
Buenas tardes, vengo a robarles unos diez minuticos de su despreciado
tiempo, porque si en verdad lo apreciaran no estarían aquí, no señores, estarían
tratando de cambiar el mundo o, qué se yo, colándose en transmilenio. Ahora no se me pongan dignos, no vayan a decir, como los visionarios de
la Ola Verde, que ustedes vinieron porque quisieron, que nadie les pagó, que ni
siquiera les pusimos los buses de la alcaldía, que estaban llevando a un grupo
de viejitos viagradictos y marihuaneros, hippies de otro tiempo, a un
tratamiento de desintoxicación a Uruguay ¿o era a Jurasic Park?, no sé si como
dinosaurios o como alimento de estos. Igual, no les prometimos tamal, pero más
de uno se animó apenas escuchó que íbamos a repartir la torta editorial, que
para cada uno había una buena tajada y que nosotros mirábamos pa’ otro lado
como para que fueran comiendo, “pero por las esquinas”. Yo sé que se les hizo
agua la boca, no me lo nieguen. Ahí sí, como dijo nuestro señor Jesusaurio
después que se destapó el carrusel de los panes y los peces: ¡Por sus glándulas
salivales los conoceréis!
Disculpen las personas que se encontraban dialogando, ¿será que se
pueden callar? Y los que se encuentran meditando, también cállense, que no se
pueden hacer dos cosas al mismo tiempo. Por ejemplo, yo no puedo presentar este
pasquín, este infame libelo, esta mayúscula sinvergüencería, este sambenito
literario, y ser al mismo tiempo sexy. No se puede, me toca sacrificar mi sex-appeal por el bien de las letras
usmeñas. Así que a lo que vinimos, que partan esa jijuemaiza torta y que corra
ese burbujeante, espumoso y nunca bien ponderado Cariñoso con aroma y sabor a frutas frescas, cultivado en los
verdes viñedos del cartel de Cali. Pero como pa que no parezca que vine a
ganármela fácil, porque yo no vine porque quise, a mí sí me pagaron, vamos a
contarles unas cuantas anécdotas como un mientrastanto, como cuando a uno la
mamá lo manda a atender la visita, “Vaya mijo usted que estudió literatura y
écheles cuentos, mientras yo le hecho más agua a la sopa”, porque eso es seguro,
siempre que usted espera a cinco le llegan diez y si son diez, llegan veinte.
El pegoche ya es patrimonio inmaterial del pueblo colombiano. Pero como dijo
Nacho Vidal: “más vale llegar, que ser convidado”.
Entonces, iba en que me dijeron “Vaya y presente esa mugre revista” y me
dije, como el Papa, “¡Sí, qué hijueputas! ¡Hagámosle, sin mente!”, así que ahí
la tienen, la publicación con más creatividad por centímetro cuadrado de papel
impreso, después de las memorias de Pachito Santos según el portal Actualidad
Panamericana. No más vayan echándole un ojito a las crónicas, que son trece,
pero como no puedo decir trece,
digamos que son doce y un bonus track,
pero como no puedo decir track,
digamos que son doce y un bonus de ñapa. Ahora, como seguro a más de uno le da
pereza leer –imagínese, las estadísticas dicen que solo se leen 1.9 libros por
años ¿qué pasa con el 0.1 faltante?, ¿qué significa eso?, pues que cada
colombiano lee un libro y cuando le falta un capítulo para terminar el
siguiente se encuentra con otro colombiano que justo ya había leído ese libro y
le cuenta el final, con lo cual le arruina la historia y le quita el deseo de
leer más. La próxima vez se ve la película-, más bien les voy a contar lo que a mí me contaron sobre lo que trata cada historia, como para ahorrarles pereza.
La primera crónica se titula “Buenaventurados los pobres” y cuenta las
aventuras de una mujer que se fue de turista a la ciudad de Nínive, pero para
eso tenía que pasar por Buenaventura. Allí la secuestró, se supone que con
fines eróticos-sexuales, una pandilla de negros muy machos, tan machos que
formaron una bacrim a la que le pusieron por nombre –cosa obvia- “los machos”.
Para que se hagan a una idea, los tipos tenían el físico de Pablo Armero y
bailaban el ras-tas-tas con una sabrosura parecida, pero finalmente no
consumaron el acto nefando que se proponían, porque en esas se fueron a una
fiesta de inauguración de otra casa de pique con vista al mar en un sector muy
exclusivo de la ciudad. Así fue como a esta mujer blanca, usmeña, profesional,
heterosexual y devota de la virgen de Coromoto y del Santo Niño de Atocha, según
consta en los archivos secretos de la Procuraduría, la abandonaron por ahí, pero
venía tan hambreada la pobre que se comió ella sola a una ballena jorobada y la
vomitó tres días después, sana y salva. Al final, la ballena, que renunció al
comunismo ateo para volver a creer en dios, escribió esta crónica para dar
testimonio de su descenso a las entrañas de la susodicha y para que todos los
agnósticos se conviertan a la fe de nuestro monseñor Ordóñez, profeta viviente
y castigador de paganos. Amén, hermanos y a su nombre, ¡aleluya! Así fue como
pasó y así lo refieren las sagradas escrituras surgentes y al que no crea, que
mi diosito lo castigue con bigotes femeninos.
La segunda crónica, titulada “Las tres cruces, ese espejo verde” va de
un joven usmeño que, agobiado por la cantilena de la mamá que le reprochaba
cierto pisquero contaminante del hogar, dio por subir a esa montaña de las tres
cruces donde tenía total libertad para aspirar el verde de la naturaleza.
Cuentan que ya en la cima se pegó unos viajes hasta el infinito y más allá, así
que al cabo de los años –no se sabe si por los efectos benéficos de la sagrada
hierba o si por el esfuerzo físico de subir la montaña- desarrolló unas
tremendas habilidades como narrador y unos abdominales de chocolatina jumbo jet
de dos mil pesos, que le hicieron ser el objeto del deseo de los depravados y
las depravadas que merodean por la laguna de Tota. Ahora, libre ya de su oscuro
pasado, con un contrato para un comercial como el caminante de Johnnie Walker y
enviciado a la literatura, recorre los bajos fondos de la ciudad en busca de un
unicornio azul o de nuevas historias por contar, lo que primero ocurra.
“Con la muerte en los talones” es la historia de una profesional que
inspirada por los comerciales de Bárbara Blade, renunció al ideal pequeño-burgués
de casa, carro y vacaciones en Melgar, para salir a la aventura. Así fue como
terminó jugándose la suerte en las galleras de Usme, Tunjuelito y las comarcas
de la Tierra Media, ganándose, no sin mucho esfuerzo, los alias de la Reina del
Sur, la Patrona del maldeamores y la “Más masmi”... Ahora bien, su popularidad
creció tanto que en una encuesta reciente superó por dos puntos porcentuales a
la loca de las naranjas, ello condujo a que don Nicolás Molina, le dedicara una
separata especial en El reportero del sur,
el periódico que elevó el chisme local a la categoría de ficción literaria.
Finalmente, parece que después de perder cifras astronómicas en los palenques,
calculadas como en veinte mil pesos, descubrió con tristeza que el nuevo desodorante
Leidy Speed Stick con aloe no protege
de la irritación, ni controla la humedad y el sudor después de la depilación,
por lo que resignada a una vida sin emociones fuertes volvió a la seguridad de
la promoción de lectura, entre asesinos y violadores de las cárceles
distritales.

“La metamorfosis de un escarabajo urbano” es una historia de amor
sado-mecánico y porno-metafísico entre un filósofo marichuelense y su
bicicleta. Ya veo gestos de desaprobación, pero señores dejemos esa doble moral
ultramontana, que desde que en Bogotá florece la política del amor es tan
legítimo darle amor a los prójimos y las prójimas, a los caballitos de acero, a
los caballitos de las zorras, a las zorras mismas, a los toros y a los toreros.
Y si nadie censura el amor zoofílico que tiene nuestro burgomaestre con la
perrita Bacatá ¿por qué habríamos de mirar con malos ojos el tierno romance
entre el hombre y la máquina? Además, como quizá algunos recuerden, la lucha
por la reivindicación del sadomecanicismo la viene liderando desde el siglo
pasado el ilustre exconsejero de cultura Jorge Gamboa, quien en un acto
performático se atrevió a hacerle el amor en plena avenida santa librada a una
motocicleta para demostrar que le gustaba la gasolina, denle más gasolina.
“El escritor y la piedra” es la historia de un hombre que construyó un
castillo, pero lo interesante de ella no es la historia en sí, sino los
avatares del cronista que la escribió. En vista de que el dueño era tan celoso
de su construcción que no permitía visitas, el escritor se las ingenió para
vencer la fortaleza del castillo a la usanza medieval. Lo sometió a una intensa
vigilancia, al punto que se le veía merodear en torno al edifico de piedra
hasta altas horas de la noche repitiendo el mantra “ábrete sésamo”, pero como
ese conjuro solo funciona en los cuentos de hadas, optó por el uso de técnicas
más mundanas, se vio el tutorial de youtube: “Estrategias de mercadeo para
testigos de Jehová” y visitó al ilustre arquitecto, saludándolo con preguntas
¿Cree usted en dios? ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?, pero
ni así. Eso era como hablar con una piedra. Luego, ensayó con las ventas puerta
a puerta, reciclador y ropavejero, llegó vestido de funcionario de las empresas
de servicios públicos, lo intentó reptando por las paredes al estilo ninja,
pero tampoco. Hasta que al final lo vio claro, el castillo no existía, no era
más sino un espejismo de esta desierta ciudad, así que lo inventó
literariamente.
Me parece que “Un caso cualquiera” es la historia de un hombre que
quería conseguir una libreta militar y la mona con el escudo de la selección de
Nigeria para completar el álbum Panini del mundial. Lo de la libreta fue fácil,
no más fue cuestión de ir al Batallón de Artillería y listo el pollo, en cambio
lo de la mona faltante fue un dramononón que haría llorar a la misma Corín
Tellado. Nuestro personaje recurrió como es obvio a los puntos de cambio, pero
nada, por ningún lado la encontró, apeló a los anuncios por internet, ofreció
su virginidad a cambio de la lámina faltante y tuvo muchas ofertas sexuales,
pero ninguna relacionada con el álbum. Escribió una carta a “Yo sé quién sabe
lo que usted no sabe”, pero le contestaron que ese programa se había acabado
hacía como medio siglo. Recurrió al Indio Amazónico que no le dijo donde
conseguir la ficha, pero en cambio le vendió el polvo de la garrapata para la
buena suerte y el amor. Finalmente, agotadas casi todas sus esperanzas,
resolvió solicitarle al Papa Francisco la caridad de ayudarle a completar el
álbum, en vista de su talante futbolero y de desfacedor de entuertos. Actualmente
sigue a la espera de una respuesta, pero en cambio se alegra de tener su
libreta cuando ve pasar los camiones haciendo redadas por estos barrios.
“Canciones a 25 km/h” es la historia de una chica que de tanto viajar en
Transmilenio empezó a hacerse preguntas fundamentales para la humanidad como
¿de dónde son los cantantes?, ¿son de la loma y cantan en llano? porque le
parecían galantes y los quería conocer. Fue así como tiempo después y un par de
paradas de la ruta fácil más acá, terminaría por convertirse en la groupie más
famosa del sistema masivo, una especie de leyenda urbana del transporte distrital,
algo así como la versión femenina de John Frady, el loco de las banderitas,
pues cuentan que tan pronto se escucha el sonido de una guitarra, de una puerca
-es decir, de ese instrumento tolimense que emite un sonido gutural como una
marrana, claro que tampoco es raro encontrarse a un campesino llevando una lechona,
viva o rellena, en el acordeón de un articulado- ... o el fristaleo de un
rapero, ella aparece como por arte de magia portando pancartas de apoyo escritas
en cartulina, pidiendo autógrafos después de cada concierto o haciéndose
selfies con los grupos. También se dice que, desde que hay un músico en cada
estación, ahora viaja sin ropa interior, pues su economía ya no soporta la práctica
de tirarle cucos y brasieres a los cantantes más chuscos, bueno, y por si las
moscas, pues en Transmilenio, cada curva es una aventura sexual.

“Milicia al estilo foqueo” no es una crónica bélica con focas, aunque
casi, esta historia es sobre todo un homenaje a las películas de acción
ochenteras. Para los que crecimos en ese tiempo, el cine se reducía a los
casetes de betamax cuyo contenido haría gozar como un enano a cualquier enano
de circo pobre. Aquellas películas, con sus héroes de acción hipermusculados,
su derroche de testosterona y sus coreografías orientales alimentaron los
sueños de tantos niños que quisimos repetir en la vida real lo que no era más
que fantasía cinematográfica. De esas experiencias tratando de imitar la patada
giratoria de Van Damme o el estilo karateca de Chuck Norris, quedaron secuelas
para toda la vida: huesos rotos, cicatrices, torceduras testiculares, embarazos
sicológicos y frases como “Yo soy el brazo fuerte de la ley”, “Hasta la vista,
baby”, “Retroceder nunca, rendirse jamás”, “Debo irme, en algún lugar se comete
un crimen” o “Me gusta tu kung-fú”. Y esos chavales, engañados por la pantalla
chica, terminaron en el Ejército o, en el peor de los casos, en academias de
artes marciales, que casi siempre funcionaban en un segundo piso, encima de un
restaurante chino; perdiendo su dinero durante años y amarrándose cinturones de
colorines ridículos, para descubrir tarde o temprano que no, que no puedes
hacer la garra de tigre, ni el paso de la serpiente y mucho menos el de la
grulla, que es como medio homosexual y todo, y que, a todas estas, ¿para qué el
karate, estando ya inventada la patecabra?
“Miedo y ruido” cuenta la terrible transformación que sufrió un
reconocido DJ de Yomasa después de conseguir en el mercado de las pulgas una
ruana que según las pruebas de carbono 14 parece que perteneció a Saguanmachica
o a Julio Valencia, lo que viene a ser casi lo mismo. Pues bien, este avezado
animador de babyshowers, matrimonios y quinceañeros, tan pronto se puso la
susodicha prenda, que parecía hecha en algún material ancestral como el
poliéster made in china, se sintió
poseído por un espíritu tan revolucionario que se le dio por desafiar toda
autoridad con prácticas tan subversivas como usar un protector de celular con
motivos de Hello Kitty, beber agua de la llave, montarse en un bus del Sitp por
la puerta de atrás y asistir a un concurso de imitadores del “Hombre caimán”.
“Entre latas y perros muertos” es un paseo por la localidad en que doña
Margarita se fue con un reciclador y encontraron muchas cosas que la escritora
inventarió, porque ya son patrimonio de la localidad, pero que estaban tiradas
por ahí en las esquinas como si tales: un fémur de Saguanmachica que el abuelo
Morris usaba para trancar su puerta, dizque porque era mejor estar protegido
por el ancestro indio que por una buena cerradura; la muleta de Gerardo
Santafé, que si la frotas con convicción mientras rezas el padrenuestro al
revés liga al ser amado y si no al menos le hace dar cosquillas donde quiera
esté; y lo que es más importante, descubrieron los casetes originales del único
disco que grabase Oswaldo Nichols, titulado “Un chico formal”, un álbum que
resistió al fenómeno del niño que no cantaba, al derrumbe del relleno doña
Juana y hasta a la oleada de tropi-pop, pero que acabó con las ilusiones de
cantante del buen muchacho, que ahora funge como administrador del asadero “Papi
quiero pollo”. Y como si no fueran suficientes tantos descubrimientos en una
sola noche, doña Margarita ya nos confesó que su próximo reto es descubrir el
famoso Dorado o al menos la guaca del comandante Romaña.
“Guayabo de fútbol” es una muestra de la pasión futbolera que invadió a
algunos verdaderos varones en tiempos de Brasil 2014. Así fue como el profe
John Díaz, renunció al trabajo y se dedicó a labores mucho más filosóficas como
cazar una polla mundialista, en la que apostó todos sus ahorros a que la
República de Bosnia sería campeón del mundo. Según dijo, esto lo hizo así
porque el pulpo Paul se le apareció en un sueño muy húmedo y le reveló ese
terrible secreto. En esos mismos nefastos días se dejó contagiar de la fiebre
amarilla, por lo que se le vio con la camiseta chiviada de la selección, con la
cara pintarrajeada de tricolor y haciendo circular panfletos contra la maldita
ley seca que no nos dejó matarnos a gusto, como debe ser. Sin embargo, desde la
eliminación de Colombia cuentan que sufre terribles pesadillas que le hacen
despertar a medianoche gritando "¡Sí era gol de Yepes!".
“De paseo por mi memoria” es un relato donde una joven usmeña cuenta
cómo fue que de chiquita se obsesionó con la coreografía de El baile del gorila, ¿se acuerdan?, las manos
hacia arriba, manos hacia abajo, como los gorilas... Uhhh! Pues bien, esta
muchachita se tomó en serio eso de ser una rumbera, rumbera, y se pasó su
adolescencia entre los estróbers de cuanta chiquiteca, discoteca, miniteca,
viejoteca o cocacola bailable se organizase en los salones comunales del
Danubio hacia el Sur. En aquellos tiempos aprendió de memoria canciones como Mis ojos lloran por ti, Mesa que más aplauda
y Yo no soy grillero. Además, se
tatuó con tinta china el nombre de un tal Duván Ferney en el brazo, se hizo
fanática de cierto equipo verde, al que solo se refiere –no se sabe si por
alguna proyección freudiana- como el rey de copas, y aprendió a pegarse el
chicle detrás de la oreja. A pesar de aquél pasado tan paila, como diría ella,
ahora busca en la escritura una salida al desparche de los fines de semana.
En cambio, la historia que cuenta “Entre el cielo y el inferno” es tan
triste, tan trágica y tan hijueputa, que se me ocurre está un nivel más allá de
cualquier texto carnavalesco.
Así pues, si se animan a leer esa bagatela literaria, háganlo, que lo
que soy yo la verdad no me animé, pero de algo tiene uno que vivir y como ya
dije, yo no vine porque quise, a mí sí me pagaron. Finalmente, les mandan a
decir que Surgente no se crea, ni se destruye, solo se transforma. Además, es la única revista neoñera que publica, ¡hasta las quince!
He aquí el link a la revista Surgente, número 15: