En
noviembre del año 2003, cuando regresé a Bogotá con $50.000 en el bolsillo y
las ganas de estudiar literatura en remojo, me acerqué por vez primera a la Biblioteca
Pública La Marichuela, quizá porque no tenía dinero para gastar en libros y
porque era el espacio de lectura que me quedaba más cerca. También, porque
estaba tan solo, desparchado y sin oficio, que leer era una forma de matar el
tiempo y de cobrarme una vieja deuda con mis profesores de literatura, que yo
no sé cómo hicieron para birlarme la experiencia de los mejores libros de la
cultura occidental en bachillerato. ¡Malditos! En aquellos días, mientras
desempeñaba oficios tan poco literarios como lavador de platos en un
restaurante en Galerías o vendedor de tapetes para autos en el semáforo de
Yomasa, tuve tiempo para hacer un viaje sin brújula, al tin marín de do pingüé,
por los estantes de cuento y novela, que siempre están al margen de la demás
colección.
Llevé
una foto 3x4 con fondo azul y un recibo de servicio público, llené un
formulario y esperé una semana la llamada de confirmación de los datos, al cabo
de la cual pasé a reclamar un carnet que me daba la opción de sacar tres libros
en préstamo. Colección general, una semana y literatura, quince días. Ahora,
reviso una libretica de apuntes y encuentro en su respectivo orden cronológico,
con una referencia de una página, el listado de las cosas que leía entonces. Es
evidente, por las fechas continuas, que me dediqué a leer como un desesperado
todo lo que se me atravesaba, como si no hubiera mañana, como si tuviese que
recuperar el tiempo que había gastado en otras cosas. Empecé por la saga del
gaviero, siete novelas en una semana a razón de una por día. Nunca había leído
nada de Álvaro Mutis y me despaché toda su obra narrativa de un solo envión, en
la edición de tapas coloridas de “La otra orilla”. Esa prisa debe ser la causa
de que nunca recuerde cuales son las tramas separadas de Amirbar, Un bel morir o La nieve del almirante. Sé que una trata
de un viaje en un planchón río arriba, la otra es sobre la explotación de una
mina y la restante sobre un cargamento de armas a lomo de mula, pero hasta ahí
recuerdo.
Después
de Mutis seguí con Borges, sus cuentos de Ficciones
y El aleph fueron uno de esos
descubrimientos trascendentales, como cuando uno de niño se da cuenta que no
existe el niño dios, ni la cigüeña, dos entes de la misma naturaleza espectral.
Después, dice mi libreta que leí los cuentos petersburgueses de Gógol, una
antología de Chejov, El jugador de
Dostoievski y que dejé a medio camino Guerra
y Paz de Tolstoi, en un arrebato de amor por los autores rusos, que todavía
no se me pasa. De Herman Hesse me consumí El
lobo estepario y Sidharta, dos
novelas maravillosas; pasé a Faulkner con Mientras
agonizo y Las palmeras salvajes.
Después, siempre viajando hacia el sur del Río Grande, me devoré con ansias
locas Pedro Páramo de Rulfo, Las lanzas coloradas de Uslar Pietri, Los jefes y Los cachorros del primer Vargas Llosa y El astillero de Onetti, para terminar rendido a los pies de Rayuela, una de esas novelas que siempre
se me han resistido de una manera extraña. Así pues, para no hacer una
enumeración interminable de obras que no vienen al caso, paso a contar un nuevo
descubrimiento.
Uno
de aquellos días, mientras hacía la fila para sacar mis tres libros de
costumbre, observé en la cartelera un aviso que invitaba al club de lectores de
los viernes por la tarde. Así que en la siguiente sesión ahí estaba a la hora
señalada. Entonces fue que conocí al personaje, cómo describirlo, el típico
ñero ilustrado. Un individuo que de habérmelo encontrado en una calle desierta
me habría hecho pensar “¡aquí fue, me robaron!”. Pero no, El Cami, como le decían al individuo, no porque se llamara Camilo,
como efectivamente se llamaba, sino porque había despachado para el CAMI de
Santa Librada a más de uno a patecabra olímpica, era el coordinador del
incipiente club libresco. Aquél joven, que se notaba recién estaba estrenando
cédula, máxima aspiración de un ñero de barriada, me pareció un personaje muy
particular. Habríase visto tipo más leído y chicanero, si yo le hablaba de
Borges, él me salía con Saki o Lord Dunsany, que eran esos autores de los que
el maestro se había nutrido y que yo desconocía. Además resultó un erudito en
libro-álbum. Llegaba con sus historias de Willy
el tímido y de Olivia, que nos
leía con cierta expresión afectada. En fin, la cosa es que con el compadre
Camilo Urbano, desde entonces nos une una amistad libresca que siempre pasa por
las preguntas sobre los autores que cada uno va leyendo. Ahora, mientras yo le
cuento de un tal Mijaíl Bulgákov, él me azara la plaza con Roberto Bolaño, a
quien para más señas yo confundía hasta hace muy poco con Chespirito. Y claro,
si uno debe decir que la lectura rehabilita ñeros, el Cami sería la prueba más perfecta de ello.
En
ese club de lectores de los viernes, también conocí a un parche de jóvenes
inquietos y con muchos proyectos por delante. Llerly Darlyn que me invitó a un
taller de tango y que ha seguido durante años invitándome a tomar tinto con
limón a su casa. Dennis Martínez, una muchacha de risa bonita que no terminó de
crecer, pero que no lo necesita para ser una gran persona, quien venía siempre
con Carolina, una chica con ínfulas de poeta y un piercing en el ombligo. Anwar
Elí, un miembro del club de fans de Britney Spears, a quien le debo el haberme
llevado a conocer el Oldhu, que sería otra de mis casas. Tampoco me olvido de
los hermanos Oscar y Leidy Rodríguez, muy pilos ellos, de Patricia que escribía
unos textos todo góticos y, por supuesto, de Kelly Mejía, una muchachita casi
adolescente, quien estaba embarazada y tenía un ángel que todavía no pierde.
Esos nombres siempre los recuerdo con cariño, porque de su mano y sus palabras,
fui conociendo de otra manera esta Localidad. Se diría que fueron mis primeros
amigos usmeños. Ellos me llevaron a conocer el CEC Fe y Alegría, donde proyectaban cine o presentaban obras de
teatro los viernes por la noche, me invitaron las primeras cervezas en Música ligera, un templo del rock en
español donde me llené los ojos de humo mucho tiempo; pero, sobre todo, hicieron
más agradable la semana a la espera de nuestro pequeño espacio de lectores.
Ahora,
cuando devuelvo el casete y reviso mi libreta de apuntes, sé que la lectura, en
aquellos días, era una forma bastarda de escaparme del mundo, de mi triste
situación de miseria, desplazado en una ciudad llena de frío. La biblioteca fue
un oasis donde descansar los pasos. En sus estantes encontré, más que buenas
historias, una excusa para sortear el hambre. Por eso, todavía tengo medidos
los minutos y los pasos que me gasto de mi puerta a la suya. El camino también
siempre es el mismo. Sigo a la ruta del alimentador, paso tangente al parque
del Cortijo, cruzo por detrás del Colegio Cervantes, rodeo las instalaciones y
franqueo la puerta. Una vez allí siento que estoy en una vieja casa a la que
siempre volveré, porque el vínculo que me une con el espacio se ha tejido
durante una década y está signado por los nombres de las personas que hicieron
que me enamorara de esta humilde casa de las palabras, tan llena de historias y
recuerdos. Entonces, cuando cierran las puertas de Biblioteca de La Marichuela,
es como si me estuvieran clausurando la memoria de esos días en que los libros
eran un refugio seguro contra todas las catástrofes.
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