Yenny Perdomo
nunca se fue de Usme.
Hay personas así,
imprescindibles, que luchan y luchan y vuelven a luchar, hasta que un día la
muerte los sorprende en el oficio, sacando sus castañas del horno, maquinando
los días venideros, haciendo caminos con sus pasos. Entonces, la muerte, esa
amante loca, apura de dos sorbos grandes su vida, pero ellos no se van, no se
entregan, no se dan a la tierra tan fácilmente. Resisten hasta donde es posible
la resistencia y caen, como los árboles añosos, de un solo golpe, sin
aspavientos, para ni siquiera dañar los tallos nuevos con su caída.
Hay personas así, que
no se van porque no les viene en gana y Yenny era de esas, por eso nunca se fue
de Usme.
El camino no fue
fácil, nunca ha sido fácil si naciste al sur del ecuador capitalino, si la
bienestarina forjó tus huesos, si supiste desde temprano que eras de los más,
de los nadies, de los que apenas tienen sus sueños a cubierto de los aguaceros.
El suyo, ser artista plástica — ¡Madre de dios! ¡Niña, pero cómo se te ocurrió
tal despropósito!— en un tiempo en que nadie quería, ni pensaba, ser eso.
Cuántas veces te dirían que los artistas se mueren de hambre, que mejor otra
cosa, un oficio dinerario, una carrera tecnológica en el Sena. Pero no, viviste
lo suficiente para demostrarte, para demostrarles, para demostrarnos, que la
muerte no era el arte, que el arte era la vida.
Después hizo de
todito, sin huir a ninguna parte. Porque Yenny, amigos míos, nunca se fue de
Usme.
Por sus obras la
reconocimos. Un día cualquiera de un año olvidado amanecieron sus estructuras
metálicas, en hilera sobre la avenida, llenándose de barro y tiritando de frío,
sorprendiendo al transeúnte, una fractura en el hueso poroso de la calle, el
humo y el tráfago cotidiano. Entonces, Jaime Barragán me contó de ella, de
la ferretería familiar, del trabajo para extraerle la belleza inconsciente al
metal. Y también me contó que ahí estaba, al alcance de media cuadra, porque
nunca se había ido de Usme.
Después nos
conocimos, no sé cómo, no sé cuándo. En una de esas. En algún mitin, reunión,
debate, foro, festival o francachela. Sin presentaciones. Y coincidimos en
ideas, en trabajos, en proyectos. Algunas veces nos tomamos unas cervezas con
todo el parche, otras veces un tinto en su casa, otras más, en la emisora. Y
hablábamos de las cosas que se hablan al amparo de la neblina, un poco de lo
tuyo, otro poco de lo mío y un poco más, ingenuamente, de cómo cambiar el
mundo. Y siempre, sin afugias, de esta Localidad que sentía como su casa, un
nido que le dolía adentro, al que le quemó tantos años, porque, perdonen que me
repita, Yenny nunca se fue de Usme.
Alguna vez nos
encontramos en el pueblo y fuimos hasta la casita que había comprado en la
vereda La Requilina. Entonces, soñaba construir algo así como un refugio para
artistas del mundo, un albergue de libertad en torno a los sembradíos de
arveja. Antes o después, empezó su trabajo con los campesinos, porque cada vez
se iba identificando más con las botas, la ruana y el sombrero. Ya no quería
vivir en Santa Librada, sino allá arriba, con otras mujeres y esa otra familia
que le abría su alma de par en par, cada vez más cercana al polen y a las
raíces.
En el último tiempo,
se hizo el silencio. Ya no supe nada de las cosas en que andaba, pero la
imaginaba allá, en lo suyo, lejos del mundanal ruido, incluso del arte,
construyendo de otras maneras, sembrando nuevas cosechas. Hasta ayer que la
fatal noticia me pasmó la sangre de asombro y me llenó el pecho de sombras.
Ahora que lo pienso y
que lo escribo, concluyo que, a pesar de todos los pesares que sumados son la
vida, hay algo elemental que palpita en su memoria, que dice de ella más de lo
que dicen mis palabras. Lo evidente, lo que se hace necesario comprender en su
sentido más radical y profundo es que ni siquiera la muerte la alejará de nuestro
lado.
Porque vos, Yenny
Perdomo, nunca te fuiste de Usme. Nunca lo hiciste. Nunca.
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