En el año 1981, la crítica mundial recibió con sorpresa la aparición de ¿Te acuerdas de Dolly Bell? una
película yugoslava. Su director, un veinteañero Emir Kusturica tuvo que pedir
un permiso especial en el servicio militar para pegarse la rodadita hasta Venecia
donde le esperaba un merecido León de oro
con el que el prestigioso Festival de esta ciudad (uno de los cuatro grandes)
le honraba por su primera incursión en el cine; pero los augurios todavía no
eran esperanzadores; cual si una matrona gitana, una de esas que pueblan sus
películas, no pudiese leer todavía la consagración en su mano.
¿Te acuerdas…? era una película sencilla, apenas la anécdota de la educación
sentimental de un adolescente que, en el Sarajevo de los años sesenta, ve como
a su alrededor se desintegra el mundo. Pero, más allá del argumento central,
esa pregunta-título interrogaba a sus compatriotas, tras la muerte reciente del
mariscal Tito, por una época hermosa, la época de los descubrimientos
definitivos, la gomina, los pantalones largos y los 24.00 besos que anunciaba
una canción de la onda italiana. Una época perdida para siempre.
¿Te acuerdas…? era también la radiografía de la adolescencia en una patria unida por
la resistencia al nazismo, la construcción de un socialismo independiente del
eje Moscú y un modelo político que apostaba por la convivencia fraterna de
todos los pueblos eslavos diseminados en los Balcanes. Entonces, más que una
película, era la vida que se iba con la pérdida de la vieja casa-nación de los
años maravillosos. Una profecía fílmica sobre el desmorone del yugos (unión)
que bajo una misma bandera había dado espacio a una diversidad increíble de
culturas y pueblos, en un tiempo en que empezaba una transición democrática
que, instigada por Occidente, derivó en una sangrienta lucha intestina que
acabaría con la identidad nacional y con las fronteras de la patria.
Kusturica era hijo de un país construido con los retazos de los últimos
imperios europeos y sin una tradición cinematográfica considerable. Su ópera
prima parecía ser una flor exótica de un día, una flor en la que se adivinaban
los parpadeos estéticos de los principiantes, pero también el pulso narrativo
de un artista en emergencia que nos regalaba chispazos de buen cine, sólo
reconocible como tal en la capacidad de un director para crear un universo
propio regido por leyes inmanentes a su puesta en escena. Sin embargo, el “Fellini de los Balcanes” fue
construyendo, película a película, una propuesta estética absolutamente
original; una forma particular de contar desde el cine a esa Yugoslavia dolorida
y excluida de la historia moderna, pero también gozosa y vital, que rindió a
sus pies las fortalezas de la crítica mundial en Cannes, Berlín o Venecia.
El cine de Kusturica, que alcanza sus cotas más luminosas en obras
maestras finiseculares del calibre de Tiempo
de gitanos, Underground o Gato Negro, Gato Blanco, se compone de
un crisol en que confluyen elementos de forma y fondo tan disímiles como la
mezcla de géneros clásicos, el barroquismo de sus escenas, la predilección por
usar actores naturales, las bandas sonoras circenses, los brochazos de realismo
mágico audiovisual, la revisión de la historia reciente de los Balcanes, la
violencia en una sociedad mediatizada, el festejo de la vida y de la muerte, el
delito como forma periférica de inclusión en la modernidad, la pregunta
constante por la identidad, la ausencia de la figura paternal, la presencia del
elemento animal, las metáforas visuales de profunda significancia, la tragedia
del pueblo gitano, los homenajes al cine clásico, la presencia de lo metafísico
en la vida cotidiana, el fútbol en todas sus formas y, por supuesto, los
grandes temas universales del amor y de la muerte.
Tres décadas después de aquel inicio fulgurante, todavía nos acordamos
de Kusturica, aunque muchas cosas hayan cambiado en el mundo. Su cine se hizo mientras veía cómo se le caía la casa ladrillo a ladrillo. Yugoslavia ya no existe, se esfumó entre los los intereses del poder
eurocéntrico, pero en cambio, existe la herencia fílmica del más yugoslavo de los autores, una
reflexión constante sobre la pérdida de la tierra prometida que, en últimas, es
la pérdida de la humanidad.