lunes, 22 de agosto de 2011

¡Desmovilízate, el diablo te espera!


El cine de género no hace falsas promesas. Las películas pueden ser buenas, regulares o malas, pero el espectador nunca podrá decir que lo engañaron, que le ofrecieron un producto y le vendieron otro. En su comercio no existe espacio para la defensa del consumidor. Lo máximo que se podrá reclamar es que el espectáculo no cumplió con las expectativas creadas, que la película en cuestión es menos de lo esperado, pero nunca que nos metieron gato por liebre. Cada género, trátese del western, la comedia o el cine de terror, ha construido sus propios códigos de representación, con una narrativa particular destinada a generar ciertas emociones bien calculadas. En ese sentido, lo que el consumidor audiovisual busca en un thriller, un género que deriva su nombre de la palabra thrill (emoción), es que le mantenga pegado a la butaca o al brazo del compañero.
Saluda al diablo de mi parte, una película colombiana de los hermanos Juan Felipe y Carlos Orozco, con uno de esos títulos hermosos y definitivos, no se va con rodeos, ni engaña a nadie, es un thriller puro, duro y punto. Desde los treinta segundos que dura su tráiler se nos vende como un cóctel explosivo de disparos, venganzas y otras malas hierbas, y sus ajustados noventa minutos de duración van de eso y otro poquito. El diablo –ahora Ángel en plan de reinserción- ha secuestrado, matado y violado la ley en el pasado. No está exento de culpa, pero intenta reiniciar una vida normal, como si nada. Busca trabajo, pero en todas partes le cierran la puerta. Vive en una pensión de mala muerte con su pequeña hija, con la que intenta cumplir las funciones de padre. En ese sentido, de entrada la peli nos habla de un hombre culpable, no estamos frente a un inocente. Hay un pasado que se esboza, pero que nunca se designa de todo. No hay flashbacks, lo que es un gran acierto. Ángel lleva una cicatriz sobre el rostro como una marca de Caín, un estigma del pretérito que se hace patente frente al espejo, que le dice que su demonio interior no ha muerto. En el otro extremo se ubica Léder, un empresario víctima de un secuestro que le ha dejado con las piernas muertas, condenado a una silla de ruedas, contando las horas para cobrar su venganza contra el diablo y los que le privaron de la libertad 1230 días en una fosa monte adentro.
Así planteada la línea argumental, estamos frente a un cierto tipo de cine que no se va por los atajos, sino que toma el toro del thriller por los cachos. Por supuesto que el tema de las retaliaciones es uno de los comodines mejor jugados por este género, para la muestra esa trilogía sobre el tema (Simpatía por Mr. Venganza, Oldboy y Lady Venganza) dirigida por el coreano Park Chan-Wook o el díptico Kill Bill de Quentin Tarantino, por lo que en ello los Orozco no están descubriendo una tierra de promisión, como tampoco lo hacían en su ópera prima Al final del espectro, un film de miedos bien dosificados, heredero de todo el terror oriental. Ello significa que estamos ante un par de realizadores que ven cine, que conocen la industria, que saben hacia dónde se mueve la taquilla -lo que implica una cierta forma de estar a la vanguardia-, y que, sobre todas las cosas, quieren hacer productos de gran factura contando historias que crecen silvestres en nuestro propio jardín.
Lo que hace diferente a esta venganza en celuloide es que se ubica socio-temporalmente en tiempos de la cuestionada “Ley de Justicia, Paz y Reparación”. La película niega de plano las bondades de la susodicha artimaña legalista pensada sólo para favorecer a criminales de guerra. Nos dice que con ella no se construirá ninguna paz, que tampoco se puede hablar de justicia cuando los asesinos andan sueltos por las calles, conduciendo flamantes carros de último modelo, o siguen infiltrados en las fuerzas del gobierno, cuidándonos, como cierto tigre de un comercial de seguros de vida. Se asume que con la Ley no habrá reparación hacia las víctimas, a las cuales les queda el camino de la retaliación para darle un sentido a sus frustradas existencias tras las tragedias experimentadas, si, como Léder, tienen los recursos para financiar sus aventuras vindicativas; o el silencio, la rabia y la resignación para los pobres.
La película también nos dice que no hay tranquilidad, perdón y olvido para los asesinos; que la culpa no les dejará conciliar el sueño mientras exista el riesgo de que a la vuelta de la esquina una bala les espere o que en la noche les manchen la puerta con la misma sangre que derramaron; que no hay segundas oportunidades o que nadie quiere a un reinsertado de vecino o en su lugar de trabajo sin que siquiera haya pasado una temporada en la cárcel. Es  por ello que el leit motiv de Léder es “El Estado no puede perdonar por nosotros, el perdón es una cuestión personal”, y está visto que él no puede permitírselo. Entonces recordé que alguien decía que somos una sociedad vindicativa, que preferimos la venganza sobre la compasión, la ley del talión en su forma más prístina; una tierra donde florecen los castaños, uribes y tirofijos, tres caras de la misma moneda, siempre dispuestos a sus cruzadas revanchistas.

Pero el rostro de la venganza tiene muchas aristas, no se detiene sólo en la muerte del otro, sino que necesita la presencia, viva y respirante, del adversario frente a frente; precisa la humillación, el encierro, la persecución, el peso de la fuerza, el dolor de la sin salida, la vejación en todas sus formas, el “matar con cortauñas”, poquito a poquito y después dar tres vueltas con el cadáver enemigo atado al carro, como hiciese Aquiles. Eso lo sabe Léder, que obliga al diablo a matar a sus antiguos camaradas, pudiendo hacerlo él mismo; lo sabe Moris que juega toda la película con el ácido sulfúrico para vengarse de unos estudiantes que han rociado a un policía veterano y lo saben los periodistas de crónica roja que han cubierto todas la vendettas entre reinsertados de nuestra historia reciente. Así las cosas, la venganza requiere al otro, el secuestrador es secuestrado por la presa y se aniquila a sí mismo en su deseo ciego. Víctima y victimario intercambian papeles porque son idénticos. Lo muestra la escena en la que la niña después de escuchar al padre a través de la radio pujando de dolor mientras se saca una bala, se esconde debajo de la cama y siente el jadeo de Léder tratando de maniobrar su silla de ruedas.
Esta secuencia, además de ser una perfecta imagen freudiana del deseo femenino hacia el padre que retoza en la oscuridad, sirve para patentizar el hecho de que el perseguido y el secuestrador son la misma persona y que se mueven uno en torno al otro atraídos por una fuerza de tipo sensual, estableciendo una relación indisociable entre las pulsiones violentas y sexuales. El deseo se torna mimético, los individuos se convierten en sujetos de deseo y deseantes a través de la fuerza, incluso es evidente que en este relato los hombres sienten una pulsión homosexual por sus contrapartes, nos lo dicen ciertas escenas de un coqueteo físico entre el horror, caricias que son golpes, conversaciones entre el placer y la pena, y es en este campo en el que juega la derrota final de Léder, nuestro titiritero criollo, en el acto de ya no disponer de un cuerpo secuestrado para sí, un cuerpo en el que también proyecta su deseo de moverse por la pantalla con unas piernas prestadas.
De otra parte, no descubro nada nuevo si afirmo que la película es un recital de violencia. Los casquillos de las balas caen sin cesar, las explosiones se multiplican, la sangre deviene en ríos color púrpura, y las ejecuciones se suceden sin descanso, casi siempre a través de una rutina banal y grotesca; pero la de los hermanos Orozco, a diferencia de la violencia retratada por Sam Peckinpah y sus herederos, es una violencia desprovista de belleza, brutalidad pura sin poesía. Todo es sucio, la corrupción de ese universo imaginado se torna imagen fílmica, los lugares de la muerte parecen ruinas de un mundo en desarrollo, oscuros callejones donde los hombres ocupan el lugar de la basura; no lugares donde los cuerpos se cosifican, se tiran al río, se rocían con ácido, se van dejando por ahí, como desechos de una fuerza antigua, tal como apuntase Simone Weill en un bello ensayo sobre La Ilíada, mientras continúa girando la roja noria de la venganza, ab infinitum, hasta que todos estén muertos y saluden al diablo de nuestra parte.
Sin embargo, a pesar de ese ambiente gris y malsano en que respira la película, del triste sistema de valores por el que se rigen sus personajes, todos atados a unas cadenas del poder y la muerte, de la carencia de un personaje positivo con el cual se pueda identificar el espectador, del túnel sin salida que propone el móvil de la venganza, que es según René Girard la fuerza más autodestructiva que puedan desencadenar los hombres; a pesar de todos esos pesares, aún queda un lugar para la belleza, no en la simple calidad de las imágenes mostradas, sino en el terreno del placer estético, lo que ocurre cuando el espectador es afectado por un thriller que está hecho para emocionar a la platea, tensionar la mirada, herir sensibilidades y situarnos frente a una ventana indiscreta por la que se observa la terrible verdad de la violencia nacional. Aunque, claro, en la última secuencia respiramos aire  fresco con la imagen esperanzadora de dos mujeres que huyen a ninguna parte y que quizá tengan la fuerza para fundar otro mundo sin odio. Helena y la niña toman un camino incierto, ambas son víctimas del conflicto, huérfanas de un demonio que se pasea entre nosotros.
Finalmente, frente a otras películas colombianas que apuestan por mayores riesgos formales, Saluda al diablo de mi parte se ubica en el terreno conocido del cine de género, hasta cierto punto previsible y en eso mismo desprovisto de engaño, pero lo hace con altura, dejando una estela por la que deberán transitar quienes intenten seguir sus pasos en la tarea de producir thrillers de gran factura; y, aunque no se pueden dejar de mencionar ciertas debilidades en la estructura del guión que pueden afectar la verosimilitud del relato, éstos se ven subsanados por una producción impecable, un montaje basado en la tensión in crescendo (para la muestra la escena del duelo final entre Moris y el diablo) y unos actores que bordean con pericia sus personajes, estupendos el venezolano Edgar Ramírez, de quien ya conocíamos sus capacidades haciendo de chacal para Olivier Assayas y el peruano Salvador del Solar, tan desperdiciado en la pequeña pantalla. 

Cuando corren los créditos finales, uno sale de la función con el desasosiego de haber visto una ficción que no por ello se aleja de nuestra realidad, una película que se nos atraganta en alguna parte y que nos recuerda la certeza de que quien demonios da, diablos recibe.

2 comentarios:

  1. Me gusta el estilo de su reseña de cine... pero me gustaría oír frases más afirmativas, con argumentos claro, pero que digan con precisión lo que piensa... no pude descubrir en últimas si le gustó la película o es un bodrio de mierda.

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  2. Bueno, entonces resumo, para mayor claridad:
    1. Es una buena película de género.
    2. Te ofrecen disparos, violencia y escenas fuertes y te cumplen.
    3. Es un cine hecho con los parámetros del mejor thriller hollywoodense.
    4. Me parece interesante su acercamiento al tema de la venganza.
    5. No es una película de cine arte, ni tiene cualidades poéticas, ni estamos cerca de lo que sería un Takeshi Kitano, por poner un ejemplo.
    6.A mí me gustó, pues hay días en que uno sólo quiere que lo entretengan sin más.

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