
De las tierras bañadas por el Danubio, vuelve Michael Haneke a la carga
con una historia de amor senil protagonizada por Emannuelle Riva, aquella
francesa perdida en las ruinas atómicas de Hiroshima mon amour, junto al
octogenario Jean-Francois Trintignat, uno de esos actores que hemos visto
envejecer de película en película. El tercer vértice del triángulo lo conforma
Isabelle Huppert, esa profesora de piano que con un mínimo gesto transmite un
estado del alma. Haneke barrió hace tres años con La cinta blanca, un filme
escoba que rasga la mirada con sus imágenes de lija, una puñalada visual, una
inmersión sin escafandra en el problema del mal. Así que la expectativa no
puede ser mayor. Sus acciones cotizan muy alto. ¿Qué conejo saltará de su
sombrero mágico?
Y de la rivera más cercana, retorna Alain Resnais que se resiste a la
muerte y al olvido con una película que se titula algo así como No has visto
nada en la que, si le creemos a las reseñas que llegan de la otra orilla, se
mezclan magistralmente el teatro y el cine. Un canto de amor a la tragedia
griega, a unos actores que son ellos mismos y a la herencia de Melies y los
Lumiére. Resnais es el cine en mayúsculas y con erre de Rebeldía. Nunca se
afilió a ninguna corriente, ni partido, aun cuando compartió efervescencias con
la Nueva Ola. Los suyo es el magisterio del arte sin velos, ni cortapisas. Es
uno de esos viejos pistoleros que siempre se guardan una bala para el final. Y
pareciese que vuelve a Cannes a despedirse, a cerrar un ciclo empezado hace más
de cuatro décadas cuando frente a la tragedia de la bomba y el amor, un japonés
le repetía a su amante en Hiroshima: “No has visto nada”. Estoy por creer que
un premio a estas alturas se queda pequeño para su talante. Una palma ya no
agrega nada a su corona de laurel.
Cruzando el anchuroso Atlántico, desemboca en la alfombra roja Carlos
Reygadas con su nueva película: Post Tenebras Lux, sin duda
otra trampa de cazar ojos tendida por el director mexicano más radical de los
últimos tiempos. De todos los tiempos, si excluimos a Buñuel. Este enfant
terrible, amado en Francia, entre sus paisanos cultiva el milagro del desprecio
colectivo. Y lo odian porque no lo comprenden. Pero ¿cómo entender a un
cineasta que traduce a Trakovski y Dreyer en clave tercermundista? ¿Cómo hablar
hoy de fe, resurrección, milagros y totalidad? ¿Cómo filmar con las lentes en
cruz y el vade retro impreso en la claqueta para evitar la tentación de los
amores perros? En una tierra de extremismos, Reygadas es el capo de las salas,
espanta a los fieles con sus imágenes de la belleza, como si de una performance
de la muerte se tratase. En sus tres incursiones a la costa mediterránea nunca
regresó con las manos vacías y ya se sabe que en Cannes las palmas se ganan por
puntos, nunca por nocaut.
Jacques Audiard viene con sangre en los ojos. El ángel de la gloria le
tocó el hombro cuando trajo El profeta, se aferró a su encanto un momento,
escuchó el restallar de los aplausos, pero siguió de largo dejándole alguno de
esos premios de consuelo y en la boca el sabor amargo de lo que se creía casi
seguro. Pero ahora lo intenta de nuevo. Sus películas precedentes avalan sus
aspiraciones. Está naciendo un astro en el horizonte del cine francés que no
tuesta palomitas para artistas, ni rinde homenajes facilones al cine gringo.
Audiard –como Dumont, Kechiche, Guediguian, Cantet o Beauvois- es el futuro del
cine francés. Encanta y sorprende por partes iguales. Sólo se espera que las
señales no sean equívocas y que aquél profeta no sea una simple voz en el
desierto.
De Latinoamérica regresa Walter Salles, uno de esos directores
inclasificables. Su obra es irregular, puede filmar una pequeña joya como Línea
de pase o volcarse en un esperpento hollywoodense como el remake de Dark Water,
una floja cinta de terror japonés. Salles se despacha con una adaptación de “On
the road”, la novela culmen de la generación beatnik. Veremos cómo salva su
acercamiento a Kerouac, aunque tratándose de viajes, Salles es un seguro
autoestopista del cine. Junto a Carlos Sorín, debe ser el director con más
kilómetros de camino filmado. Seguro le lloverán críticas de los fieles, le
tacharán de hereje, pero ya sabemos que al brasilero le gusta chamuscarse
cuando apuesta por el cine en serio, como aquella vez que desmitificó la imagen
del Ché en sus Diarios de motocicleta. Sin duda tiene la mejor plataforma para
reflotar su carrera como un heredero digno de Glauber Rocha, aunque su estética
ya no sea la del hambre, sino la del lulismo fílmico en ascenso. Ojalá no
desaproveche esta opción. Es ahora o nunca.
Desde los mares vikingos, vuelve Thomas Vintenberg, uno de los supervivientes
del Cine Dogma. Quizá el único que salió vivo de aquella celada cinefílica. Le
costó más de una década demostrar que lo suyo iba más allá del agujero negro
abierto por su apuesta iconoclasta, en la que quedó atrapado sin remedio su
compañero-jefe Lars von Trier, enfermo de algún tipo de megalomanía. Este joven
director ya demostró que además de espantar públicos burgueses con La celebración, una palma de oro merecida, podía contar buenas
historias; en tanto sus recientes películas, como Dear Wendy, hablan de su buen
pulso detrás de la cámara. Volcado en un cine de corte más clásico, después del
experimentalismo dogmático, su mirada se asienta a la sombra de una cinematografía
nacional en la que Dreyer y Kierkegaard actúan como faros guía.
El ejército persa vuelve a asolar las playas galas. Abbas Kiarostami,
como un Jerjes contemporáneo, ha comandado la conquista iraní de la alfombra
roja. En un tiempo en el que nada sabíamos de Irán, más allá de las referencias
perversas sobre la revolución islámica, Kiarostami nos enamoró con sus pequeñas
historias. Todos fuimos a la búsqueda de la casa de nuestros amigos, dejamos
que el viento nos llevara probando el sabor de las cerezas a través de los
olivos. Su cine atravesó los noventa dejando una estela de fuego en el callejón
de las termópilas de la imagen global. Le siguió una generación dorada proveniente
de aquellas tierras (Majidi, Gobhadi, Mafmalbakh o Panahi), pero cuando ellos
llegaron donde el viejo capitán había dejado el testigo, este se había marchado,
enfundado en sus gafas negras, escrutando otros horizontes. Lo suyo se tornó un
experimentalismo formal que vino a su encuentro mediado el nuevo siglo. Ahora
sorprende con una película rodada en Japón (Like someone in love) en homenaje a
los viejos maestros insulares de los que aprendió tanto. Ya sabíamos que amaba
a Ozu hasta el delirio, al punto de dedicarle más que una película (Five), un
ejercicio de vanguardia. ¡Hay moro en la costa!
Otro que arriba de lejanas tierras es el canadiense David Cronenberg,
el más visceral, kafkiano y surrealista de los directores contemporáneos.
Siempre bordeando el cine comercial, se las ha ingeniado para filmar el
malestar de la cultura occidental, alejándose del drama psicológico y
escrutando eso que llamamos “cuerpo”. Lo suyo es la fisiología elevada a imagen
fílmica. Es el anatomista de los nuevos tiempos. En cada película suya hay un
hombre que amanece convertido en un monstruoso insecto, alguien que debe arrastrar
su organismo por la pantalla como un caracol con su carga inútil y total. En los
últimos años filmó Una historia de violencia y muchos dijeron que había
cambiado, que se había vendido al cine-arte, un reproche absurdo para alguien
que sabe comercializar bien su piel; pero no creo en ese cambio, pues en el
fondo sigue con su escalpelo bien afilado, dispuesto siempre a mirar qué se
esconde debajo de la epidermis.
Y despojado del exotismo de hace tiempo, vuelve el rumano Cristian
Mungiu. Ya se llevó la palma con 4 meses, 3 semanas, 2 días, un drama abortivo muy bressoniano, y ahora intenta reverdecer
su gloria. En aquél entonces se dijo que de las tierras transilvanas venía la
renovación del cine europeo, que Mungiu era sólo la punta de un iceberg enorme,
pero quizá aquello no fue más sino una casualidad histórica, amplificada por una
crítica que desde sus gavias imagina tierra firme cada tanto. El tiempo se
encargó de demostrar que el descubrimiento era flor de un día, pues en aquél reino
ni siquiera había una industria que sostuviera la creación del joven director, de
tal manera que, con todo y el éxito internacional de su anterior filme, la promesa
tardó seis años para volver a Cannes, el tiempo de su odisea en busca de una nueva
película. Esta vez las esperanzas no son muchas. Difícilmente alcanzará la resonancia
ya obtenida, pero de su éxito o fracaso depende el que volvamos a ver su cine.
El mercado puede ser muy cruel con los cineastas de la periferia.
Finalmente,
de todas las latitudes arriban viejos zorros marinos y nóveles capitanes de agua
dulce. Una breve ojeada a la bitácora del festival muestra nombres como los de:
Ken Loach con una palma a cuestas por El viento que agita la cebada, aunque en
una caída dolorosa, quizá porque el mundo ya no necesita esa poética del
proletariado en la que enseñó su maestría; Matteo Garrone, que tras el éxito de
Gomorra, ha venido a encarnar la esperanza de un renacer del cine italiano, tan
sumido en el olvido; Andrew Dominik que después de la elogiada El asesinato de
Jesse James repite con Brad Pitt encarnando a un protagonista duro de matar; Wes
Anderson, quizá uno de los directores más imaginativos del orbe trae una aventura de boy-scouts esperpénticos titulada Moonrise Kingdom….
Y la lista de nombres que ilustran las tendencias del cine contemporáneo se sigue
extendiendo hasta allá donde la vista confunde el mar y el cielo. Así que
abandono esta atalaya, mientras un caracol en el oído me trae el eco remoto de
un festival que
mis ojos no han visto.
Definitivamente "No has visto nada" pero lo has escrito y descrito bellamente!!!
ResponderEliminarBueno, creo que salió mi primera apuesta por Michael Haneke y su "Amour", que ojalá llegue a nuestras salas...
ResponderEliminarDe ahí para abajo, también salieron favorecidas las pelis de Mungiu(mejor guión y actrices); Vintenberg (mejor actor), Garrone (Gran premio del jurado), Reygadas (Mejor director) y Loach (Premio Especial del Jurado), que también entraban en mi baraja...