan los jueces, nunca se sabrá qué ocurrió aquella noche de Halloween; de tal manera que el espacio del melodrama es conquistado por el terror, tal como lo sospecharan los Mauricios en “La mujer del presidente”, que funcionó como preludio de lo que pasaría después con el país y con la televisión. 

Así pues, el hecho de que hayan desaparecido los registros de las cámaras de televisión, implica que el audiovisual ya no puede dar cuenta de las consecuencias profundas del poder económico y político en la realidad nacional. Es como si de la historia rosa pasásemos al absurdo de la imagen, en el que a la telenovela le cuesta reconfigurarse a sí misma en un espacio imaginario que se ha visto permeado por la cruda realidad del acontecer nacional. En ese sentido, lo terrible para el receptor de telenovelas es que en este dramatizado, en el que todos los implicados parecen representar un papel, lo cual es evidente en sus intervenciones grandilocuentes, ya nadie habla del amor; basta escuchar la entrevista que le hicieron Semana y El Tiempo a Laura Moreno, para ver que la palabra “amor” está desterrada de su lenguaje, en ese sentido, habla en términos de la Ley, como si esta fuese ajena al mundo de los humanos, máxime cuando está hablando de la muerte de un muchacho del que supuestamente estaba enamorada. Entonces, ahí donde el amor se doblega ante la Ley, no nos queda otra cosa que salir huyendo de la televisión para buscar refugio en lo real.

Lo terrible del dramatizado Colmenares es que disloca los puntos de referencia sobre los que el espectador tradicional leía el mundo desde el horizonte interpretativo del melodrama. Es imposible trazar la línea fronteriza entre buenos y malos, lo cual apunta a ese impasse en la lectura de nuestra realidad nacional. Jovencitas hermosas, blancas, pero no rubias, como Jesi Quintero y Laura Moreno pueden ser portadoras de un mal difícil de asimilar en tanto serían las protagonistas perfectas de un teledrama. El joven difunto también se pliega al papel de moreno chévere impuesto por la pequeña pantalla. Incluso los padres de las partes se amoldan al ideal de “gente buena”. En ese sentido, el absurdo adquiere forma y desemboca en lo horroroso cuando el espectador intuye que el discurso amoroso se difumina, que las relaciones signadas por la diferencia no pueden salir adelante, que vivimos una sociedad clasista en la que los matrimonios entre pobres y ricos no dejan de ser una fantasía que ocurre en la tierra utópica de la telenovela, y que ni siquiera la alta sociedad mira con buenos ojos los matrimonios entre pares, si entre ellos se interpone el acento de lo regional.

El caso Colmenares extirpa el ideal de esa Colombia diversa, cuyo máximo símbolo era la selección que jugaba de una forma tropical con gente de todas las regiones. Una mezcla de mechudos, calvos, rubios, morenos y blancos. Por supuesto nunca estuvo el elemento indígena por allí. Pero así como aquel ideal del toque-toque era lo nuestro, el “uno juega como vive” y el “perder es ganar un poco”; entrado el siglo volvimos a empezar de nuevo, a cuestionar esos valores, sin encontrar valores sustitutos. En ese sentido, no comparto la idea expuesta por Daniel Samper Pizano, quien en una columna reciente, sostiene que este caso implica un regreso a los tiempos anteriores al Bogotazo, cuando los dramas de las páginas judiciales captaban la atención de un público popular. Por el contrario, me parece que este proceso no ejemplifica el retorno al tiempo de los dramas privados, en tanto lo que está en juego no es simplemente la historia de un crimen pasional entre los nadies, tal como ocurría entonces; aquí el caso no es más sino la punta de un iceberg social y político, en ese sentido, este es un drama que, más allá de sus protagonistas con nombre propio, recoge lo trágico de la identidad nacional, por lo tanto pareciese que nos compete a todos, a esa comunidad imaginada que actualmente sólo puede dar cuenta del fracaso del proyecto nacional fundado en la diversidad, que adquirió cuerpo estatutario en la Asamblea Constituyente, pero que ya se había asentado en la música colombiana, en la telenovela y en la selección de fútbol.

Coda

En tiempos en que la nación se trenza en una lucha encarnizada entre contrarios de la misma clase, que parece desbocarse hacia una nueva oleada de sangre, tal como lo advierte William Ospina en una columna reciente de El Espectador, es evidente que la diversidad subyace en el fondo de la cuestión. Lo cual no sería tan extraño si uno piensa que en otras ocasiones la gente se mató por cosas como el color de una bandera. Entonces cuando veo que en la televisión se promociona “El desafío, la lucha de las regiones. El fin del mundo” que tiene tan buen rating desde hace tiempo o cuando en los foros de los medios la gente se desafía a muerte por su gusto futbolero, detrás del que se esconde un regionalismo rampante; uno está dispuesto a creer que el caso Colmenares sobrepasa su propia identidad como cosa en sí y se convierte en signo de distenciones más profundas que atraviesa el país en este momento. En tal sentido, este teledrama actúa como el pitido de una olla de presión que sigue fracturándose por las fuerzas centrífugas del federalismo que luchan por escapar o conquistar el centro.

Finalmente, creo que este caso ha generado tanta expectativa ciudadana porque recoge el impasse de un encuentro periferia-centro nunca superado, al tiempo que muestra el propio impasse de la telenovela regional que surgió como respuesta a aquél proceso de hibridez siempre cuestionado.


[1] Véase: Wade, Peter (2000). Música, raza y nación. Música tropical en Colombia, Chicago: Universidad de Chicago.
[2] Girard, René (1986). El chivo expiatorio. Trad. Joaquín Jordá. Barcelona: Ed. Anagrama.
[3] Véase: Girard, René (1984). Literatura, mímesis y antropología. Trad. Alberto L. Bixio. Ed. Gedisa. Barcelona; Girard, René (1986). El chivo expiatorio. Trad. Joaquín Jordá. Barcelona: Ed. Anagrama.
 [4] Sommer, Doris (2004). Ficciones fundacionales, México: FCE.
[5] Véase: Martín-Barbero, Jesús y G. Rey (1999). Los ejercicios del ver: hegemonía audiovisual y ficción televisiva. Barcelona: Editorial Gedisa; Martín-Barbero, Jesús y Sonia Múñoz (Comp.) (1992). Televisión y Melodrama, Bogotá: Tercer Mundo; Martín-Barbero, Jesús (1988). Matrices culturales de las telenovelas. Estudios sobre las culturas contemporáneas, 2; Martín-Barbero, Jesús (1987). “La telenovela en Colombia: televisión, melodrama y vida cotidiana”. En Diálogos de la Comunicación, No. 17: Lima; Martín-Barbero, Jesús (1987). De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. Bogotá: Tercer Mundo.

jueves, 1 de marzo de 2012

Antonio en busca del Dorado


Apaporis es un documental  que retrata una lectura, una búsqueda y un fracaso. 

Para lectores incansables, como estos ojos míos que deletrean y ven cine, la película nos habla en primera instancia sobre el acto de leer y los peligros que ello encierra. El documental, con sus escasos ochenta minutos de duración, nos sumerge en la aventura de viajar por un texto. Al principio nos dice que Antonio Dorado, un director que se hizo un nombre rodando “El Rey” con una estética que desafiaba la concepción de la narconovela, ha sido arrastrado por la portentosa corriente prosaica de El río, libro que otro lector voraz como Wade Davis escribiera para entrelazar sus aventuras amazónicas con las de su predecesor Richard Evans Schultes. Las imágenes nos muestran al realizador hojeando un ejemplar sobre el que ha cometido el flagrante delito de inscribir apuntes, subrayar con colores vistosos líneas llamativas, doblar páginas y otras pequeñas indelicadezas, propias de quienes atraviesan el paisaje de las palabras dejando los rastros de su paso como machetazos en la corteza de los párrafos.

A partir de esa lectura se transforma el horizonte selvático de Dorado, decide ir tras las huellas de Davis, así como este siguió a Schultes en su travesía hasta el Apaporis. En ese sentido, el documental, como en un juego de espejos, cuenta la lectura de una lectura e intenta escribir en imágenes lo que su antecesor plasmó sobre papel de pulpa amazónica. Veamos si lo hacemos más comprensible: Schultes estuvo en las reservas de Yuruparí casi una década a mediados del siglo pasado, contó arboles de caucho, descubrió muchas especies y saberes de la jungla, fotografió a los indígenas, sin duda fornicó con ellos, y fue el primer blanco que muchas tribus conocieron. La figura de este antropólogo medio loco –no es preciso estar muy cuerdo para incrustarse monte adentro tanto tiempo- sigue levantando polémicas. ¿Era un investigador visionario o un agente del imperialismo? ¿Amaba a los indios o sólo quería robarles sus secretos? En todo caso, esa figura enigmática, con sus gafas redondas y su cara de muchacho taciturno, entusiasmó a Davis a seguir sus andanzas, contar su historia y de paso redactar El río que es todo pasión por esa jungla que atraviesa el Apaporis. Antonio leyó el libro y se fue a Washington a entrevistarse con el autor, para después terminar incrustado en el Vaupés siguiendo los rastros de los dos gringos que le antecedieron.

Hace un par de años, Carlos Palau mostraba en su película En busca del paraíso la aventura de la inmigración japonesa al Valle del Cauca en busca de la tierra que cantaba Jorge Isaacs en María. En ese sentido, Apaporis también se inscribe en esa categoría de los relatos sobre los peligros de la lectura, pues, como ya lo experimentase un caballero de triste figura, hay libros que nos mueven a la acción, en tanto cuentan mundos que quisiéramos atrapar de una manera más concreta, al punto de inducirnos a visitar lugares que ya conocemos a través de palabras mágicas, de imágenes que vienen de un tiempo anterior a la lengua. Así, pues, como un quijote amazónico, Antonio se adentra al corazón de las verdes tinieblas en una aventura fílmica que no es otra cosa sino la constatación de que ese universo narrado por otros todavía existe; la diferencia estriba en que el ingenioso hidalgo sólo pudo encontrar un mundo caballeresco en su locura poética, mientras Dorado sí logra bordear el espinoso terreno de la leyenda en carne propia. 

El realizador caleño viajó al Apaporis armado de cámara, luces y micrófonos para contarnos esa aventura, pero lo hace llevando como equipaje un armazón de referencias culturales de nuestro tiempo, pues no podemos desprendernos de lo que somos. En ese sentido, para los que creyeron que esta era un película que por fin iba a darle la palabra a las tribus que habitan la ribera, siento decepcionarles, este es un documental preparado por un realizador mestizo que nos cuenta un viaje a la selva, en el que, como en toda historia de viaje, hay una transformación, un aprendizaje, una ruta odiséica de la que no se puede volver sin cicatrices en alguna parte del ser; pero como el viajero y el espectador no son tábulas rasas, la película se construye como un encadenamiento de signos de la contemporaneidad, en tanto es imposible entrar al Amazonas desprovisto de la enciclopedia simbólica occidental. 

Así como los cronistas de Indias adaptaron el mundo concreto que descubrían a una serie de imaginarios que orientaban su visión, sus sueños y sus búsquedas, Antonio Dorado también lee ese espacio y nos lo transmite en diálogo con esa semántica de las tierras voraginosas que contasen fray Gaspar de Carvajal, Humboldt, Rivera, Cassement, Molano o Castro Caycedo. El Amazonas funciona como un cronotopo literario, un espacio-tiempo colmado de asociaciones naturalizadas, de tal forma que su mitología está presente a lo largo y ancho del documental. La selva se asocia a nativos virginales, caucherías, jaguares, anacondas, curare, cocaína, conflicto, yagé o canibalismo, por lo que sigue siendo el espacio donde se oye “el chasquido de la mandíbula, que devora con temor de ser devorada”, como poéticamente dijese José Eustasio.

El documental desmitifica ciertas lecturas convencionales, pero también incurre en otras como la insistencia en presentar el mundo del salvaje como el espacio de la magia, lo que implica que no puede escapar del círculo hermenéutico del salvajismo, el universo del mythos que se antepone al del logos sin renunciar a lo que Sontag llama “la vertiginosa atracción moderna por lo ajeno”[i]; aunque se diría que su apuesta última está en darnos una visión personal de un cosmos que a pesar de pertenecer a la patria se inscribe en nuestra aldea visual desde la experiencia televisiva de Discovery Channel o National Geographics. El espacio amazónico está tan contaminado de celuloide y tinta que es imposible contarlo como si nadie lo hubiese visto antes, pues sabemos que no hay nada nuevo bajo los árboles. Sus imágenes son antiguas, mitologizadas, filmadas y reproducidas en todos los formatos, al punto que lo verdaderamente nuevo en Apaporis es la mirada del realizador. Bienaventurado Robert Flaherty que pudo filmar el génesis visual de los mundos aborígenes, pues actualmente la novedad ya no radica en el tema tratado, sino en el ojo que lo filma, un paso de lo objetivo a lo subjetivo, al punto que lo bueno de este documental es que lo haga un hombre que se llama Antonio Dorado, y no Pirry o Michael Moore.

De otra parte, Apaporis es el relato de una búsqueda. El documental funciona como una pesquisa antropológica. Antonio viaja a la selva con imágenes ampliadas de las fotografías que se tomó Schultes en la década del cuarenta con los nativos. Allí en esas imágenes, que retratan a unos hombres de una esfera adánica, el botánico norteamericano es inconfundible entre los rostros curtidos de monte, las sonrisas confiadas, los cuerpos atléticos y la belleza de clorofila de los indígenas. Sin embargo, observando este tipo de imágenes etnográficas siempre nos queda el agujero incoloro de la presencia del Otro. Las miradas de los aborígenes nos enfrentan desde un lugar de la innominación, parecen atravesar la piel de la foto para contarnos una existencia que se escapa por las costuras de su visualidad. Schultes, el hombre blanco, es mundialmente conocido, pero se sabe muy poco de sus acompañantes, como si no importaran, como si fueran parte del paisaje. Surge, entonces, la inquietud por el Otro y es eso lo que motiva la indagación río arriba. Dorado viaja con las fotografías que enseña a todo el que se cruza. Su búsqueda es impaciente, pero parece que el olvido ha ido tiñendo con una pátina de tiempo la memoria de esos ancestros de los actuales nativos. Es como si la manigua se hubiese tragado esos rostros del paraíso. 

Yo me atrevo a  afirmar que esa búsqueda de unos hombres, compatriotas nuestros, tragados por el tiempo, tan perdidos en nuestros registros nacionales, como Arturo Cova al final de La Vorágine, es el componente ético, estético y étnico, que llena de sentido y vida al documental. Schultes quizá no se preocupó por preservar para la posteridad la identidad de aquellos indígenas. Los fotografió en la plenitud de su belleza salvaje, pero su acercamiento visual pasaba por el ojo del explorador blanco que retrata un mundo amenazado, más interesado en preservar una estética del cataclismo que la humanidad de esas personas. Schultes se preocupó por registrar más de doscientos nuevas especies botánicas, que constituyeron verdaderos descubrimientos para la ciencia de su tiempo, pero dejó un espacio en blanco en sus diarios de campo en el que deberían aparecer registrados siquiera los nombres de aquellos nativos con los que convivió tanto tiempo. Es entonces que la lucha por la memoria de los invisibles, aquellos que viven en la espalda del mundo, adquiere pleno sentido. Dorado va a la selva a rescatar a unos compatriotas secuestrados por la historia, la suya es una misión humanitaria casi solitaria, sin las estridencias de las operaciones comandos; pero ese gesto suyo tan hermoso vale toda la película. De hecho, el momento más emocionante del filme es aquél en que un sobreviviente de tiempos remotos puede bautizar para la cámara a esos espectros del pasado que como fantasmas del monte nos han acompañado en la travesía. Así pues, Antonio ha saldado una deuda de más de medio siglo con aquellas comunidades y le ha arrebatado una astilla de memoria al olvido.

Apaporis también es, finalmente, el relato de un fracaso. La desilusión se apodera de nosotros cuando comprobamos una vez más que el universo cosmogónico de los nativos es intraducible en imágenes. El director nos muestra una serie de postales de las comunidades, entrevista a unos cuantos chamanes, acompaña a los aborígenes en la preparación del curare, en el trabajo de la chacra o en la cacería, incluso ellos escenifican algunos de sus ritos ancestrales ante la cámara; sin embargo, la esencia profunda de su cultura se hace inaprensible, incomunicable. Una voz en off  nos cuenta las impresiones del viajero, pero no logramos penetrar la identidad de lo Otro. El indígena es filmado con esmero y gracia, nos enseña su presencia atlética, unas manos, un cuerpo cosificado por el lente, unas palabras atrapadas en el magnetófono; pero la vida profunda de las comunidades, su relación con la trascendencia, el patrimonio intangible de su cultura sigue estando en el lugar de la no-imagen. El Otro no se puede contar si no es desde sus códigos y ya sabemos que el cine es un arte occidental. El armazón cultural de los pueblos del Apaporis se expresa en formas del lenguaje que han germinado durante generaciones entre las hojas y el vapor de agua, pero ello es infilmable, de tal forma que las imágenes que la cámara atrapa al vuelo no son más sino un pálido reflejo de un cosmos preñado de arcanos silvestres. 

Hay una escena en la que Antonio Dorado saborea los mojojoys ofrecidos por los nativos, luego mira a la cámara y nos dice que este alimento “sabe como a maní”. En ese “como”, conjunción que articula un símil cultural, radica todo el ejercicio audiovisual de la película. Es decir, tenemos un documental que intenta traducirnos un universo mítico amenazado por el inexorable empuje del hombre blanco en el que cada una de sus secuencias funciona como portadora de ese “como”. Vemos a los indígenas “como” nos los imaginamos, pero su esencia no está en la imagen. Observamos el río “como” lo atrapa la cámara pero su significado profundamente ancestral se desborda por los rápidos del Jirijirimo. Seguimos a Dorado en su aventura “como” sus compañeros de viaje, pero debemos recordar que nuestro lugar es el silente mundo acolchado de la sala de cine. Vemos muchas cosas, incluso a un cazador que devuelve la vida a una paloma frente a la cámara “como” si observáramos un milagro, pero la oscura naturaleza de lo trascendental, la noria en que se tasa la vida y la muerte en la selva, el terreno por el que divagan los espíritus del jaguar y la anaconda no se pueden filmar, al punto que uno descubre que más allá de un alegato por la preservación de la riqueza cultural de unos pueblos, el documental no nos puede contar cómo es esa riqueza. Y esta bien que así sea, pues el misterio aunque perceptible a los ojos, es incomprensible a la razón.

La cámara no puede apresar más allá de lo objetivo, con lo cual evita aquello que no puede contener, en ese sentido, lo que en un principio se propone como un viaje al corazón del Apaporis no es más que una colección de retazos, sombras, cantos entonados con el ritmo profundo de la tierra, en ese límite en que la sustancia viva se vuelve materia de eternidad, por lo que el documental deviene en una river-movie imposible, sus imágenes danzan en un movimiento satelital en torno al Otro, pero no iluminan más allá de la superficie. El relato se hace paisaje o cuerpo, pero no puede traspasar la fisicidad óptica del video. El Otro sigue siendo el Otro, inaprensible, inabarcable, inalienable. Nuestra fascinación por el Otro, compartida por Dorado, se torna en una búsqueda de lo absoluto, un esfuerzo sincero y vano por tratar de atrapar lo inalcanzable, pues, como alguna vez afirmase Levinas, en el Otro siempre hay una excedencia de su ser. La otredad es lo que no se puede filmar, aquello sobre lo cual “no puedo poder”[ii], por ello el documental, que se anuncia como un viaje en busca del Otro debe derivar obligatoriamente hacia la búsqueda del mismo. Más que del objeto-indio, Apaporis nos habla de un sujeto-director que quisiera asumir la vocería de los aborígenes –cosa que plantea en algún caserío por el que pasa- pero que termina hablando de sí mismo y también de nosotros, siempre fascinados por el salvaje, pues como sostiene Roger Bartra, el salvaje que puebla toda las fantasmagorías occidentales no es más sino un mito del logos europeo para validarse a sí mismo[iii]

En ese sentido, ese salvaje que aparece en Apaporis es un hombre europeo, en tanto la otredad que la cámara filma “es independiente del conocimiento de los otros”[iv], pues –parafraseando al mismo autor- remite a una estructura conceptual-cinemática que sirve más para explicar o criticar las peculiaridades de la civilización moderna, que para comprender a los otros pueblos, a las culturas no occidentales. Así, pues, en consecuencia con una tesis de Susan Sontag sobre el antropólogo como héroe, tras los pasos de los misioneros, “vinieron los humanistas seglares, imparciales, respetuosos, que no fueron a vender a Cristo a los nativos, sino a predicar, una vez de regreso en su mundo, razón, tolerancia y pluralismo cultural a los públicos literarios burgueses”[v], y es evidente que la película está hecha por un realizador humanista para nosotros los espectadores mestizos que rezamos en español y asistimos a las salas a atiborrarnos de crispetas y coca-cola.

Finalmente, termino de ver la película esperando que alguna vez pueda conocer ese río, síntoma inequívoco de los peligros de la cinefilia; que algún día le podamos poner nombre a todos los invisibles de nuestra historia, y que, tal vez, llegue un tiempo en que los indígenas puedan contarnos su mundo desde una mirada propia hecha cine, pero mientras eso pasa, Apaporis es una película hermosa, necesaria y urgente.



[i] SONTAG, S. (1984). Contra la interpretación y otros ensayos. Trad. Horacio Vásquez Rial. Seix Barral. Barcelona. Pp. 106.
[ii] LEVINAS, E. (1977). Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sígueme. Salamanca. Pp. 63.
[iii] BARTRA, R. (2000 - 2001). “El mito del salvaje” en Ciencias. No. 60-61. UNAM. México. Pp. 88-96.
[iv] Ibíd. Pp. 89.
[v] Ibíd. Pp. 112.