
En su génesis, la Surgente se pensó
como una revista miscelánea donde había espacio para todo, como en cualquier
tienda de barrio, desde el horóscopo hasta el consultorio sentimental; sin
embargo, la primera convocatoria ya mostró por dónde le entraba el agua al coco
editorial. En el primer número con el que saltamos al ruedo ya había una
sección titulada “Ambiente familiar” con un subtítulo que rezaba “crónica
urbana”, a la que fueron a parar cinco escritos que suponíamos ameritaban tal
clasificación si nos guiábamos por el peso atómico de sus intenciones. Vuelvo a
ese número sietemesino, con la vergüenza del padre al que le ha nacido un hijo
monstruoso, y me encuentro con una Fantasía
de asfalto que me pone a pensar en el estado de alucinación con que fue
concebida esa vagabundería literaria, sigo con Uy, sopas el camión y descubro una ficción bienpensante y mentirosa;
más adelante una cosa, un entelequia, un organismo, una sustancia, o como se le
quiera llamar, intitulada ¿Quién habrá inventado la basura?, que
no pasa de ser una especie de masturbación ideológica del mamertismo más rancio;
a la cual sigue un relato de una página sobre el festival de cine de Santafé de
Antioquia que no es crónica, no es chicha, ni limo-nada. Lo único rescatable de
aquella primera aventura en un género casi que desconocido para nosotros es un
texto escrito por el camarada Morris sobre la travesía del río Tunjuelo del año
anterior.
Alguien pensará que estoy juzgando
con dureza nuestro propio pasado, pero ya Borges dijo que el pasado solo es arcilla
que el presente labra a su antojo. Y desde aquí, desde ahora, mirando las cosas
con cierta objetividad, lo cierto es que en aquél tiempo éramos jóvenes y
bellos, pero unos burros en materia editorial. Eso sí, unos asnos dispuestos a
cometer errores y aprender por el camino. Cosa que se empieza a notar en los
siguientes números. Para el segundo tiraje, las crónicas publicadas tienen más
carnecita, se nota que son producto de un trabajo más dedicado, se van librando
de la ficción y se van haciendo más robustas. De aquél segundo número surge una
crónica sobre la diversidad de los jóvenes usmeños, un recorrido en bus por la
localidad, una reseña sobre las cocinas y los sabores de Sumapaz y el relato de
una búsqueda en que se trenza la historia nacional con la memoria personal. Más
allá de un diseño como para el museo del horror, en que se fundían títulos en
negro sobre fondos oscuros, y de que el tamaño de las fuentes dio pie a la
leyenda de que más de un lector había perdido sus ojos tratando de descifrar
aquella maraña de palabras, ya se vislumbraba un camino posible.
El verdadero salto cualitativo en la
crónica surgentística se dio en el tercer número. Allí se publicó la primera
entrega de la saga del neoñero enviada por Jaime Barragán desde México. Debió
ser la lejanía, el exilio o la necesidad de comunicarse con los parceros del
barrio, pero en aquella primera crónica Jaime casi que instituyó una agenda del
tipo de textos que deberían primar en una revista que se autoendilga el
adjetivo periférico-marginal. Barragán escribía aquellos primeros párrafos
desde los huesos, con hambre y escalofrío, con el sentimiento del náufrago,
pero sin sentimentalismo. Su relato era de una honestidad apabullante, se diría
que iba dejando la piel en cada oración, sin preocuparse por la forma
literaria, pero sin mentirse, ni mentirle al lector. Además, aquella crónica se
proponía como la primera entrega de una serie que se prolongaría a través de
otros siete números, con lo cual descubrimos que una buena historia puede ser
un texto de largo aliento que busca la complicidad de un lector que desprecie
las comidas rápidas. Así pues, con solo tres números andados, se hizo la luz.
Con Barragán también aprendimos que la única historia que valía la pena ser
contada era la propia, la de nuestro lugar en el mundo, la memoria de nuestros
padres y amigos; la de la esquina, el parque y el barrio. Esos pequeños dramas
marginales que nunca encontrarían lugar en el gran relato de país que construye
el poder dominante. Así pues, narrarnos a nosotros era cumplir la máxima
tolstoiana de ser universales cultivando el jardín de nuestra casa.
Después se vinieron en seguidilla
los números cuatro, cinco, seis y siete, acompañados de un concurso literario
en el que la crónica fue una invitada de honor. De esos tirajes, muy a vuelo de
pájaro, debo reseñar trabajos que bien merecen la visita de un buscador de
graciosas gemas literarias. Cazucá, un
relato que no termina era la radiografía de lo que implica ser un joven en
la frontera de las metrópolis del sur del mundo, pues en comunas, favelas,
chabolas o villas miseria, el no futuro adquiere el mismo rostro de los mismos
pobres. En Posible forma de reconocer un
neoñero modelo 82, un joven de barriada rememoraba diversos tránsitos que definían
toda una experiencia generacional. Polvo
eres y en polvorero te convertirás es una crónica sobre lo que significó la
pérdida de la tradición pirotécnica para muchas familias del sur bogotano. Suerte y a la orden recoge la
experiencia de una joven que vende chance, mientras va conociendo al traque, un
habitante de la calle habitual de Santa Librada. Y Una casa, siete entradas, es una narración sobre las
particularidades de una pajarera de Yomasa en la que llegaron a cohabitar 140
personas.
Tiempo después, tras un número
maldito, realizamos el tiraje nueve en el que debutaron quince nuevos
narradores en el subgénero de la crónica testimonial. Relatos rebosantes de
vida que trazaban una cartografía sobre las diversidades juveniles que
habitaban el territorio, experiencias dolorosas, de superación personal, de
apegos a ciertos lugares o simples anécdotas curiosas de la cotidianidad local.
De esa experiencia, por ejemplo, viene uno de los grandes descubrimientos de la
surgencia, un muchacho de Sucre que envió la crónica A lo malevo, un texto germinal que ya anunciaba al escritor que se
acaba de ganar el premio distrital de dramaturgia. Después realizamos otros
procesos de formación, convocatorias y concursos de donde emergieron nuevos
narradores que llenaron de historias las páginas de los últimos cuatro números
de la revista Surgente, los que no vinieron sino a confirmar lo que ya era una
sospecha: habemus cronistas.
Así esbozada, esta es la historia de
un camino de búsquedas y hallazgos. Nadie nos dijo cómo hacerlo, cuál era la
fórmula del éxito, ni qué historias deberían ser contadas. La crónica se impuso
por sí misma, se impuso como una exigencia ética y estética apropiada a una
realidad concreta. Nació del encuentro azaroso entre una forma, una mitología
local y un medio de propagación. Si nosotros no lo hubiésemos hecho, es seguro
que habría hallado otros caminos para ser en tanto ser. Las historias no nos
las inventamos, estaban allí a la espera de ser narradas. Nosotros solo tiramos
la piedra al agua y dejamos que las leyes físicas hicieran el resto. La crónica
nos encontró antes que nosotros la descubriésemos a ella, pero nos encontró
porque salimos a la noche oscura de la literatura local con linternas nuevas
que alumbraban en todas direcciones, por un natural presentimiento de
novedades. En ese sentido, la Surgente, que nació de pequeñas casualidades, fue
creciendo, fue creciendo, y en ese ejercicio de ampliar sus horizontes fue
definiendo una forma literaria que no es exclusiva de nosotros, pero que es una
marca de la casa.
Ahora bien, leer las setenta
crónicas publicadas hasta ahora es embarcarse en un viaje hacia la última
frontera de la Ciudad. Lejos de la centralidad capitalina, al sur del sur, allá
donde el círculo se vuelve circunferencia y la carne es solo piel, donde ha ido
surgiendo una palabra verdadera, honesta, pringamosera, que no necesita de la
ficción para hacer sentir su vitalidad creativa. En esta antología de la no
ficción se han ido desgranando, página a página, las preocupaciones, sueños,
miradas y paisajes de un territorio vasto, nuevo y fronterizo. El Sur, como
gran topos de la crónica surgente
respira en cada relato. Allí están, uno a uno, los personajes que cualquiera de
nosotros encuentra por estas calles tendidas a pulso y ojímetro. Allí están reunidos
todos los perdedores, los desterrados por el sistema hacia las orillas, pero
también los que desde la última fila levantan la mano y piden la palabra. Y
también están allí las historias que en el barrio son chisme, habladuría
popular, cuento de vecinos, leyenda urbana o anécdota fugaz. Así pues, saltando
de palabra en palabra, uno siente que en la crónica ya todo está dicho, pero
todo está por decir, como ese ornitorrinco que sorprendió a los ojos ávidos de
milagros, en tanto les recordaba siempre lo conocido; en tanto, la frontera,
real o imaginada, es ese escenario en que lo viejo se renueva, lo nuevo ya es
pasado y lo sólido –como dijese Marx- se desvanece en el aire, por lo que se
precisa de un género también fronterizo, entre el periodismo y la literatura,
que le permita una carta de ciudadanía.
Ahora bien, aunque el camino es
largo y culebrero, no quisiera despedirme sin recordar a ese gran cronista que es Gay Talese, quien dijo: “Yo solo quiero transmitir el asombro de la
realidad, la corriente ficcional que fluye bajo el río de la realidad”, opinión
que nos recuerda que la crónica descansa allí donde parece que no pasa nada,
donde lo real cotidiano se ilumina solo para los ojos de quien sepa mirar. En
ese sentido, en Usme las historias están al alcance de la mano, como a la
búsqueda de un autor, y para la muestra un par de botones: un viejito que ha pintado
miles de avisos comerciales a mano alzada, en unas letras grandes y deformes, solo
por un par de cervezas; un carnicero que una vez se hizo crucificar y tiempo después
se enterró vivo para evitar el cierre del matadero local; un hombre que
pastorea un lote de diecisiete gallos de pelea en un parque; una señora que
vende leche de cabra llevando un rebaño de chivas amarradas por la calle; un líder
comunal que ante el asombro de una multitud le hizo el amor a una motocicleta
de alto cilindraje; unos personajes como el reportero del sur, Julio Valencia,
el Grave o el payaso Hénser que parecen salidos de una novela de aventuras
decimonónicas, un barrio que fue fundado por desmovilizados del M-19 y otro por
sobrevivientes de Armero; un fallo de indemnización colectiva por el caso doña
Juana que sacudió la vida de los vecinos del relleno; unos motociclistas que venden
el arroz, el arroz, el arroz con leche; un locutor que le pone su voz a toda la
publicidad de megáfono; unas negritas que venden cocadas en todos los portales
de Transmilenio sin que nadie se los prohibida o un poeta local que falsificó
títulos de pregrado y posgrado para aparentar que estudió lo que todos sabemos
que no estudió.
En fin, son tantas las historias que merecen ser contadas, que el Taller de Escritura Creativa Surgente lo que hace es abrir la puerta para el encuentro con los relatos de una localidad en la que siempre ocurren historias que no son noticia, eventos que no alcanzan el grado de desastre natural o muerte violenta, pero que dan cuenta de esas vidas anónimas que exigen su lugar en el gran relato de una Ciudad que se dice humana.
En fin, son tantas las historias que merecen ser contadas, que el Taller de Escritura Creativa Surgente lo que hace es abrir la puerta para el encuentro con los relatos de una localidad en la que siempre ocurren historias que no son noticia, eventos que no alcanzan el grado de desastre natural o muerte violenta, pero que dan cuenta de esas vidas anónimas que exigen su lugar en el gran relato de una Ciudad que se dice humana.