Debo a la conjunción de una imagen y unas paperas el
nacimiento de un gusano de guayaba. La imagen fue llegando durante nueve noches
seguidas de fiebre estridente, cada vez menos frugal, más delimitada. Las
paperas las pesqué sin querer queriendo, como la mayoría de las cosas en la
vida, que aterrizan sin estar programadas en nuestra agenda mental a corto
plazo, pero cuando aparecen, lo revuelcan todo. Me levanté un domingo que debía
ser de guayabito normal con la papada hinchada, sólo bastó verme en el espejo
para saber que no había vuelta de hoja, que la consabida enfermedad había
estado incubando en mí, como un alien terrorífico, pero que hasta ahora se
hacía presente.
No tuve que ir al médico para confirmar la sospecha,
el poder de la primera intuición bastaba para afirmar lo que después se hizo
evidencia irrefutable. Y de repente el mundo se detuvo. Todas las actividades
se borraron de la agenda, las reuniones, las tareas, los trabajos, los
encuentros, los relojes se desvanecieron, quedándome solo con los restos en las
manos de eso que uno llama la vida normal. Si acaso tuve tiempo de caminar los
veinticinco pasos que hay de mi casa hasta la puerta de Cristina para
compartirle mi suerte. Me propuse no visitar ningún matasanos.
Detesto a los médicos, al sistema de salud, a las
filas, los papeles y las esperas para que la final te digan lo que tú ya sabes
que tienes y te manden lo que ya sabes que te mandarán: el milagroso
ibuprofeno. Así que hice el ejercicio, tan común por estos tiempos de
virtualidades, de mirar por Internet todo lo que se debe saber sobre la
enfermedad, mejor eso que enfrentarse a ojos cerrados a lo por venir. En medio
de esa primera fiebre de domingo por la tarde me sentí como Gary Cooper en Sólo
ante el peligro (High Noon, 1952), sabiendo que el mal viene en el tren del
mediodía y que la huída no es posible. En ese sentido casi que me preparé
(resigné) para lo que serían mínimo dos semanas de quietud y muerte a manos de
un enemigo invisible, dúctil, que migra entre glándulas y que en adultos tiene
el 50% de posibilidades de atacar otros órganos como los testículos o el
páncreas. No quedaba de otra que aferrarse a las posibilidades, sabiendo como
siempre he sabido que la ley de Murphy juega a mi favor no se me hizo raro que
el lunes amaneciese con una güeva hinchada, luego vino la otra.
Terminé, no sin dificultad, un texto que estaba
editando y luego sí me dispuse a morir de una enfermedad que no me mataría. La
fiebre no se hizo esperar. No tengo idea de cuántos grados alcancé, pero seguro
fueron tantos como es humano soportar. Los días se empezaron a repetir
idénticos y las noches inadjetivables. Por mi mente pasaron las imágenes
dantescas del infierno, deliré, vi cosas espantosas, otras policromías entre
Quiroga y Poe de locura, amor y muerte; me tropecé con hombres que desde hace
tiempo caminan bajo la tierra y llegué a estar convencido una mañana de haber
perdido el sentido de la realidad. Puedo escribir que pasé seis días seguidos
sin que el escalofrío y la fiebre cedieran un milímetro, cada vez más tenaces y
devoradores, me estaba quemando a medianoche y al mismo tiempo un frío polar me
corroía los huesos. Entonces me ensopaba en sudor como un caballo de carreras y
se me venía un dolor de cabeza que me trepanaba el cráneo.
Con la garganta constantemente reseca, la temperatura
corporal más caliente que la cosa política bogotana y una cadena de dolores más
extensa que el prontuario de los Nule, se me fueron yendo las noches en
pensamientos superfluos, en vaguedades sin sentido, en kilómetros de gasas que
jugaban con las luces mortecinas de la oscuridad, cual los usados por Visconti
en la recreación de las Noches blancas (Le notti bianche, 1957). Y entre
tantos chócoros que se inventariaban en mi cajón de costurero, se me fue
haciendo evidente la idea de que lo mío era un constante devenir entre los
islotes de la enfermedad y las aguas malsanas de los accidentes.
Entonces, entre relatos de mi madre y los recuerdos
propios, supe que de niño casi me mata la alferecía, que un clavo incrustado en
un poste me rayó el parietal derecho dejándome una zanja blanca donde no volvió
a crecer el pelo (como los rastros del caballo de Atila); y que un amago de
poliomielitis me dejó las piernas torcidas y lo que parecen ser dos tobillos en
lugar de uno, que siempre me hacen caer en las situaciones más pendejas, de
esas caídas sumo una decena de luxaciones. Después tuve una fiebre reumática
que me dejó un tiempo privado de caminar, luego vino el sarampión con sus caldos
de leche con boñiga de vaca para que brotara rápido.
Mientras, se me acumulaban los pequeños males, las
gripes mortíferas, tantas veces rayando con la neumonía; los dolores en los
huesos, el codo derecho que siempre se salía de lugar, las jaquecas que me hacían
llevar a todas partes un frasquito con las gotas de novalgina, los dedos de la
mano que se torcieron con el tiempo, un frenillo que me hizo lengua de trapo y
los accidentes derivados de la práctica del fútbol, que iban desde la simple
insolación, hasta las contusiones, las raspaduras constantes en las rodillas o
las dislocaciones más serias. Mi mamá odiaba que saliera pa’ la cancha, porque
acababa los únicos zapatos que tenía para ir a la escuela y sobre todo porque
cada domingo variaba el dolor de atención. Y era seguro que siempre llegaba
muriéndome a la casa, pero no me valía porque el siguiente domingo volvía a
estar muy temprano en el peladero, con la ropa limpia y dispuesto para otra
maratón de futbolito.
En esas, fui creciendo entre dolores y golpes bajos de
la vida campesina. Un día me picaron las avispas y en la carrera me caí sobre
un tronco que me abrió en pecho una cicatriz hasta curiosa; otro día mi hermana
mayor me quemó con un mazacote de plástico hirviente dejándome lunares eternos
marcados en el torso; en una ocasión me picó una araña venenosa que se había
refugiado entre mis botas y en tres ocasiones fui víctima de los aguijonazos de
negros alacranes, pero siempre escapé a tiempo de las serpientes peligrosas, de
esas para las que ni siquiera el suero antiofídico es buen antídoto y que
mataron a muchos conocidos, entre ellos a Alvarito Meza, un chico con el que
jugábamos en el mismo equipo de fútbol y que fue mordido por una mapaná
mientras volvía a su casa después de un domingo de campeonato. Alvarito, que
era el novio de mi hermana Araminta, se llevó entre su ataúd las camisetas sin
estrenar de medio equipo con los colores del tiburón.
Mi accidente más serio también se lo debo al fútbol,
jugábamos en una cancha enlagunada en el colegio, me caí sobre un guijarro que
me rompió el cuero cabelludo y me afectó una arteria, la sangre se vino a
grandes chorros que me bañaron en un segundo, los compañeros me llevaron a mi
casa y de ahí a donde Gómez, un veterano enfermero homosexual odiado por todo
el pueblo porque el cura una vez lo acusó de pervertir adolescentes. El viejo
me salvó la vida, pero creo haber perdido toda la sangre de entonces. La
recuperación de la anemia derivada fue más difícil que soportar la mamadera de
gallo en el colegio porque ahora dizque era “el mozo de Gómez”.
Después, me pegué un machetazo a la altura de la
rodilla derecha que me tuvo incapacitado el tiempo suficiente para leerme El
Quijote, pero que me dejó impedido para arrodillarme, un motivo extra para
hacerme agnóstico. En Aguachica, una camioneta me estrelló, sin arrollarme, y
extrañamente no me partió la pierna, aunque me desgarró todos los músculos de
la rodilla hacia abajo. En Bogotá me recibió, tan pronto llegar, un reumatismo
severo, luego vino la varicela en época de exámenes finales, una lumbagia
crónica que me derribó un tiempo, una parálisis facial que me dejó cierta
descompensación estética a un lado de la cara, una infección en las vías
urinarias que me puso a mear sangre, y mejor no cuento lo del priapismo.
También soy superviviente del conflicto colombiano,
viví desde adentro las incidencias de la guerra, crecí viendo pasar las balas,
como la protagonista de cierta película japonesa (Love exposure, 2008). Un día
al salir de un partido, unos sicarios dispararon contra un hombre que caminaba
a mi lado, el tipo se fue de bruces con el cráneo reventado y yo sentí que el
ángel de la muerte me había rozado con una pluma negra. Todavía tengo esa
impresión. En mi época de estudiante, las balaceras entre Ejército y guerrilla
se libraban a menos de 100 metros de mi casa, y fui desfilando frente a cada
civil recién baleado. Un día, mataron a mi tío Cesar y ya nunca volví a ser
niño. Después vino el terror paramilitar y ocurrió que estando de vacaciones,
fui interceptado e interrogado durante media noche por tres tipos diferentes,
pero siempre con preguntas parecidas. Mi primera ventaja: decir siempre la
verdad. Mi segunda ventaja: no pensé que fueran paramilitares, si no el miedo
seguro no me habría dejado hablar.
Tiempo después conocí la cara más cruda del conflicto,
viví la experiencia de dejar matar a un hombre sin hacer otra cosa que guardar
silencio; enterrar a otro en un estado tal de descomposición que todavía tengo
su olor impregnado en la nariz; pasar muchas veces por el retén de los paras
con el miedo constante a quedarte para siempre; ver a un hombre dejado por
muerto por la guerrilla levantarse con el pecho destrozado y caminar kilómetros
en busca de ayuda; encontrar un villorrio habitado sólo por cerdos, burros,
gallinas y perros porque la gente había huido esa mañana de prisa y con lo
primero que el miedo les dejó empacar.
En fin, puedo escribir que he conocido todas las
formas del miedo y que he muerto unas tantas pequeñas muertes que me han traído
hasta aquí. Hasta estas noches de fiebre en una ciudad distante en que me
cuestiono por la vida y por el mundo. He pensado en todo ello
durante estas largas desveladas, he reflexionado sobre el valor de la memoria y la
necesidad de escribir, de contar lo que ha sido una vida pasada entre la
enfermedad y la borrasca. Entonces es que me vino la imagen del gusano de la
guayaba, que crece donde nadie lo espera, que va comiendo su porción de la
fruta, sin descanso día y noche, hasta que viene un animal más voraz que se lo
consume en un solo bocado frutal, sin distinguir siquiera donde empieza lo uno
o termina lo otro. Yo soy ese mínimo gusano, y este blog, mi pequeño reino de
la guayaba.
interesante tu manera de describir tus experiencias, aunque un poco melancolicas....
ResponderEliminarhey eres bueno escribiendo.
ResponderEliminarBuscando acerca de si se pueden comer los gusanos de la guayaba me encontré con esta entretenida historia, muy interesante tu forma de escribir felicidades...
ResponderEliminarSin querer me comi unos gusanos de guayaba y buscando en internet si hacen daño, encontre tu blog, me encanto! Es interesante como la busqueda nos lleva a lugares inesperados que nos dan lindas sorpresas
ResponderEliminarSin querer me comi unos gusanos de guayaba y buscando en internet si hacen daño, encontre tu blog, me encanto! Es interesante como la busqueda nos lleva a lugares inesperados que nos dan lindas sorpresas
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