martes, 9 de agosto de 2011

En la escena del crimen… este cine sí pasa aquí.


Theodor Adorno se preguntaba si era posible la poesía después de Auschwitz. Esa misma inquietud me ha rondado cada que veo una película que intenta dar cuenta del conflicto colombiano. En ese terreno son muchas las imágenes del naufragio que hemos ido acumulando. Caminos trillados por donde se desemboca en la estupidez fílmica. Sin embargo, Todos tus muertos es una “rara avis” dentro de ese cine. Se acerca a la denuncia, pero denosta del panfleto. Muestra un montón de muertos, pero los priva de la morbidad telúrica de los cuerpos en descomposición. Habla del fracaso de nuestra democracia desde la sutileza del entredicho. Cuenta una historia que de cotidiana se nos volvió paisaje y recupera la dignidad perdida, a manos de la narconovela, de eso que podríamos llamar el “cine de la violencia”.
Todos tus muertos es una película llamada a abrir un camino en el maizal reseco de la cinematografía nacional. Lo suyo no son crispetas para el alma, sino mazorca biche que deja un poso de inquietud en los paladares más bienpensantes. Carlos Moreno, el joven director que firmase esa pequeña obra maestra que es Perro come perro, esta vez cuenta la anécdota de Salvador, un campesino que un domingo de elecciones se encuentra con un montón de muertos en su cultivo. Hasta allí no estoy adelantando nada que no se haya dicho en la sinopsis del film; sin embargo, esta es sólo la excusa para darle vuelo a una historia que roza diversos géneros, sin caer en ninguno, mientras va construyendo las claves de su propio relato.
El descubrimiento de la masacre es el elemento que viene a desestabilizar el principio de realidad del personaje principal, un Álvaro Rodríguez en estado de gracia a años luz de sus personajes televisivos, para quien el mundo  tal como lo conoce se resquebraja en ese momento. De allí en adelante la película deriva hacia un universo en el que lo “real” se desvanece en el aire, se atasca en la malla del discurso burocrático, se hace inabarcable para la conciencia de un rudo trabajador que no puede asimilar el horror de cincuenta muertos como si de una cosecha de cuerpos se tratase. Lo real, entonces, es la principal víctima del relato cinematográfico, se destroza toda ilusión de una Verdad absoluta a la cual atenerse, quedándose el espectador con los fragmentos de un cuento que no se puede volver a pegar, como si de un espejo roto se tratase.
Una vez desvanecido cualquier asidero realista estamos frente a la pureza del acto fílmico, las cosas ya no son como deberían ser en el mundo objetivo, sino que son como se reacomodan en la imaginación enfebrecida de Salvador, es entonces que las composiciones de los encuadres adquieren el estrabismo visual del “bizco” y  los muertos se muestran en toda su irrealidad, como si de una instalación performática se tratase, se mueven por una extraña voluntad, miran a la cámara de forma insospechada, pueden ser ubicuos o, al final, levantarse frente a la incredulidad de nuestros ojos, en una escena que nos recuerda el final fellinesco de Y la nave va.
Ahora bien, desde el inicio, la película insiste en mostrarnos la extrañeza, así que cuando un gallo amanece muerto, sabemos con Gabo, que en este pueblo calenturiento “algo raro va a pasar”, como si debajo de la cotidianidad se tejiese una tela de araña mucho más compleja. Sin embargo, es el descubrimiento del protagonista, un pequeño hombre en el sentido más gogoliano posible, lo que hace que este se tenga que enfrentar a un universo que lo supera totalmente, pero, sobre todo, que no corresponde con su horizonte de sentido. Cuando Salvador va al pueblo en busca de ayuda, guiado por una idea de simple sentido común, se estrella con un mundo absurdo en el que los intereses de quienes sustentan el poder demarcan unos códigos incomprensibles, un lenguaje extraño en el que la amenaza de lo desconocido se posa sobre sus hombros, dejándolo en una estaticidad desnuda de palabras –se diría que el hombrecito también está muerto- y que se corresponde con esa imagen de su bicicleta a la que le han robado una llanta; sin duda un guiño al cine del gran Vittorio, amigo como Moreno, de esos pequeños hombres de pueblo siempre superados por sus circunstancias.
Si en Perro come perro asistíamos al mundo de los lavaperros del narcotráfico, signado por juegos, trampas y armas humeantes, que iba socavando a los personajes hasta rendirlos para la muerte. En Todos tus muertos, Moreno se aleja de su ópera prima para construir un paisaje igual de soporífero, pero mucho más terrorífico, donde las dimensiones del secreto ligado a los poderes en la trasescena se muestran como una espada de Damocles que puede caer en cualquier dirección. En ese sentido, la película se configura como una “pieza de cámara tropical” en la que la tensión dramática está aumentando con la misma intensidad del calor que reverbera en la pantalla o con el incesante repiquetear de un teléfono celular que nos enloquece a todos, mientras dos gallos de pelea, como los personajes principales, se debaten en una confrontación que sólo se saldará con sangre, única forma de la violencia explícita que salpica el relato, pero que en su crudeza nos señala lo innominado de la masacre.
Finalmente, hay quienes han calificado a Todos tus muertos de comedia negra, de farsa, de metáfora, de ensayo surrealista y de otras tantas etiquetas que sirven para taxonomizar este tipo de obras, inclasificables en su misma originalidad; pero para mí que ésta es simplemente un tipo de película que rompe con las amarras del cine precedente, e intenta, en el ejercicio de la libertad creativa, dar un paso hacia adelante y cuestionar el modo de representación de la violencia en nuestra tradición fílmica. Una peli que juega sus bazas en su negación a retratar el horror, a favor de un espacio vacío en el relato para que sea el espectador quien complete la trama, quien reclame todos sus muertos y al final descubra que la realidad es aquel lugar en el que los cadáveres todavía tienen nombre y se pueden contar.

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