
El pintor
español experimentó el horror de una guerra irregular que libraron millones de compatriotas
para expulsar al invasor francés de su territorio, de tal manera que esta
cercanía con la muerte no es solo un motivo pictórico. En su serie temática no
se regodea en el horror, sino que presenta unos grabados desprovistos de
color o artificios, en los que las líneas expresivas parecen trazadas con las
uñas. Goya rehúye de cualquier estetización de la violencia, en ese sentido,
sus cuerpos mutilados, cosificados por la fuerza irracional de la guerra, no son
postales para la galería, sino signos de un horror sin nombre que el artista
intenta conjurar. Cada obra recupera la humanidad de las víctimas en su
retrato sin edulcorantes de la pasión de un pueblo por su libertad. Es ahí donde
su arte establece una frontera insalvable con la pornografía.
Por su parte,
al cineasta colombiano no le interesa la humanidad de sus personajes, solo
busca una belleza de bodegón en la que el hombre tendido representa una
masa de carne magullada, generando una composición que hará las
delicias de quienes creen que en el cine todo son formas, volúmenes y
relaciones espaciales. Efectivamente, el director logra una toma que uno podría
decir que es bella, si no fuera porque ha convertido a un hombre en un objeto
decorativo. Vuelvo y lo repito: Andrés Báiz Ochoa, Andi para los amigos,
cineasta colombiano solo por el hecho de haber nacido en Cali, comete la osadía
de representar a un ser humano ya sin vida como si de una cosa se tratara, tal
vez pensando que la belleza está por encima de cualquier valor. Esto se llama
ABYECCIÓN con todas sus letras en mayúsculas.
El debate
sobre la abyección cinematográfica lo libró la crítica francesa hace medio
siglo a raíz del famoso travelling de Kapo,
una película de Gillo Pontecorvo, pero es obvio que a nosotros todo nos llega
tarde. En aquél tiempo un joven Jacques Rivette escribió que quien hiciese
aquello que había hecho el cineasta italiano, sólo merecía “el más profundo
desprecio”, y continuaba: “Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto
temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas”. Pues bien, esa
misma apostasía es la que comete el director caleño, dando muestra de un sadismo gozoso que
horrorizaría a los realizadores de Holocausto
caníbal. Báiz espectaculariza el cuerpo inerte de Roa
Sierra. Quizá piensa que en esa toma convierte al hombre martirizado por la
turba en una “estatua” visual, un cuadro bello y siniestro, pero esa última
secuencia, que bien pudo filmar de otra manera, dice más de él como persona que
de su talento como realizador. Entonces uno está tentado a creer que para un
joven de buena familia, no tocado por el horror de nuestra violencia epidémica,
en tanto ha pasado mucho tiempo en un exilio “artístico” a medio camino entre
París y Nueva York, el problema de la representación se reduce a un formalismo
estetizante, banal y desideologizado.
La vileza
audiovisual de Báiz, entonces, no radica en el qué, sino en el cómo. Su
película no es arte, como los cuadros horripilantes de Goya, sino un artefacto
kistch, que pretende copiar una estética legítima, pero que en su intento deja
ver la impostura. Roa intenta ser bella, pero no es justa, como diría Serge
Daney. El problema es que el director no filma con temor y temblor a un hombre
muerto, tratando de salvar la justa distancia con el hecho violento, sino como
si de un saco de patatas se tratase. La cámara, literalmente, ejerce como un
falo visual que viola al cadáver, con lo cual el director ejerce una violencia
simbólica donde antes ha actuado la violencia física. Y lo hace porque no siente ningún entusiasmo
con lo que cuenta. Al realizador caleño parece no interesarle la tragedia del conflicto
colombiano, sino sólo sus jueguitos pendejos con la cámara, así como la
búsqueda inane de una belleza artificial y del aplauso cómplice de unos críticos
arrodillados a sus trucos inmorales.
Finalmente, podría
extenderme un par de páginas más sobre los múltiples y evidentes fallos de la
película en cuestión, pero como dijese Bartleby: “preferiría no hacerlo”. No se
lo merece.