viernes, 26 de agosto de 2011

Una fábula de patos, perros y gatos


Pille esta foto. Mírela bien. ¿Ve lo mismo que yo?: un muchacho normalito, sin acné, peinado de medio lado, como “lamido por la vaca”, la lengua irreverente hacia afuera, dedo pulgar en señal de “todo bien”, buzo manga larga con capucha y un morral a los hombros, donde seguro guarda cuadernos y espráis. Vuelva a mirar la foto, mientras tomo aliento para contarle que este chico, asesinado hace una semana por un policía, se llamaba Diego Felipe Becerra, que estaba terminando su bachillerato, que tenía diecisiete años y que amaba pintar grafitis, sobre todo del Gato Félix, como muestra la imagen. Ahora piense que esa pudiera ser su fotografía de hace tiempo, aunque no haya pintado un puto muro en su vida. Recuerde cómo era, qué hizo en esos años, justo antes de los dieciocho, cuando uno cree que ya casi va a ser grande, pensando que más allá de un plástico banal con su huella, puede haber otra cosa, otro mundo. Seguro que usted tiene un familiar, un primo, un sobrino o un vecino de esa edad. Mi hermano tiene dieciséis, se hace unos peinados raros y sólo quiere ser cantante, pero es posible que para los tombos sea delito ir tarareando vallenatos por la calle, por eso temo por su vida, por eso escribo.
A mis diecisiete tenía una noviecita que se llamaba Ovadis, con un lunar como de cielito lindo junto a la boca, pero todavía llenaba álbumes de tienda y me levantaba temprano los sábados a ver los power rangers que combatían a la malvada Rita Repulsa. En ese tiempo uno creía que se podía ir despreocupadamente por la vida, colarse a una caseta con los chiches vallenatos porque no tenía plata para pagarles, irse al pueblo vecino a comer sandía creyendo que unos kilómetros más allá sabían mejor o apostar los “bolis” jugando futbolito en un peladero cualquiera. En aquél entonces uno estaba más preocupado por la masturbación que por la muerte, porque ella estaba siempre en otra parte. Claro que, con el compadre Freddy, huíamos de la policía para que no nos cogieran jugando en el único billar del pueblo donde permitían menores de edad.
Es seguro que Diego Felipe también veía la muerte con esos ojos;  compartía la sensación de invulnerabilidad con todos los adolescentes que en el mundo han sido, y con su amigo Félix, un ser imaginario, cuyo nombre tomado del latín (felis felix) significa “gato con suerte”.  Como ese famoso felino, se movía jugando con el azar, convencido de que con una bolsa mágica o una broma se resuelve todo. Veo en esa fascinación por el gato Félix toda la energía de su juventud incipiente, esa creencia de que el mundo funciona como en las tiras cómicas, un universo que como dice Slavoj Zizek es el de la sexualidad convertida en energía vital, limitada entre el humor y el dolor, donde el yo vence a la muerte, pues un personaje animado puede sufrir los peores accidentes, pero siempre se levanta como si la fuerza no operase sobre él. Un espacio imaginario donde el hambre, el frío o el sexo, se niegan o se transforman en acto puro. Y como su héroe animado, un verdadero filósofo de buen humor y con una inagotable fantasía, Diego transformaba su alegría en pintas multicolores sobre los muros de su barrio, sin sospechar que en este mundo objetivo los gatos no tienen siete vidas y que si aparece un policía en escena, la película acaba muy mal.
Diego creció viendo dibujos animados y de ellos alimentó sus sueños. El agente que le disparó no tenía televisor en la casa o no le permitían ver muñequitos, de allí que no sea lo mismo disparar un espray que halar el gatillo. ¿Pero quién es ese policía al que le mantienen en reserva su identidad? Yo creo que era uno de esos muchachos que se sentaban en los puestos de atrás en el salón de clase, siempre en medio de la formación y de la mitad hacia abajo en las tablas de calificaciones. Una mediocridad en su forma más esencial que no tuvo talento para ninguna cosa. Privado de cualquier habilidad artística o académica, a lo sumo aspiraba a jugar micro en el equipo del curso y a conseguir noviecitas de medio tiempo. Su limitación intelectual no le permitió ir a la universidad pública, pero tampoco tuvo la resignación de quedarse en un oficio de pobre ruso, guachimán o mesero. Sus aspiraciones siempre fueron mayores a sus posibilidades, así que entró a la policía porque la familia consideró que si se quedaba por ahí iba a terminar de sicario. ¡Vaya ironía de la muerte! Se sabe que en la decisión de un muchacho de hacerse “agente del orden”, además de aquello del trabajo seguro, el conformismo y las aspiraciones dinerarias, también influye un deseo íntimo de tener un patrón al cual obedecer, cierta fascinación por la tiranía, lo que se traduce en miedo a la libertad. Al futuro uniformado le aterra tomar decisiones, asumir las riendas de su vida. Educado en la obediencia cristiana, aferrado al mandamiento de honrar al padre, prefiere la práctica de la obediencia.
Pier Paolo Pasolini, definía a Mayo del 68 como la lucha entre los hijos de la burguesía contra los hijos del proletariado; y acertaba en cuanto veía que las aspiraciones revolucionarias de los estudiantes contrastaban con el conservadurismo de los humildes hijos de obreros, convertidos ahora en fuerza militar. En ese sentido, también es válido suponer que este ignoto asesino proviene de una familia humilde, y que educado en el hambre y la privación, con las ínfulas pequeñitas de los pobres, sin alguien que le enseñase otro camino, fue conducido por motivos de supervivencia a ponerse las botas de charro militar. Ese tipo de hombrecito mediocre instruido a los gritos, acostumbrado a recibir órdenes sin rechistar, a soportar la rigidez familiar, educado en el maltrato a su dignidad y con el cuerpo colonizado por la fuerza, está preparado para el dogma, por lo que bien pudo terminar en una barra brava, en una secta religiosa, en un grupo neonazi o en cualquier cosa que implique gallada y que se orientase por una verdad ya construida.
El policía no piensa, no porque sea un animal como algunos creen, sino porque fue educado para no hacerlo. Lo suyo es el mundo concreto, el espacio de la fuerza bruta, de la verdad incuestionable, el “Dios y patria” que porta en el escudo sin preguntarse qué significan esas dos palabras. Para este hombre, simple patrullero raso, el mundo no es complejo, todo es sencillo, ordenado, como debe ser, porque se le ha educado como a los perros de Pavlov para que obedezcan al estímulo, para las asociaciones fáciles, duales, cavernarias. Y resulta hasta curioso su limitada astucia, lo suyo es el amedrantamiento, no la actuación dramática, por ello la “inteligencia militar” es una contradicción de términos y sus falsos positivos siempre son negativos por revelarse. Basta escuchar las “versiones oficiales” para saber cuan estúpidas son las razones de los militares. De esa gente que repite, con el patrón Uribe, que si mataron a unos jóvenes soachunos en Ocaña era que “seguro no estaban cogiendo café” o de los que hicieron pasar a un mongólico por guerrillero, yo la verdad no sé qué pensar, pero en todo caso estoy convencido que no basta con gritarles “asesinos” o con pedir que acaben con la fuerza policial.
Ya hace una semana que asesinaron a Dieguito, un muchachito bien, que estudiaba en un colegio bilingüe asociado a una universidad privada. Dieguito no tuvo la pobreza de su asesino. Él tuvo condiciones de vida digna. No tenía por qué robar y es seguro que no lo hizo, por ello ese cuento del atraco al bus es tan increíble. Lo suyo era el arte, el cómic, el grafiti. Lo suyo era adornar los muros que separan a los hombres, temerosos de sus vecinos y ahora de la policía. Dieguito tuvo una vida corta, pero feliz, como el gato suertudo. El policía, en cambio, nació pobre, lo que implica una condena a la infelicidad. He ahí lo terrible de esta tragedia, pensar que el agente encontró en el cuerpo armado la única alternativa para tener un sueldo digno, una casa propia y una pensión a la que un trabajador común ya no puede aspirar. Por ello se sometió a la disciplina militar, doblegó su cuerpo al poder, con tal de que sus hijos viviesen lo que a él se le negó, tal vez un colegio bilingüe. Hasta es posible que tenga un hijo con la edad de su víctima al que también le gusta pintar grafitis. En ese sentido, el policía también es un resentido social y generacional (sus enemigos son los jóvenes y los adinerados), odia que otros duerman bien mientras él se desvela, que otros disfruten la vida, que se vistan de colores o se peinen como se les dé la gana; detesta la libertad de quienes se la pueden permitir, porque su vida está enjaulada, prisionero de un uniforme verde oliva eterno, atado a sus miserias, a sus traumas, sólo con su arma, proyección fálica de su impotencia, para desquitarse del mundo. Cada disparo es una eyaculación en la cara de la pobreza.
He pensado en la educación del policía, en sus prácticas de polígono contra siluetas que tienen dianas a la altura de los órganos vitales, con las que aprenden a ser infalibles contra seres humanos sin rostro. Si un tombo dispara, mata. Su acción es precisa, una sola detonación, como en este caso, convierte a un muchacho vital en un monigote sin cuerda. Todo es tan absurdo, tan sin sentido. La simple aplicación de la fuerza destructiva contra una víctima inocente y por la espalda. Lo escribo y se me eriza la piel. También existe, en la enseñanza del oficio, un ejercicio que consiste en dispararle a “patos” móviles para afinar puntería con presas en movimiento. Ello me recuerda una escena de la I Guerra de Irak, cuando la aviación gringa hacía práctica de tiro con los soldados iraquíes en desbandada por el desierto. A esa carnicería los militares le llamaban “cacería de patos”, y se cuenta que hacían apuesta por ver quién mataba más. Ese acto de barbarie, en el que se deshumaniza al otro al punto de convertirlo en un animal emplumado, sólo puede ser aprendido en las academias castrenses y pasa por la construcción de un enemigo contra el que se puede disparar sin pensar y sin honor. En ese sentido, si el policía aprendió bien el oficio de aplicar la fuerza bruta sin ninguna mediación, se convierte en un perro de presa que revestido con el poder que emana de su pistola, está mecanizado para detectar al “enemigo” y disparar a matar. Nada de un tiro en una pierna o una descarga al aire para que el otro se rinda.
Ahora bien, lo tenaz es que la Policía Nacional como fuerza armada al servicio de gobiernos conservadores y adulto-céntricos, ha construido el “enemigo” a imagen y semejanza de la juventud. Están convencidos sus jerarcas que ellos representan la parte buena de la sociedad, se creen portadores de esa verdad y cuando alguien cree en algo es más propenso a matar por ello. El agente que asesinó a Dieguito seguro está convencido que los jóvenes son drogadictos, criminales o atracadores de buses; que un grafitero es un peligroso terrorista; que alguien que dibuja sobre una pared merece la pena de muerte y que él es el ángel vengador del Apocalipsis. Pero él no actúa solo, pues a través del policía se realiza el sueño de los presidentes de junta de acción comunal, pastores cristianos y viejitos retrógrados que estigmatizan a los jóvenes “raros” y creen que la solución es matarlos a todos, ojalá sin desperdiciar munición.
Esos adultos, y algunos jóvenes dinosaurios, son los que trinan en los opinaderos pidiendo pena de muerte o elaboran listados de indeseables a “limpiar” porque creen que se perdieron los valores y prefieren ver las paredes blancas, aunque tengan la conciencia requemada. En ese sentido, el adulto-policía mata en nombre del orden, de la moral, de las buenas costumbres, de los valores cristianos y del bien colectivo. Por ello es que en estos tiempos de estigmatización, Dieguito no es más sino la punta del iceberg, y lo es porque sus padres al menos saben hablar en público y pueden lograr una entrevista con El Tiempo o Caracol, no como las madres de Soacha o como tantas familias campesinas reducidas a la impotencia de que les hagan pasar sus hijos por guerrilleros, y es seguro que moverán un pedazo de cielo o gastarán una fortuna para que se les haga justicia y se les reivindique el nombre de su hijo. En otras palabras, los padres de Diego tienen voz porque no eran tan pobres. En cambio nadie hablará por los catorce jóvenes asesinados las últimas semanas por la “limpieza social” en Usme. Ellos tampoco contaron con la suerte del gato.
Finalmente, lo terrible es el mensaje que se le envía a la sociedad en vísperas de que se apruebe la “Ley Lleras”, la misma que prohibirá pintar en paredes y penalizará la movilización democrática. La lección es clara: no salga a la calle, guárdese sus opiniones, haga silencio, acuéstese temprano o vea nuestra tele, consuma con cuidado y, sobre todo, cuide a sus hijos para que se ahorre lágrimas. Mientras tanto, mi humilde recomendación es que ni por el putas le den la espalda a un tombo, a no ser que sea su marido, y que si ve a lo lejos venir a alguien de verde, pague escondederos a peso, que si no es policía es un hincha del Nacional y no sé cual es más peligroso.

2 comentarios:

  1. Infortunadamente no sólo son los policías quienes no piensan, pero como tienen un arma tan efectiva sus crímenes aunque no tan perfectos, resultan ser excusables porque tienen en su mano a la famosa pero relativa ley.

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  2. Muy buen texto... muy buena reflexión, es cierto lo que dices. LA POLICÍA ES UN ENTE DAÑINO, INCLUSO IGUAL A LA DELINCUENCIA...

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