jueves, 4 de agosto de 2011

Un allenígena en el París de las maravillas

Hubo una época en que París era la capital del mundo y Woody Allen era Woody Allen. Ya no es así. París es una ciudad de postal, rendida a los encantos faranduleros de una Carla Bruni, primera dama y todo, que actúa en las películas del director neoyorkino. Debe ser que el mundo está muy mal.

El viejo Woody siempre ha sido diestro en el arte del cóctel cinematográfico. La fórmula, aplicada con desiguales resultados desde sus tiempos de comediante consiste en acumular toda la mitología sobre un tema, una corriente artística o un evento histórico, y sacar de esa mezcla un tutti-frutti original, en cuyo sabor no se distinguen los diferentes materiales que lo componen. Así, por ejemplo “Bananas” recogía la mitología sesentera sobre las revoluciones latinoamericanas, en especial la leyenda de la Sierra maestra. Luego vendrían obras como “Sombras y niebla”, “Misterioso asesinato en Manhattan” o “Acordes y desacuerdos” –por sólo mencionar algunas- que jugaban eclécticamente con la memoria del expresionismo alemán; el universo de Alfred Hitchcock o el mundo originario del jazz. Lo mismo hacía en “Para acabar de una vez con la cultura”, su particular libro de ensayos. Toma un tema, los deshuesa, muestra lo cómico de sus postulados y luego pasa al siguiente. Así, desde el psicoanálisis hasta la existencia de Dios. Después haría de esa fórmula un filón cinematográfico. Y el éxito no se dejó esperar. Muchas de sus obras tienen el gusto de lo conocido, la sombra inevitable de la fuente inspiradora, pero se sitúan en ese espacio que llamaba Lotman la “variedad significativa”, una obra que bebe en la tradición, pero no se limita a copiarla, sino que la reinterpreta.

El problema surge cuando los ingredientes son tan evidentes, tan abundantes, tan exagerados, que ya no queda sino una colcha de retazos que deja ver las costuras. Es entonces que el cóctel se sale de cauce y los árboles no dejan ver el bosque. Eso es lo que ocurre en la última película de Woody Allen, que cuando el guiño no da vida, mata. Y es que no se puede construir un film sólo con referencias a otros relatos, pues la obra ya no reposa en sí, sino en su hipertextualidad. Eso ya no es cine, como un diccionario no es una obra literaria. Lo terrible, entonces, de Medianoche en París es que no tenemos película, sólo citas, pies de página para ratones de biblioteca. Así como en el cuento de Borges “Examen de la obra de Herbert Quain”, no hay cuento, sólo enumeración bibliográfica, con una ventaja a favor de Borges y es que el catálogo es completamente ficticio, algo diferente ocurre cuando intentamos taxonomizar la mitología de la historia, en sentido barthesiano o lo que Lezama Lima llama “las eras imaginarias”. Y es a eso a lo que juega Woody Allen, acercándose peligrosamente a esas puestas en escena de Peter Greenaway, donde el cine se torna catálogo.

La película abre con una serie de imágenes, postales estáticas de una ciudad que nunca duerme. Es París, pero se parece a esa Roma abandonada de El eclipse de Antonioni; si en aquella los lugares desolados quedaban como meros testigos de lo que fue, vaciedad de una historia de amor frustrada, aquí la postal juega a fungir como estatua, recorderis de la eternidad. París siempre estará allí como el Elíseo, el Arco del triunfo, el Sena o Notre Dame. Así que cualquier historia de un hombre perdido en su medianoche es la historia de todos los hombres que se tragó la bohemia. El tiempo se contrae, da saltos, de Versalles a la bélle epóque, de los años veinte a nuestra contemporaneidad; pero el pensador de Rodin, como los grandes monumentos o la Bruni siguen estando ahí. Piedras de infinitos. Pero es sólo el principio.

Owen Wilson, pésimo actor donde los haya y el allenígena de ocasión, se pierde en esta ciudad y un coche de anticuario lo recoge todas las noches para llevarlo al barrio latino, donde la “Fiesta” –título de una novela de Hemingway- nunca se detiene. Hasta allí estamos en presencia de un truco de lo más utilizado desde Lewis Carrol. El espacio se complejiza, unas campanadas actúan como espejo y todo se vuelve extraño. El salto se da sin sobresalto, entras al automóvil y te vuelas noventa años hacia atrás. El problema radica en lo que encuentra el protagonista al otro lado, ni más ni menos que la creme de la creme intelectual y artística que pasó por París en una década, parece que todos viven en el mismo bar, que todos se conocen y lo que es peor, que este mediocre escritor es el centro de atracción entre tantas lumbreras; frente a él los demás son sombras. Penosa la anécdota de un Buñuel medio estúpido y un Dalí que habla como los indios en las viejas pelis del Oeste: “Hau, yo ser Dalí”. Lo demás no es otra cosa que una serie de lugares comunes, clichés de la peor factura en la que se suman pequeñas anécdotas y van desfilando los Fitzgerald, Hemingway, Cole Porter, Elliot, Gertrude Stein, Picasso, entre otros muchos… pero empeora la situación cuando damos otro salto de matroska y nos encontramos en el mismo Moulin Rouge con Toulusse Lautrec, Degas y Gaugin. Después ya no tiene nada de raro que aparezca el mismísimo Rey Sol pidiendo guillotinar a un sabueso que ha tenido la desdicha de caer por Versalles. ¿La guillotina, acaso, no la inventaron los revolucionarios tiempo después? Es entonces que yo siento vergüenza ajena. Si seguíamos así la película iba a desembocar en el Big Bang.

Por supuesto que a mi alrededor todo son risas, cada que aparece un artista reconocible por su imagen-cliché la gente lo identifica; así las cosas esto parece más un juego de adivinanzas para mamertos. ¿Quién será el siguiente? La película se desmadra, se pierde cualquier tipo de relato. ¿Qué importa a estas alturas? Todo cae en lo previsible, los personajes históricos son caricaturas de sí mismos, meros figurantes sin ningún peso de carácter. La película no dice nada sobre la agitación política de la posguerra, ni de las cicatrices en el alma que el conflicto había dejado en todos estos artistas a los que la misma Stein llamó “La generación perdida”, nada de eso, estos sólo son unos borrachones, ni siquiera clasifican como bohemios, despojados de toda humanidad. Y como para que la función esté completa, Allen nos regala un par de escenas robadas de “Regreso al futuro”, aquellas de la paradoja del tipo que lee un libro sobre el pasado y regresa a jugar con ese saber o aquella en donde el protagonista le regala a Buñuel la idea para que haga “El ángel exterminador”; eso me recuerda a una serie estadounidense ochentera en la que un par de personajes iban por la historia resolviendo entuertos para que todo fuera como fue.

El problema último de la película es su esnobismo ramplón, esa actitud de turismo cultural que ya había esbozado Vicky Cristina Barcelona y que aquí se profundiza, como si una película fuese una guía superflua y total sobre una ciudad. Resulta curioso que al principio el allenígena se despacha contra la pedantería del pseudointelectualismo, llegando incluso a cuestionar la autoridad académica de La Sorbona. Después descubrimos que la película misma es un monumento al esnobismo más en boga, que juega a ser un divertimento para iniciados, pero todo es levedad, anecdotario vacío, oropel para un público que sale de la sala reconfortado creyendo que esto es exclusivo, que no es para todo el mundo, con lo que se cree más inteligente, más astuto, más pilo. Gente que nunca habrá leído a Hemingway, menos a Fitzgerald, pero que tienen a Woody Allen, quien en noventa minutos les resume chapuceramente una época que no necesariamente fue gloriosa.

Al final, Allen nos recuerda lo que viene diciendo desde la Rosa púrpura del Cairo, que la realidad es el peor de los lugares, pero siempre es mejor que la fantasía. Y que no importa que en este mundo te haya tocado ser Owen Wilson, siempre nos quedará París.

1 comentario:

  1. Pues bueno a mi me dio risa, eso sí era entre exagerada y mala..era sólo pose, una película que crítica la pose pero a la vez lo reafirma...es como tomar el té y luego hablar de Picasso,,,,no me gustó la imagen tan boba de Hemingway,,,,es como una mala clases de historia de arte..¿será que uno se ríe de lo tonto por seguir viendo eso?

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