miércoles, 21 de agosto de 2013

Una biblioteca que era un oasis


En noviembre del año 2003, cuando regresé a Bogotá con $50.000 en el bolsillo y las ganas de estudiar literatura en remojo, me acerqué por vez primera a la Biblioteca Pública La Marichuela, quizá porque no tenía dinero para gastar en libros y porque era el espacio de lectura que me quedaba más cerca. También, porque estaba tan solo, desparchado y sin oficio, que leer era una forma de matar el tiempo y de cobrarme una vieja deuda con mis profesores de literatura, que yo no sé cómo hicieron para birlarme la experiencia de los mejores libros de la cultura occidental en bachillerato. ¡Malditos! En aquellos días, mientras desempeñaba oficios tan poco literarios como lavador de platos en un restaurante en Galerías o vendedor de tapetes para autos en el semáforo de Yomasa, tuve tiempo para hacer un viaje sin brújula, al tin marín de do pingüé, por los estantes de cuento y novela, que siempre están al margen de la demás colección.

Llevé una foto 3x4 con fondo azul y un recibo de servicio público, llené un formulario y esperé una semana la llamada de confirmación de los datos, al cabo de la cual pasé a reclamar un carnet que me daba la opción de sacar tres libros en préstamo. Colección general, una semana y literatura, quince días. Ahora, reviso una libretica de apuntes y encuentro en su respectivo orden cronológico, con una referencia de una página, el listado de las cosas que leía entonces. Es evidente, por las fechas continuas, que me dediqué a leer como un desesperado todo lo que se me atravesaba, como si no hubiera mañana, como si tuviese que recuperar el tiempo que había gastado en otras cosas. Empecé por la saga del gaviero, siete novelas en una semana a razón de una por día. Nunca había leído nada de Álvaro Mutis y me despaché toda su obra narrativa de un solo envión, en la edición de tapas coloridas de “La otra orilla”. Esa prisa debe ser la causa de que nunca recuerde cuales son las tramas separadas de Amirbar, Un bel morir o La nieve del almirante. Sé que una trata de un viaje en un planchón río arriba, la otra es sobre la explotación de una mina y la restante sobre un cargamento de armas a lomo de mula, pero hasta ahí recuerdo.

Después de Mutis seguí con Borges, sus cuentos de Ficciones y El aleph fueron uno de esos descubrimientos trascendentales, como cuando uno de niño se da cuenta que no existe el niño dios, ni la cigüeña, dos entes de la misma naturaleza espectral. Después, dice mi libreta que leí los cuentos petersburgueses de Gógol, una antología de Chejov, El jugador de Dostoievski y que dejé a medio camino Guerra y Paz de Tolstoi, en un arrebato de amor por los autores rusos, que todavía no se me pasa. De Herman Hesse me consumí El lobo estepario y Sidharta, dos novelas maravillosas; pasé a Faulkner con Mientras agonizo y Las palmeras salvajes. Después, siempre viajando hacia el sur del Río Grande, me devoré con ansias locas Pedro Páramo de Rulfo, Las lanzas coloradas de Uslar Pietri, Los jefes y Los cachorros del primer Vargas Llosa y El astillero de Onetti, para terminar rendido a los pies de Rayuela, una de esas novelas que siempre se me han resistido de una manera extraña. Así pues, para no hacer una enumeración interminable de obras que no vienen al caso, paso a contar un nuevo descubrimiento.

Uno de aquellos días, mientras hacía la fila para sacar mis tres libros de costumbre, observé en la cartelera un aviso que invitaba al club de lectores de los viernes por la tarde. Así que en la siguiente sesión ahí estaba a la hora señalada. Entonces fue que conocí al personaje, cómo describirlo, el típico ñero ilustrado. Un individuo que de habérmelo encontrado en una calle desierta me habría hecho pensar “¡aquí fue, me robaron!”. Pero no, El Cami, como le decían al individuo, no porque se llamara Camilo, como efectivamente se llamaba, sino porque había despachado para el CAMI de Santa Librada a más de uno a patecabra olímpica, era el coordinador del incipiente club libresco. Aquél joven, que se notaba recién estaba estrenando cédula, máxima aspiración de un ñero de barriada, me pareció un personaje muy particular. Habríase visto tipo más leído y chicanero, si yo le hablaba de Borges, él me salía con Saki o Lord Dunsany, que eran esos autores de los que el maestro se había nutrido y que yo desconocía. Además resultó un erudito en libro-álbum. Llegaba con sus historias de Willy el tímido y de Olivia, que nos leía con cierta expresión afectada. En fin, la cosa es que con el compadre Camilo Urbano, desde entonces nos une una amistad libresca que siempre pasa por las preguntas sobre los autores que cada uno va leyendo. Ahora, mientras yo le cuento de un tal Mijaíl Bulgákov, él me azara la plaza con Roberto Bolaño, a quien para más señas yo confundía hasta hace muy poco con Chespirito. Y claro, si uno debe decir que la lectura rehabilita ñeros, el Cami sería la prueba más perfecta de ello.

En ese club de lectores de los viernes, también conocí a un parche de jóvenes inquietos y con muchos proyectos por delante. Llerly Darlyn que me invitó a un taller de tango y que ha seguido durante años invitándome a tomar tinto con limón a su casa. Dennis Martínez, una muchacha de risa bonita que no terminó de crecer, pero que no lo necesita para ser una gran persona, quien venía siempre con Carolina, una chica con ínfulas de poeta y un piercing en el ombligo. Anwar Elí, un miembro del club de fans de Britney Spears, a quien le debo el haberme llevado a conocer el Oldhu, que sería otra de mis casas. Tampoco me olvido de los hermanos Oscar y Leidy Rodríguez, muy pilos ellos, de Patricia que escribía unos textos todo góticos y, por supuesto, de Kelly Mejía, una muchachita casi adolescente, quien estaba embarazada y tenía un ángel que todavía no pierde. Esos nombres siempre los recuerdo con cariño, porque de su mano y sus palabras, fui conociendo de otra manera esta Localidad. Se diría que fueron mis primeros amigos usmeños. Ellos me llevaron a conocer el CEC Fe y Alegría, donde proyectaban cine o presentaban obras de teatro los viernes por la noche, me invitaron las primeras cervezas en Música ligera, un templo del rock en español donde me llené los ojos de humo mucho tiempo; pero, sobre todo, hicieron más agradable la semana a la espera de nuestro pequeño espacio de lectores.

Ahora, cuando devuelvo el casete y reviso mi libreta de apuntes, sé que la lectura, en aquellos días, era una forma bastarda de escaparme del mundo, de mi triste situación de miseria, desplazado en una ciudad llena de frío. La biblioteca fue un oasis donde descansar los pasos. En sus estantes encontré, más que buenas historias, una excusa para sortear el hambre. Por eso, todavía tengo medidos los minutos y los pasos que me gasto de mi puerta a la suya. El camino también siempre es el mismo. Sigo a la ruta del alimentador, paso tangente al parque del Cortijo, cruzo por detrás del Colegio Cervantes, rodeo las instalaciones y franqueo la puerta. Una vez allí siento que estoy en una vieja casa a la que siempre volveré, porque el vínculo que me une con el espacio se ha tejido durante una década y está signado por los nombres de las personas que hicieron que me enamorara de esta humilde casa de las palabras, tan llena de historias y recuerdos. Entonces, cuando cierran las puertas de Biblioteca de La Marichuela, es como si me estuvieran clausurando la memoria de esos días en que los libros eran un refugio seguro contra todas las catástrofes.






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