domingo, 24 de noviembre de 2013

Crónicas de Surgencia

Un viaje a la frontera bogotana

He sido editor de la revista Surgente durante siete años y catorce números. Le he dicho que no a muchos textos y he aprobado un poco menos de doscientos trabajos que se han publicado en este tiempo. Entre todos esos escritos se nos han colado unas setenta crónicas, para un promedio de cinco por número. De ellas hay muchas notables, la mayoría de un nivel medio y unas cuantas de las que todavía me avergüenzo. Hay cosas que hoy no permitiría que se publicaran, ni siquiera bajo tortura, chantaje emocional o amenaza de excomunión. A pesar de esas excepciones infames, la crónica ha sido el género predominante en la corta historia de esta publicación neoñerística y quizá el que ha dado los mejores frutos, pero en un principio no fue así.

En su génesis, la Surgente se pensó como una revista miscelánea donde había espacio para todo, como en cualquier tienda de barrio, desde el horóscopo hasta el consultorio sentimental; sin embargo, la primera convocatoria ya mostró por dónde le entraba el agua al coco editorial. En el primer número con el que saltamos al ruedo ya había una sección titulada “Ambiente familiar” con un subtítulo que rezaba “crónica urbana”, a la que fueron a parar cinco escritos que suponíamos ameritaban tal clasificación si nos guiábamos por el peso atómico de sus intenciones. Vuelvo a ese número sietemesino, con la vergüenza del padre al que le ha nacido un hijo monstruoso, y me encuentro con una Fantasía de asfalto que me pone a pensar en el estado de alucinación con que fue concebida esa vagabundería literaria, sigo con Uy, sopas el camión y descubro una ficción bienpensante y mentirosa; más adelante una cosa, un entelequia, un organismo, una sustancia, o como se le quiera llamar,  intitulada ¿Quién habrá inventado la basura?, que no pasa de ser una especie de masturbación ideológica del mamertismo más rancio; a la cual sigue un relato de una página sobre el festival de cine de Santafé de Antioquia que no es crónica, no es chicha, ni limo-nada. Lo único rescatable de aquella primera aventura en un género casi que desconocido para nosotros es un texto escrito por el camarada Morris sobre la travesía del río Tunjuelo del año anterior.      

Alguien pensará que estoy juzgando con dureza nuestro propio pasado, pero ya Borges dijo que el pasado solo es arcilla que el presente labra a su antojo. Y desde aquí, desde ahora, mirando las cosas con cierta objetividad, lo cierto es que en aquél tiempo éramos jóvenes y bellos, pero unos burros en materia editorial. Eso sí, unos asnos dispuestos a cometer errores y aprender por el camino. Cosa que se empieza a notar en los siguientes números. Para el segundo tiraje, las crónicas publicadas tienen más carnecita, se nota que son producto de un trabajo más dedicado, se van librando de la ficción y se van haciendo más robustas. De aquél segundo número surge una crónica sobre la diversidad de los jóvenes usmeños, un recorrido en bus por la localidad, una reseña sobre las cocinas y los sabores de Sumapaz y el relato de una búsqueda en que se trenza la historia nacional con la memoria personal. Más allá de un diseño como para el museo del horror, en que se fundían títulos en negro sobre fondos oscuros, y de que el tamaño de las fuentes dio pie a la leyenda de que más de un lector había perdido sus ojos tratando de descifrar aquella maraña de palabras, ya se vislumbraba un camino posible.

El verdadero salto cualitativo en la crónica surgentística se dio en el tercer número. Allí se publicó la primera entrega de la saga del neoñero enviada por Jaime Barragán desde México. Debió ser la lejanía, el exilio o la necesidad de comunicarse con los parceros del barrio, pero en aquella primera crónica Jaime casi que instituyó una agenda del tipo de textos que deberían primar en una revista que se autoendilga el adjetivo periférico-marginal. Barragán escribía aquellos primeros párrafos desde los huesos, con hambre y escalofrío, con el sentimiento del náufrago, pero sin sentimentalismo. Su relato era de una honestidad apabullante, se diría que iba dejando la piel en cada oración, sin preocuparse por la forma literaria, pero sin mentirse, ni mentirle al lector. Además, aquella crónica se proponía como la primera entrega de una serie que se prolongaría a través de otros siete números, con lo cual descubrimos que una buena historia puede ser un texto de largo aliento que busca la complicidad de un lector que desprecie las comidas rápidas. Así pues, con solo tres números andados, se hizo la luz. Con Barragán también aprendimos que la única historia que valía la pena ser contada era la propia, la de nuestro lugar en el mundo, la memoria de nuestros padres y amigos; la de la esquina, el parque y el barrio. Esos pequeños dramas marginales que nunca encontrarían lugar en el gran relato de país que construye el poder dominante. Así pues, narrarnos a nosotros era cumplir la máxima tolstoiana de ser universales cultivando el jardín de nuestra casa.

Después se vinieron en seguidilla los números cuatro, cinco, seis y siete, acompañados de un concurso literario en el que la crónica fue una invitada de honor. De esos tirajes, muy a vuelo de pájaro, debo reseñar trabajos que bien merecen la visita de un buscador de graciosas gemas literarias. Cazucá, un relato que no termina era la radiografía de lo que implica ser un joven en la frontera de las metrópolis del sur del mundo, pues en comunas, favelas, chabolas o villas miseria, el no futuro adquiere el mismo rostro de los mismos pobres. En Posible forma de reconocer un neoñero modelo 82, un joven de barriada rememoraba diversos tránsitos que definían toda una experiencia generacional. Polvo eres y en polvorero te convertirás es una crónica sobre lo que significó la pérdida de la tradición pirotécnica para muchas familias del sur bogotano. Suerte y a la orden recoge la experiencia de una joven que vende chance, mientras va conociendo al traque, un habitante de la calle habitual de Santa Librada. Y Una casa, siete entradas, es una narración sobre las particularidades de una pajarera de Yomasa en la que llegaron a cohabitar 140 personas.

Tiempo después, tras un número maldito, realizamos el tiraje nueve en el que debutaron quince nuevos narradores en el subgénero de la crónica testimonial. Relatos rebosantes de vida que trazaban una cartografía sobre las diversidades juveniles que habitaban el territorio, experiencias dolorosas, de superación personal, de apegos a ciertos lugares o simples anécdotas curiosas de la cotidianidad local. De esa experiencia, por ejemplo, viene uno de los grandes descubrimientos de la surgencia, un muchacho de Sucre que envió la crónica A lo malevo, un texto germinal que ya anunciaba al escritor que se acaba de ganar el premio distrital de dramaturgia. Después realizamos otros procesos de formación, convocatorias y concursos de donde emergieron nuevos narradores que llenaron de historias las páginas de los últimos cuatro números de la revista Surgente, los que no vinieron sino a confirmar lo que ya era una sospecha: habemus cronistas.

Así esbozada, esta es la historia de un camino de búsquedas y hallazgos. Nadie nos dijo cómo hacerlo, cuál era la fórmula del éxito, ni qué historias deberían ser contadas. La crónica se impuso por sí misma, se impuso como una exigencia ética y estética apropiada a una realidad concreta. Nació del encuentro azaroso entre una forma, una mitología local y un medio de propagación. Si nosotros no lo hubiésemos hecho, es seguro que habría hallado otros caminos para ser en tanto ser. Las historias no nos las inventamos, estaban allí a la espera de ser narradas. Nosotros solo tiramos la piedra al agua y dejamos que las leyes físicas hicieran el resto. La crónica nos encontró antes que nosotros la descubriésemos a ella, pero nos encontró porque salimos a la noche oscura de la literatura local con linternas nuevas que alumbraban en todas direcciones, por un natural presentimiento de novedades. En ese sentido, la Surgente, que nació de pequeñas casualidades, fue creciendo, fue creciendo, y en ese ejercicio de ampliar sus horizontes fue definiendo una forma literaria que no es exclusiva de nosotros, pero que es una marca de la casa.

Ahora bien, leer las setenta crónicas publicadas hasta ahora es embarcarse en un viaje hacia la última frontera de la Ciudad. Lejos de la centralidad capitalina, al sur del sur, allá donde el círculo se vuelve circunferencia y la carne es solo piel, donde ha ido surgiendo una palabra verdadera, honesta, pringamosera, que no necesita de la ficción para hacer sentir su vitalidad creativa. En esta antología de la no ficción se han ido desgranando, página a página, las preocupaciones, sueños, miradas y paisajes de un territorio vasto, nuevo y fronterizo. El Sur, como gran topos de la crónica surgente respira en cada relato. Allí están, uno a uno, los personajes que cualquiera de nosotros encuentra por estas calles tendidas a pulso y ojímetro. Allí están reunidos todos los perdedores, los desterrados por el sistema hacia las orillas, pero también los que desde la última fila levantan la mano y piden la palabra. Y también están allí las historias que en el barrio son chisme, habladuría popular, cuento de vecinos, leyenda urbana o anécdota fugaz. Así pues, saltando de palabra en palabra, uno siente que en la crónica ya todo está dicho, pero todo está por decir, como ese ornitorrinco que sorprendió a los ojos ávidos de milagros, en tanto les recordaba siempre lo conocido; en tanto, la frontera, real o imaginada, es ese escenario en que lo viejo se renueva, lo nuevo ya es pasado y lo sólido –como dijese Marx- se desvanece en el aire, por lo que se precisa de un género también fronterizo, entre el periodismo y la literatura, que le permita una carta de ciudadanía.

Ahora bien, aunque el camino es largo y culebrero, no quisiera despedirme sin recordar a ese gran cronista que es Gay Talese, quien dijo: “Yo solo quiero transmitir el asombro de la realidad, la corriente ficcional que fluye bajo el río de la realidad”, opinión que nos recuerda que la crónica descansa allí donde parece que no pasa nada, donde lo real cotidiano se ilumina solo para los ojos de quien sepa mirar. En ese sentido, en Usme las historias están al alcance de la mano, como a la búsqueda de un autor, y para la muestra un par de botones: un viejito que ha pintado miles de avisos comerciales a mano alzada, en unas letras grandes y deformes, solo por un par de cervezas; un carnicero que una vez se hizo crucificar y tiempo después se enterró vivo para evitar el cierre del matadero local; un hombre que pastorea un lote de diecisiete gallos de pelea en un parque; una señora que vende leche de cabra llevando un rebaño de chivas amarradas por la calle; un líder comunal que ante el asombro de una multitud le hizo el amor a una motocicleta de alto cilindraje; unos personajes como el reportero del sur, Julio Valencia, el Grave o el payaso Hénser que parecen salidos de una novela de aventuras decimonónicas, un barrio que fue fundado por desmovilizados del M-19 y otro por sobrevivientes de Armero; un fallo de indemnización colectiva por el caso doña Juana que sacudió la vida de los vecinos del relleno; unos motociclistas que venden el arroz, el arroz, el arroz con leche; un locutor que le pone su voz a toda la publicidad de megáfono; unas negritas que venden cocadas en todos los portales de Transmilenio sin que nadie se los prohibida o un poeta local que falsificó títulos de pregrado y posgrado para aparentar que estudió lo que todos sabemos que no estudió.  

En fin, son tantas las historias que merecen ser contadas, que el Taller de Escritura Creativa Surgente lo que hace es abrir la puerta para el encuentro con los relatos de una localidad en la que siempre ocurren historias que no son noticia, eventos que no alcanzan el grado de desastre natural o muerte violenta, pero que dan cuenta de esas vidas anónimas que exigen su lugar en el gran relato de una Ciudad que se dice humana.